12
Otro accidente
Cinco días después de que Eileen se fuera de la cafetería, Jim vuelve a verla. La nieve ha empezado a fundirse. Durante el día cae de los árboles y por todas partes se oye el goteo del agua, el ploc ploc del hielo derretido. A medida que la tierra resurge, sus colores hasta entonces anulados —verdes, marrones, morados— parecen demasiado intensos, demasiado pagados de sí mismos. Sólo allá arriba, en el páramo, persiste un blanco manto de nieve.
Jim sale de trabajar y se dirige al aparcamiento. La calle está oscura. Los habitantes de los barrios periféricos vuelven a sus casas. Las farolas derraman su luz ambarina sobre las aceras mojadas y el hielo se amontona en sucias lomas junto a los bordillos. Jim se encamina a la rotonda para cruzar la carretera sin jugarse el tipo cuando un Ford Escort granate pasa traqueteando. Lleva una pegatina en la luna trasera: «Mi otro coche es un Porsche.» Con un chirrido y un olor metálico que recuerda los fuegos artificiales, el coche frena en seco al llegar al ceda el paso pintado en el asfalto. Jim baja a la calzada justo detrás del coche.
Quién sabe qué puede llevar a un conductor que se encuentra parado a dar una súbita marcha atrás, pero éste lo hace. Con un rugido y una súbita vaharada de humo, el Ford retrocede bruscamente, yendo derecho hacia Jim, y frena en seco al toparse con él. Jim se percata de que ha ocurrido algo significativo, y de que ese algo tiene forma de dolor. Un dolor agudo que sacude todo su cuerpo y, partiendo del pie, asciende por la pierna y se disemina por la columna vertebral.
—¡Para! —grita un hombre desde el otro lado de la calle.
La puerta del pasajero se abre de sopetón y allí está ella. O mejor dicho, allí está su rostro, en un plano inclinado. Ha debido de inclinarse desde el asiento del conductor. Una ingobernable mata de pelo caoba. Los ojos como platos. Sólo el coche los separa.
—Pero ¿qué…?
Es ella, sin duda.
Jim levanta los brazos. Si tuviera una bandera blanca, también la agitaría.
—Yo… yo… yo… Tu coche… tu coche…
Las palabras se atropellan en su mente, tal como el Ford Escort acaba de atropellarlo. Sus más de mil kilos descansan ahora sobre la puntera de su bota.
Eileen se lo queda mirando con expresión de pura perplejidad. Jim no sabe por qué, pero mientras le sostiene la mirada se le aparece la imagen de una hortensia en flor que ha descubierto esa misma mañana, de un rosa tan intenso que hasta le ha parecido vulgar. De pronto recuerda que quería envolver el corimbo para mantenerlo a salvo hasta la primavera.
Eileen y Jim siguen mirándose sin moverse, él pensando en las hortensias, ella articulando «cojones» en silencio, hasta que la voz al otro de la calle vuelve a gritar:
—¡Alto, alto! ¡Ha habido un accidente!
Por unos instantes, las palabras carecen de significado. Luego, percatándose de lo que significan, Jim siente que lo invade el pánico. No quiere que nada de esto ocurra. Hay que pararlo.
—¡No pasa nada! —dice a voz en grito.
La gente empieza a fijarse en lo ocurrido. Jim agita los brazos en el aire como si Eileen estuviera atrapada, interponiéndose en su camino, y él pudiera liberarla con sus aspavientos.
—¡Vete! —le grita, o algo parecido—. ¡Vete de aquí! ¡Vamos!
Resulta casi grosero.
La cabeza de Eileen desaparece de su campo visual, la puerta del coche se cierra de golpe y éste arranca. Una de las ruedas delanteras topa con el bordillo al doblar la esquina.
El hombre que había gritado cruza la calzada a la carrera, esquivando los coches que pasan. Es un joven de pelo oscuro. Luce una chaqueta de piel y tiene el rostro desencajado. En el aire frío, su aliento brota en forma de pequeñas volutas de humo.
—He apuntado la matrícula —dice—. ¿Puede caminar?
Jim dice que sí, que puede. Ahora que la rueda trasera del coche de Eileen ya no descansa sobre su zapato, se nota el pie sorprendentemente ligero, como si estuviera hecho de aire.
—¿Quiere que llame a la policía?
—Yo… yo…
—¿Una ambulancia?
