5
La contorsionista
En cierta ocasión, James Lowe le dijo a Byron que no es que la magia fuera mentira, sino que jugaba con la verdad. Lo que la gente veía, dijo, dependía en buena medida de lo que estuviera buscando. Cuando serraban a una mujer en dos en el circo de Billy Smart, por ejemplo, no era real. Era una ilusión, un truco destinado a hacerte ver la realidad de un modo distinto.
—No lo entiendo —dijo Byron.
James se apartó el largo flequillo de la cara y trató de explicárselo. Incluso sacó punta a su lápiz y dibujó un esquema. La ayudante, dijo, entraba en la caja y el mago cerraba la tapa, de modo que la cabeza de ésta sobresalía por uno de los extremos y los pies por el otro. Pero entonces el mago giraba la caja, y mientras los zapatos de la ayudante apuntaban hacia la parte de atrás del escenario, ésta encogía las extremidades y las sustituía con dos pies de mentira. Tenía que ser una contorsionista, claro está, para poder acurrucarse con las piernas dobladas en un extremo de la caja mientras el mago aparentaba serrarla en dos.
—¿Lo entiendes? —concluyó James.
—Aun así no puedo mirarlo. No me gusta pensar en esos pies asomando por fuera de la caja.
James coincidió en que era un problema de difícil solución.
—A lo mejor deberías aprovechar esa parte para comer el algodón de azúcar —sugirió.
La madre de Byron no era contorsionista. A veces la sorprendía meciéndose al ritmo de la música que sonaba en el tocadiscos. En cierta ocasión incluso la había visto alargar los brazos como si los posara sobre los hombros de alguien que no estaba allí y evolucionar por la habitación como si bailara con esa pareja invisible, pero eso tampoco la convertía en la ayudante de un mago. Sin embargo, al salir de clase allí estaba, esperándolo junto a Lucy, y no había en ella nada distinto. Llevaba su abrigo de verano rosa, a conjunto con el bolso y los zapatos. Otras mujeres iban mencionando fechas y ella les sonreía mientras sacaba su cuaderno de notas. Nadie hubiese imaginado que sólo unas horas antes había atropellado a una niña y se había dado a la fuga.
—Desayuno de madres el miércoles que viene —dijo, concentrada en apuntar bien la fecha—. Allí estaré.
—¿Qué te ha pasado en la mano, Diana? —preguntó alguien. Andrea Lowe, quizá.
—Ah, no es nada.
Una vez más, nadie mencionó el accidente. Nadie mencionó los segundos de más.
—Au revoir, Hemmings —dijo James.
—Au revoir, Lowe —contestó Byron.
Diana acompañó a los niños hasta el coche e introdujo la llave en la cerradura sin inmutarse. Byron la observaba con atención, esperando que alguna pequeña señal de angustia la delatara, pero su madre le preguntó si había tenido un buen día y comprobó la posición de su asiento sin que el chico advirtiera en ella el menor cambio. Cuando dejaron atrás Digby Road, con el coche calcinado en la esquina, Byron se puso tan nervioso que empezó a canturrear. Su madre, en cambio, se limitó a ajustarse las gafas de sol sin dejar de mirar al frente.
—Sí, hemos tenido muy buen día —le dijo Diana a Seymour esa misma tarde, por teléfono. Se enroscaba la espiral del cable en torno al dedo índice, de modo que parecía lucir una ristra de anillos blancos—. Ha hecho calor. He limpiado los rosales. He hecho la colada. He preparado unas cuantas cosas para congelar. El hombre del tiempo dice que seguirá haciendo bueno.
Byron sentía el impulso creciente de preguntarle por el accidente, y tenía que morderse la lengua para no hacerlo. Se sentó en uno de los taburetes de la encimera de la cocina mientras su madre preparaba la cena, preguntándose cuánto tiempo tardaría en volverse y dirigirle la palabra si él guardaba silencio. Contó cada segundo, cada minuto que tardó en hablar, hasta que se obligó a recordar que si su madre no decía nada era porque no tenía ni idea de lo que había hecho.
—Deberías salir a que te dé el aire —dijo ella—. Pareces agotado, tesoro.
Byron aprovechó la oportunidad para colarse en el garaje. Bajó la persiana metálica tras de sí, dejando tan sólo una rendija de luz, y luego sacó la linterna del bolsillo de la chaqueta para examinar el Jaguar. No había ninguna abolladura. Lentamente, desplazó el haz de izquierda a derecha, inspeccionando el coche con mayor detenimiento, pero no había un solo rasguño. Recorrió la pintura con los dedos. Las puertas, el capó. Notó el tacto sedoso de la carrocería plateada, pero no encontró nada.
