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Cosas que hay que hacer
Jim desbloquea la puerta de la autocaravana y la desliza a un lado. Tiene que agacharse para entrar en el vehículo. La blanca luna invernal se cuela por la ventana y su fría luz se refleja en las superficies laminadas. Hay una pequeña placa de dos fogones, un fregadero, una mesa plegable y, a su derecha, un banco que se convierte en cama. Jim cierra la puerta y echa la llave. Empiezan los rituales.
—Hola, puerta —dice—. Hola, grifos. —Saluda a todas y cada una de sus pertenencias—. Hola, tetera. Hola, colchoneta. Hola, pequeño cactus. Hola, paño de cocina del Jubileo. —Nada puede quedar excluido.
Cuando ha saludado a todas las cosas, gira la llave en la cerradura de la puerta, la abre, vuelve a salir y la cierra de nuevo. Una bocanada de aire caliente brota de sus labios en forma de nubecilla y se desvanece en la oscuridad. Oye música procedente de la casa de los estudiantes extranjeros; el anciano que se pasa el día asomado a la ventana ya se ha acostado. Hacia el oeste, los últimos coches de la hora punta recorren las cimas más elevadas del páramo. Un perro ladra y alguien le ordena a gritos que calle. Jim abre la puerta de la autocaravana y entra.
Repite el ritual veintiuna veces. Ése es el número de veces que hay que hacerlo. Entra en la autocaravana. Saluda a sus cosas. Sale de la autocaravana. Entrar, saludar, salir. Entrar, saludar, salir. Y, cada vez que lo hace, abre y cierra la puerta con llave.
El veintiuno equivale a la seguridad. Nada malo ocurrirá si lo hace veintiuna veces. El veinte no es seguro, como tampoco el veintidós. Si alguna otra cosa se le cruza por la mente, una imagen o una palabra distinta, debe empezar otra vez desde cero.
Nadie imagina siquiera esta faceta de la vida de Jim. En la urbanización, endereza los contenedores de basura volcados y recoge pequeños desperdicios del suelo. Saluda con un «Ho… hola, qué tal» a los chicos de la rampa para monopatines y a veces carga los cubos de reciclaje hasta el contenedor para ayudar a los basureros; nadie sospecha por lo que tiene que pasar cuando está a solas. Una mujer que pasea un perro a veces le pregunta dónde vive, y le sugiere que la acompañe algún día a jugar al bingo en el centro cívico. Reparten unos premios estupendos, dice. A veces, una o dos comidas en el pub local. Pero Jim siempre rechaza amablemente la invitación.
Cuando se acaba lo de entrar y salir de la autocaravana, aún hay más. Tiene que tenderse de bruces en el suelo del vehículo para sellar el marco de la puerta con cinta de embalar y luego las ventanas, por si vienen intrusos. Tiene que registrar los armarios y mirar debajo de la cama plegable y detrás de las cortinas, una y mil veces. En ocasiones, aunque haya realizado el ritual de principio a fin, sigue sin sentirse seguro y empieza otra vez de cero, no sólo por la cinta de embalar, sino también por la llave. Aturdido de cansancio, entra y sale, abre la puerta, vuelve a cerrarla, saluda al felpudo, saluda a los grifos.
No ha tenido ningún amigo digno de ese nombre desde que iba a la escuela. Nunca ha estado con una mujer. Desde el cierre de Besley Hill, ha anhelado ambas cosas, amigos y amor (conocer y ser conocido), pero cuando uno se dedica a entrar y salir compulsivamente por la puerta, a saludar objetos inanimados y a sellar puertas y ventanas con cinta de embalar, no le queda mucho tiempo libre. Además, a menudo se pone tan nervioso que no le salen las palabras.
Jim inspecciona el interior de la autocaravana. Las ventanas. Los armarios. Ha sellado hasta la última rendija, incluido el perímetro del techo desplegable, ahora es como estar dentro de un paquete herméticamente envuelto. De pronto, comprende que ha hecho todo lo que tenía que hacer y lo invade una sensación de alivio. Es tan gratificante como estar recién bañado. Al otro lado del páramo de Cranham, el reloj de la iglesia da las dos. Jim no tiene reloj. Hace años que no tiene uno.
Le quedan cuatro horas para dormir.