—N… n…
—Tenga.
El joven le tiende un papel en el que, al parecer, ha garabateado los datos del coche. Tiene una letra infantil.
Jim lo dobla y se lo mete en el bolsillo. Se esfuerza por hilvanar sus propios pensamientos. Lo han atropellado y está herido. Lo único que quiere es quitarse la bota en la intimidad de su autocaravana y examinarse el pie sin que nadie más lo atropelle ni amenace con llamar a la clase de gente que lo aterra. Y entonces cae en la cuenta de que ha doblado la nota del joven una sola vez. Debería haberla doblado dos veces, y luego otra. Al fin y al cabo, ha habido un accidente. No debería dejar los rituales de lado, por más que esté allí tendido en la calzada. Pero lo ha hecho, ha hecho algo incorrecto. Pese al frío, nota una oleada de sudor. Empieza a temblar.
—¿Seguro que se encuentra bien? —pregunta el joven.
Jim intenta volver a doblar el papel dentro del bolsillo, pero se le enreda con el llavero.
El joven lo mira fijamente.
—¿También se ha hecho daño en la cadera?
Ya está, lo ha conseguido. Ha doblado el papel dos veces.
—S… sí… —se dice a sí mismo, porque ahora está a salvo.
—¿De verdad? —repone el hombre—. Joder.
Jim está a salvo, pero no lo percibe así. Los malos pensamientos lo acechan. Los oye, los siente. Tiene que hacer más rituales. Sólo sabrá que todo está bien cuando vea un dos y un uno. Tiene que encontrar esos números. Tiene que encontrarlos cuanto antes, pues de lo contrario las cosas no harán más que empeorar.
—A… a… ayuda… —dice, escrutando las matrículas de los coches que pasan.
El joven se vuelve hacia atrás y grita:
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
El tráfico empieza a ralentizarse, pero ninguno de los coches tiene los números que él necesita.
Si se da prisa, puede volver al supermercado, aunque la cafetería estará cerrada, e ir al pasillo de higiene personal, donde está el champú dos en uno. Ha funcionado en otras ocasiones. Es como otra tirita para emergencias. Cuando va a dar media vuelta, una punzada de dolor le traspasa la pierna. Se pregunta si su pie seguirá unido al resto del cuerpo. Tiene que apretar los puños con fuerza para que el joven no se dé cuenta, pero por desgracia tiene a otra persona delante observándolo todo.
—¿Jim? ¿Qué ha pasado?
Al verla sin la redecilla en el pelo y el sombrero naranja, Jim tarda unos instantes en reconocerla. Es una de las chicas de la cafetería del súper que lo describió como retrasado. Tiene una melena de pelo rosa claro, y tantos piercings en las orejas que parecen tachonadas.
—¿Conoces a este tío? —pregunta el joven.
—Trabajamos juntos en la cafetería. Él limpia las mesas. Yo estoy en la cocina.
—Lo han atropellado.
—¿Un accidente? —pregunta ella, sin salir de su asombro.
—El conductor ni siquiera ha parado.
Ahora la chica tiene los ojos como platos.
—¿Se ha dado a la fuga? ¿Es broma?
—Dice que se encuentra bien, pero está conmocionado. Hay que llevarlo al hospital. Necesita que le hagan radiografías y todo eso.
Los labios de la chica sonríen, como si saboreara algo delicioso e inesperado.
—Jim, ¿te llevamos al hospital?
No hay necesidad de que le hable tan de cerca, ni que exagere al vocalizar las palabras, ni desde luego que grite, como si él fuera sordo o corto de entendederas, pero ella hace las tres cosas.
Jim niega con la cabeza.
—Yo… yo… yo…
—Lo conozco. Entiendo su lenguaje. Está diciendo que sí.
Y así es como Jim acaba subido a un taxi, apretujado entre dos jóvenes que al parecer no saben estar callados. Necesita ver los números 2 y 1, o le pasará algo malo a la chica. Y al joven. Y también al taxista, y a todos los peatones que pasan arrebujados en sus prendas de abrigo. Jim intenta respirar hondo. Intenta poner la mente en blanco. Pero lo único que alcanza a ver es su propia desolación.
—Mira, el pobre está temblando —dice la chica, inclinando la cabeza para dirigirse al joven. Y poco después añade—: Por cierto, me llamo Paula.
—Guay —contesta el joven.