El garaje estaba a oscuras, hacía frío y olía a aceite. Byron no paraba de mirar a su espalda, temiendo verse sorprendido. Sobre la pared del fondo se perfilaban los muebles antiguos de Diana, cubiertos con sábanas. Se los habían enviado desde la casa de su madre a la muerte de ésta. En cierta ocasión, Byron había levantado las sábanas con James y había descubierto una lámpara de pie cuya pantalla granate tenía una orla de flecos, así como un conjunto de mesas nido y un viejo sillón. James dijo que seguramente alguien había muerto en ese sillón, quizá incluso la madre de Diana (Byron no podía llamarla «abuela» porque no había llegado a conocerla). Fue un alivio para él cerrar la puerta del garaje y dejar todo aquello atrás.
Fuera, el cielo era una interminable extensión de azul y se respiraba un aire bochornoso, cargado de fragancias. Los altramuces se erguían en todo su esplendor, como coloridos atizadores, y las rosas y peonías florecían por doquier. Todo tenía su sitio en el jardín; nada ofendía la vista. Gradualmente, los macizos color rosa daban paso a los blancos y éstos a los azules, al tiempo que las formas más pequeñas daban paso a las grandes. En los árboles frutales ya asomaban los primeros retoños verdes, pequeños como canicas, cuando sólo unas semanas atrás los cubría un manto de florecillas blancas. Byron aspiró el dulce aroma que impregnaba el aire, tan evocador que era como entrar en el recibidor y oír el tocadiscos de su madre antes de verla. Los olores, las flores, la casa, todas esas cosas tenían que contar más que lo sucedido esa mañana. Además, si bien su madre había cometido un delito, no era culpa suya. El accidente había ocurrido debido a los dos segundos de más. Le aterraba pensar qué diría su padre si se enteraba. Por suerte, al Jaguar no le había pasado nada.
—Hay chuletas de cordero para cenar —anunció su madre. Las sirvió adornadas con diminutas coronas de papel y salsa de carne.
Byron no probó bocado. Se limitó a cortar la carne a trocitos y mezclarla con la patata. Cuando su madre le preguntó por qué no tenía apetito, le dijo que no se encontraba bien y ella fue en busca del termómetro.
—¿Y el Sunquick? —preguntó—. ¿Tampoco te lo tomas?
Byron se preguntaba qué le habría pasado a la niña, si la habrían encontrado sus padres, o los vecinos. Si estaría malherida.
—Yo me tomaré el Sunquick de Byron —se ofreció Lucy.
A Byron siempre le había gustado que su madre se refiriera a los productos por su nombre comercial. Sugería un sentido del detalle que se le antojaba tranquilizador. Era como los pequeños recordatorios que se dejaba a sí misma en el bloc de notas que había junto al teléfono: sacar brillo a los zapatos Clarks de Lucy, comprar cera abrillantadora Turtle. Una etiqueta sugería que había un nombre correcto para cada cosa y, por tanto, no cabían los errores. Ahora, mientras Byron la veía recogiendo la cocina y tarareando a media voz, comprendió con un nudo en la garganta lo irónico de la situación. Debía hacer cuanto estuviera a su alcance para mantenerla a salvo.
Mientras Diana llenaba el fregadero con agua para lavar los platos, Byron salió fuera para hablar con Lucy. La encontró agachada en el enlosado de la solana que se extendía frente a la casa, ante un macizo de alhelíes cuyo colorido recordaba las piedras preciosas. La niña se entretenía ordenando tres caracoles según el tamaño de su caparazón y su velocidad. Él le preguntó como de pasada si se encontraba bien, a lo que ella contestó que sí, que se encontraba perfectamente, y lo regañó por haberse puesto de rodillas sobre la línea de meta de sus caracoles. Byron se desplazó.
—¿Estás bien después de lo de esta mañana? —Se aclaró la garganta—. ¿Después de lo que ha pasado?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lucy. Aún tenía la boca manchada de natillas Angel Delight.
—Cuando hemos ido a… ya sabes dónde. —Byron abrió mucho los ojos.
Lucy se llevó las manos a la cara.
—Ah —dijo—. Eso no me ha gustado.
—¿Y has visto… algo raro?
Lucy volvió a colocar uno de los caracoles en la línea de salida porque al parecer avanzaba en la dirección equivocada.
—No iba mirando. Me he puesto así, Byron —añadió, tapándose los ojos con las manos para mostrarle lo asustada que se había sentido.
La situación requería toda la habilidad de Byron. Se enroscó el flequillo en torno al dedo, como hacía James mientras reflexionaba sobre algo. Su padre tal vez se disgustara, le explicó Byron despacio, si se enteraba de que habían estado en Digby Road. Era importante no mencionarlo cuando viniera a pasar el fin de semana. Era importante que se comportaran como si nunca hubiesen estado allí.
