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La pena de Jim
Un retazo de nube agrieta la luna de porcelana y pasa veloz. Las hojas perennes castañetean como si fueran de plástico. Va a llover. Jim avanza con cuidado hasta la autocaravana. No reconoce el sonido de sus propios pasos. Oye el golpeteo de las muletas en la acera. Su pie no es un pie, sino un ladrillo. Un ladrillo azul.
Las cortinas de las casas están corridas, cerradas al cielo y al páramo y a los intrusos como Jim.
Algo ha sucedido esta noche. No sólo el accidente. Ha abierto de un tajo el espacio entre pasado y presente. Jim añora su cama de Besley Hill y los pacientes que se intercambiaban los pijamas. Añora la comida que llegaba puntualmente en hora y las enfermeras que le llevaban los comprimidos. Añora poder vaciar la mente. Dormir.
Pero sabe que ninguna de esas cosas volverá. Fragmentos de recuerdos acuden a su mente como fogonazos, y es como si lo golpearan. Más allá de Cranham Village, más allá del páramo, quedan los años y la gente a la que perdió, queda todo eso. Recuerda la expresión confusa de Eileen y al chico que en tiempos fue su amigo. Piensa en el puente por encima del estanque y en los dos segundos que lo desencadenaron todo.
El dolor en el pie no es nada comparado con esa otra herida que sigue latiendo en lo más profundo de su ser. No se puede reparar el pasado. Lo único que queda son los errores cometidos.
Los rituales se prolongarán toda la noche. Y cuando por fin crea que ha hecho lo suficiente, vendrá el día siguiente y todo volverá a empezar. Luego vendrá el día que sigue a ése. Y otro más, y así siempre. Saca la llave del bolsillo y la argolla de bronce brilla fugazmente, reflejando la luz.
La lluvia empieza a caer con furia. Restalla sobre el empedrado de Cranham Village, los contenedores de basura, los tejados de pizarra, la autocaravana. Jim avanza despacio. Cualquier cosa, piensa, cualquier cosa sería mejor que lo que le espera.