Habrá ambulancias, habrá médicos, habrá heridos por todas partes. Siente una nueva punzada de dolor que se mezcla con sus recuerdos mientras la ambulancia toma una curva y entra en el aparcamiento del hospital.
—Mis padres me lo pusieron por la cantante esa —dice la chica—. La que se murió.
El joven asiente como si todo estuviera claro de pronto y la mira con una sonrisa de oreja a oreja.
Cuando se llevaban a los pacientes para administrarles el tratamiento, las enfermeras solían decirles que se pusieran prendas holgadas, lo que no les costaba demasiado, ya que a menudo intercambiaban la ropa unos con otros.
«¿A quién le toca la freidora esta noche?», oyó preguntar a uno de los pacientes más veteranos la primera vez. Recorrieron los pasillos en silencio. Había una puerta de entrada y otra de salida, para que quienes estaban a punto de entrar no se cruzaran con quienes salían.
En el quirófano, todo el personal le sonrió de un modo tranquilizador, el psiquiatra, las enfermeras, el anestesista. Le pidieron que se quitara las zapatillas y se sentara en la camilla. Era necesario que estuviera descalzo, le explicó la enfermera, para que pudieran ver cómo movía los dedos de los pies cuando empezaran las convulsiones. Jim se agachó para quitarse las zapatillas, pero temblaba tanto que casi acabó por los suelos. Quería hacerles reír para que fueran amables con él, para que no le hicieran daño, así que hizo una broma sobre sus pies, sobre lo largos que eran, y todos rieron. Estaban allí, al parecer, con la mejor de las disposiciones. Y eso lo asustó más todavía. La enfermera dejó sus zapatillas bajo la camilla.
No tardará demasiado, le dijeron. Y también que debía relajarse.
—No opongas resistencia, Jim. Y recuerda respirar hondo, como te hemos enseñado.
La enfermera le cogió una mano y el anestesista la otra. Era afortunado, dijo una voz, por tener tan buenas venas. Notó un pinchazo en la mano y el vacío se adueñó poco a poco de sus nudillos, su brazo, su cabeza. Oyó una breve risa femenina procedente de algún dormitorio, los chillidos de los cuervos en el jardín, y a continuación las mujeres estaban volando y los ruidos ya no existían.
Despertó en otra habitación. Había otros pacientes junto a él, sentados en silencio. Uno vomitaba en un cubo. Le dolía la cabeza como si fuera demasiado grande para caber en el cráneo. Había tazas de té y una gran lata de galletas surtidas.
—Tienes que comer —dijo la enfermera—. Te sentirás mejor, hazme caso.
Le ofreció una galleta de barquillo rellena de crema rosada cuyo olor lo golpeó como una bofetada. También olía el vómito, y el ofensivo perfume de la enfermera. Todo parecía oler demasiado fuerte, y eso lo hizo sentirse peor aún.
—Los demás están comiendo —señaló la enfermera.
Era cierto. Estaban con sus respectivas enfermeras, tomándose el té y las galletas, y todos tenían dos quemaduras en la frente, como marcas de nacimiento. Jim las había visto y le habían parecido horripilantes, hasta que en algún momento había dejado de fijarse en ellas. Se preguntó si también él tendría marcas, pero cuando se acordó de mirarse en el espejo ya habían pasado varias noches. Así funcionaban las cosas. Ahora el tiempo era algo mucho más fragmentado que antes. Era como arrojar un puñado de plumas al aire y verlas flotando a merced del viento. Los momentos ya no se sucedían unos a otros.
La sala de espera de Urgencias está atestada y no hay ningún asiento libre. Eso es porque es fin de semana, dice Paula. Su padre no salía de Urgencias los sábados por la noche. Hay hombres con el rostro ensangrentado y ojos a la funerala, y un chico con el rostro pálido como la cera que apunta con la barbilla al techo («Apuesto a que ha metido las narices donde no debía», dice Paula). Hay una mujer que llora en el hombro de otra, y varias personas lucen improvisados vendajes y cabestrillos. Cada vez que un equipo de paramédicos irrumpe en la estancia con un paciente en camilla, todo el mundo aparta la vista. Paula es la única que lo observa sin disimulo.
Es ella quien explica a la enfermera de recepción que han atropellado a Jim. El conductor se ha dado a la fuga, añade. La recepcionista contesta que necesita unos pocos datos. El nombre del herido, un código postal, un teléfono y la dirección de su médico de cabecera.