—¿Y si se me olvida? —dijo Lucy con labios súbitamente temblorosos, y Byron temió que fuera a llorar—. ¿Y si se me olvida que nunca hemos estuvido allí? —A menudo se hacía un lío con los tiempos verbales, y más cuando estaba disgustada o cansada.
Abrumado, Byron se agachó para abrazarla. Su hermana olía a azúcar y a color rosa, y en ese momento comprendió que algo se había interpuesto entre ambos, que ella seguía siendo una niña pero él no. La revelación le produjo un cosquilleo en el estómago similar al que sentía nada más despertarse el día de Navidad, pero sin los regalos. Miró de reojo a su madre, que seguía en la cocina, secando los platos frente a la ventana, bañada por el rojo resplandor del atardecer. Byron era consciente de que había alcanzado un hito en su vida, un momento decisivo, y aunque no lo esperaba, sabía que formaba parte del paso a la edad adulta, tal como lo era aprobar el examen de acceso a los estudios superiores. Debía estar a la altura de ambos retos.
—Todo saldrá bien. Te lo prometo. —Byron asintió igual que su padre cuando exponía un hecho, como si estuviera tan cargado de razón que hasta su propia cabeza lo reconocía—. Lo único que tienes que hacer es borrar esta mañana de tu mente.
Byron se inclinó para darle un beso en la mejilla. No era algo muy propio de un hombre hecho y derecho, pero sí lo que hubiese hecho su madre.
Lucy se apartó de él, arrugando la nariz. Byron temía que se echara a llorar, así que sacó su pañuelo.
—Te huele el aliento, Byron —dijo la niña, y volvió a la casa dando saltitos, las coletas rebotándole en la espalda, levantando las rodillas a cada paso y aplastando por lo menos dos de sus caracoles bajo los relucientes zapatos del uniforme.
Esa noche Byron vio no sólo las noticias de las seis, sino también el magazine «Nationwide». La violencia había vuelto a estallar en Irlanda, pero no hubo la menor alusión al accidente ni a los dos segundos de más. Byron se notaba sudoroso y mareado.
¿Qué haría James en su lugar? Era difícil imaginar a Andrea Lowe cometiendo un error. Si la situación se diera a la inversa, James echaría mano de la lógica. Dibujaría un esquema para explicar las cosas. Byron abrió sigilosamente la puerta del estudio de su padre, pese a que los niños tenían prohibido entrar allí.
Al otro lado de la ventana, el jardín se veía envuelto en una luz cálida, y aunque las rojas espigas de los tritomas resplandecían al sol del atardecer, en la habitación reinaba un ambiente fresco y sereno. El escritorio y la silla de madera pulida relucían como el mobiliario de un museo. Incluso la lata de caramelos y la licorera de whisky eran cosas que no se tocaban. Lo mismo ocurría con su padre. Si alguna vez intentaba abrazarlo, y había momentos en que lo deseaba, cambiaba de idea en el último momento y el abrazo se convertía en un apretón de manos.
Sentado en el borde mismo de la silla de su padre para causar el menor trastorno posible, Byron cogió una hoja en blanco y la pluma de Seymour. Trazó un croquis preciso, señalando mediante flechas el recorrido del Jaguar a lo largo de Digby Road. Dibujó las cuerdas de tender y el árbol en flor. Luego, cambiando la dirección de las flechas, indicó cómo el coche había derrapado hacia la izquierda y se había detenido bruscamente al chocar con el bordillo. Dibujó un círculo allí donde habían dejado a la niña tirada, justo al lado del coche, donde sólo él podía verla.
Byron dobló el croquis, se lo metió en el bolsillo y volvió a dejar la pluma en su sitio. Luego barrió la silla con el puño de la camisa para que su padre no supiera que había entrado allí sin permiso. Estaba a punto de marcharse cuando se le ocurrió hacer otro experimento.
Se arrodilló en la alfombra y apoyó el torso en el suelo. Intentó ponerse tal como había visto a la niña debajo de la bicicleta, postrado de lado con las rodillas acurrucadas contra el pecho y los brazos flexionados. De haber resultado ilesa, la niña se habría levantado, habría hecho algún ruido. Lucy armaba un escándalo tremendo al menor rasguño. ¿Y si la policía estaba buscando a su madre en ese preciso instante?
—¿Qué haces aquí?
Sobresaltado, Byron se volvió hacia la puerta. Su madre lo observaba desde el umbral con aire vacilante, como si no se atreviera a dar un paso más. A saber cuánto tiempo llevaba allí.