—¿Jim…? —dice Paula. Le da un golpecito con el codo porque todo el mundo está esperando que conteste y él no abre la boca. Lo único que hace es temblar.
—Necesito un documento de identidad —insiste la mujer.
Pero Jim apenas si la escucha. Las palabras de la enfermera desatan en su interior un aluvión de recuerdos, tan profundos, tan indomables, que le cuesta mantener el equilibrio. El pie le duele como si se lo hubieran cortado en dos, y ese intenso dolor parece un eco del que le martillea la cabeza. Es incapaz de pensar en tantas cosas a la vez. Se aferra a la repisa de la ventanilla, moviendo los labios sin emitir sonido alguno: «Teléfono, ho… hola. Bolígrafo, hola.»
La voz de Paula resuena en el silencio.
—No pasa nada, ha venido con nosotros. ¿Puede apuntar mi dirección? —Y sugiere que su historial debe de estar en Besley Hill—. Estuvo ingresado allí durante años, pero es inofensivo. —Paula hace una mueca, dando a entender que sus labios están a punto de decir algo de lo que el resto de su persona no se hará responsable—. Habla con las plantas y tal.
—Tome asiento —dice la enfermera.
Cuando un banco de plástico azul queda libre, Jim se lo ofrece a Paula, que se ríe y dice alegremente:
—Eres tú el que está herido, es a ti a quien han atropellado.
Tiene una entonación ascendente que hace que todas sus frases parezcan colgar de las alturas. Es como si lo condujeran una y otra vez hasta el borde de un precipicio y lo dejaran allí, y eso hace que se sienta aturdido.
Entretanto, el joven introduce en una máquina expendedora varias monedas sueltas que llevaba en el bolsillo. Abre una lata de refresco y se la ofrece a Jim y Paula.
—No, gracias —dice Jim. Apenas puede tragar. No ve los números 2 y 1 por ninguna parte.
—Me cuesta respirar —dice Paula—. Es por el estrés —añade—. El estrés te hace cosas raras. Sé de una mujer que perdió todo el pelo de la noche a la mañana.
—No puede ser —se asombra el joven.
—Y sé de alguien que se comió un mejillón y tuvo un infarto. Y de una mujer que se asfixió con un caramelo para la tos.
Una enfermera llama a Jim por su nombre y lo conduce hasta un box de reconocimiento. Lleva puesta una bata, una bata blanca que se parece a las demás batas blancas, y por unos instantes Jim se pregunta si todo aquello no será un truco para someterlo de nuevo a tratamiento. Casi se cae.
—Debería ir en silla de ruedas —protesta Paula—. Esto es un escándalo.
La enfermera explica que no hay sillas de ruedas disponibles hasta después de la radiografía, y Paula coge a Jim del brazo. Lo sujeta demasiado fuerte y a él le entran ganas de gritar, pero sabe que la chica sólo trata de ser amable. La enfermera lleva zuecos de goma que chirrían en el suelo de linóleo verde como si arrastrara alguna criatura medio viva bajo la suela. Consulta el sujetapapeles y por señas le indica a Jim que se suba a la camilla. Éste tiembla tanto que tienen que cogerlo por los brazos y ayudarlo. Cuando la enfermera corre la cortina de plástico alrededor del reservado, las argollas cromadas se deslizan con estrépito sobre la barra. Paula y el joven se colocan en la otra punta del cubículo, donde las botas de Jim asoman bajo la camilla. Parecen preocupados pero expectantes. Cada vez que el joven se mueve, su cazadora rechina como una silla de plástico.
—Deduzco que ha habido un accidente —dice la enfermera. Una vez más, pregunta a Jim cómo se llama.
Esta vez Paula no se la juega y contesta en su lugar.
—Y yo me llamo Darren —añade el joven, aunque nadie se lo ha preguntado.
—No puede ser —dice Paula.
—Sí que puede —insiste Darren, y suena sorprendido.
La enfermera pone los ojos en blanco.
—¿Podemos volver al accidente? ¿Han informado a la policía?
Darren se pone serio y describe con detalle cómo el conductor dio marcha atrás sin previo aviso. Jim, mientras tanto, deja de escuchar y piensa en la mirada de perplejidad que le lanzó Eileen, como si fuera otra cosa, no la mujer que parecía ser, sino otra que viviera encerrada en su interior, una versión pequeña, frágil, de sí misma, como la última de una serie de muñecas rusas.
—Él no quiere presentar cargos —informa Paula—. Por cierto, conocí a una mujer que tuvo un accidente de tráfico y perdió ambas piernas. Tuvieron que ponerle dos prótesis de plástico. Por la noche las guardaba bajo la cama.
—No puede ser —dice Darren.
La enfermera pide ver el pie de Jim y finalmente se impone el silencio, la clase de silencio que acompaña la contemplación fascinada de algo.
Son las nueve y media cuando por fin se disponen a abandonar el hospital. Las radiografías han revelado que no se ha roto ningún dedo del pie, pero el joven médico de guardia sospecha que los ligamentos están dañados. Como medida de precaución, Jim se marcha con una escayola azul que le llega hasta la rodilla, un frasco de analgésicos y un par de muletas del Sistema Nacional de Salud que deberá devolver.
—Siempre he querido llevar muletas —confiesa Paula.
—Apuesto a que te quedarían genial —opina Darren. Se ruborizan los dos.
Jim es afortunado, añade la enfermera, y parece confusa: gracias a su calzado inexplicablemente largo, los daños han sido mínimos. Le entrega un folleto con instrucciones para mantener la escayola en perfectas condiciones y le da hora para una visita de seguimiento dos semanas más tarde. Cuando le pregunta si reconocería al conductor, Jim tartamudea de tal modo para decir «n… n… no» que la enfermera se atusa el pelo. Recomienda a Paula que Jim se ponga en contacto con la policía cuando haya superado la fase de conmoción. Aunque no tenga intención de presentar cargos, hay un programa de apoyo a las víctimas de accidentes, así como un teléfono de ayuda. No es como en los viejos tiempos, cuando «psicología» era una palabra tabú. Hay toda clase de estrategias de las que podemos echar mano.
La joven pareja insiste en coger otro taxi y acompañar a Jim hasta la urbanización. Se niegan a dejar que pague. Paula relata a Darren una serie de accidentes que ha presenciado, incluidos un auténtico choque en cadena en la autopista y las quemaduras que una amiga suya se hizo en la oreja con las tenacillas del pelo. Jim está tan cansado que no puede pensar en nada que no sea dormir. Su cama plegable parece cobrar forma en la oscuridad, junto con las mantas y la almohada. Cree oír el chirrido de sus bisagras.
Cuando dejan atrás el letrero de bienvenida a los conductores prudentes, la hondonada y las rampas para monopatín, Jim pide apearse del coche.
—Pero ¿dónde está tu autocaravana? —pregunta Paula, escudriñando las casas apiñadas entre sí y las luces navideñas que destellan por todo Cranham Village como desenfrenadas jaquecas azules.
Jim señala la calle sin salida. Vive justo al final, dice, donde la carretera se interrumpe y empieza el páramo. Más allá de la autocaravana, las oscuras ramas de los árboles se agitan, sacudidas por el viento.
—Podemos acompañarte hasta allí —sugiere Paula—. Podemos poner agua a hervir para un té.
—Puede que necesites ayuda —añade Darren.
Pero Jim rehúsa el ofrecimiento. Nadie ha estado nunca en su autocaravana. Es la parte más recóndita de sí mismo, la parte que nadie debe ver. Y apenas lo piensa nota un dolor punzante que es como una brecha que acabara de abrirse entre él y el resto del mundo.
—¿Seguro que estarás bien? —pregunta Darren cuando ya se marchan.
Jim asiente porque no puede mover los labios para hablar. Se despide del taxista con la mano para demostrar que está bien, que está contento.
Más allá de la urbanización se alza el páramo, oscuro e inabarcable. Infinitas capas de tierra y hierba se han ido convirtiendo en piedra a lo largo de los siglos. Una luna vieja alumbra el paisaje y mil millones de estrellas envían sus destellos luminosos a través del tiempo. Si la tierra se desperezara en ese momento, si se abriera y engullera las casas, las carreteras, las torres de alta tensión, las luces, no quedaría recuerdo alguno de la humanidad. No quedarían sino las oscuras montañas adormecidas y el ancestral cielo.
El taxi se aleja, deja atrás la hondonada. Sus faros traseros destellan en la noche. Al doblar la esquina desaparece como por arte de magia y sólo queda Jim, escudriñando la oscuridad.