Byron empezó a dar volteretas en la alfombra, tratando de hacerse pasar por un chico normal, si bien algo entrado en carnes, que jugaba a algo de lo más inocente. Lo hizo con tanto empeño que se rasguñó la piel de brazos y piernas, y la cabeza empezó a darle vueltas. Su madre rompió a reír y los cubitos de hielo de su vaso tintinearon como esquirlas de cristal. Viendo que parecía divertirla, Byron hizo unas cabriolas más. Luego hincó las rodillas en el suelo y dijo:
—Mañana deberíamos ir a la escuela en autobús.
Su madre parecía oscilar a izquierda y derecha; se había excedido con las volteretas.
—¿En autobús? —replicó ella, deteniéndose en el centro otra vez—. ¿Por qué íbamos a hacer algo así?
—O en taxi. Como hacíamos antes de que te sacaras el carnet.
—Pero no hay ninguna necesidad. No desde que tu padre me enseñó a conducir.
—Pues estaría bien, para variar.
—Tenemos el Jaguar, tesoro. —Diana ni siquiera pestañeó—. Papá lo compró para que yo pudiera llevaros al cole.
—Es un coche nuevo y reluciente. No deberíamos usarlo. Además, papá dice que las mujeres no saben conducir.
Diana estalló en carcajadas.
—Bueno, pues salta a la vista que está equivocado. Aunque tu padre es un hombre muy listo, claro está. Mucho más listo que yo. Yo no he leído un solo libro entero.
—Lees revistas y libros de cocina.
—Ya, pero tienen fotos. Los libros que leen las personas inteligentes sólo tienen palabras.
En el silencio que se produjo, Diana observó los cortes de su mano, girando la palma arriba y abajo. Las partículas de polvo se arremolinaban entre destellos en el haz de luz que entraba por la ventana. No se oía más que el insistente tictac del reloj de sobremesa.
—Esta mañana hemos derrapado un poco —dijo en voz queda—, nada más. —Luego echó un vistazo a su reloj de pulsera y ahogó un grito—. ¡Cielos, es hora de bañaros! —Regresó bruscamente a su condición de madre, como un paraguas que se abre de golpe, y sonrió—. Si quieres, puedes enjabonarte con Crazy Foam. ¿Seguro que no has tocado ninguna cosa de tu padre?
Eso fue lo máximo que llegó a decir sobre el accidente.
La semana siguió su curso y todo continuó sin novedad. Nadie se presentó en la casa para detener a su madre. El sol salió, describió un amplio arco y se puso al otro lado del páramo. Las nubes surcaron el cielo por encima de la casa. A veces se hundían como dedos huesudos en las faldas de las colinas, y otras veces se dilataban y ensombrecían como una mancha. Por la noche salía la luna, pálido trasunto del sol, y se derramaba sobre las colinas en tonos de azul plateado. Su madre dejaba las ventanas abiertas para que las habitaciones se airearan. Las ocas graznaban en el estanque. Los zorros aullaban en la oscuridad.
Diana siguió haciendo todas las pequeñas cosas que siempre había hecho. Se despertaba a las seis y media con el despertador. Se tomaba la pastilla con agua y consultaba el reloj de pulsera para no llegar tarde. Se ponía faldas anticuadas, tal como le gustaba a su marido, y preparaba desayunos sanos para Byron. El miércoles se había quitado el vendaje de la mano y ya no quedaba nada que la uniera a esa mañana en Digby Road. Hasta James parecía haberse olvidado de los dos segundos.
Sólo Byron seguía recordándolo. El tiempo había cambiado. Su madre había atropellado a una niña. Byron lo había visto y ella no. Como una espina clavada, la verdad seguía allí, y por más que tratara de esquivarla tomando mil precauciones, volvía a asomar en cuanto bajaba la guardia. Intentaba hacer otras cosas, jugar con sus soldados o practicar algún truco de magia para enseñárselo a James, pero las imágenes seguían aflorando, pequeños detalles, como si ahora le pertenecieran. El uniforme a rayas de la niña, las trenzas negras como el regaliz, los calcetines arrugados en los tobillos, las ruedas de la bicicleta roja girando sin cesar. Era imposible que ese acto no tuviera consecuencias. Era como cuando el señor Roper te soltaba una monserga por ser un ignorante, o cuando Byron arrojaba una piedra por encima de la valla del estanque y veía los anillos de agua abriéndose como flores. Nada ocurría por sí solo. Y aunque su madre no tuviera la culpa, aunque nadie se hubiese percatado del accidente, tenía por fuerza que haber repercusiones. Byron oía los relojes que había por toda la casa, señalando el paso del tiempo con su tictac y su repicar.
Algún día (quizá no entonces, pero sí en el futuro) alguien tendría que pagar por ello.