18
Adiós, Eileen
Jim lleva todo el día esperando la cita con ilusión. Desde su primera experiencia con el desodorante ha evitado las fragancias de todo tipo, aunque se ha aseado y peinado. Paula lo ve comprobando su reflejo en la luna de un coche al salir de trabajar.
—¿Hoy haces algo especial, Jim? —le pregunta.
Darren se vuelve hacia él con el pulgar en alto y le guiña un ojo con tal vehemencia que el gesto parece incluso doloroso. Ambos han hecho que Jim se sienta como uno más, así que le devuelve el guiño y el saludo con el pulgar.
—He quedado con Eileen —dice—. Voy a llevarle un regalo.
Paula pone los ojos en blanco, pero para sorpresa de Jim no refunfuña.
—Sobre gustos no hay nada escrito…
—Me alegro por ti, tío —añade Darren, risueño.
Es Nochebuena y el gentío avanza a empujones por las aceras, ultimando las compras de Navidad. Algunos comercios han empezado ya las rebajas. En el escaparate de una tienda de golosinas una joven dependienta apila huevos de Pascua. Jim ve cómo los ordena por tamaños. Le complace que haya colocado los más pequeños en lo alto de la pila y que haya dispuesto cinco sedosos pollitos amarillos en torno a las cajas que contienen los huevos. A lo mejor esa chica se parece un poco a él. A lo mejor no es tan raro, al fin y al cabo.
Los bolígrafos de Eileen están a buen recaudo en el bolsillo de la chaqueta de Jim. Fue Moira quien lo ayudó a envolverlos en papel de regalo y luego anudó una cinta plateada en torno al paquete. En una bolsa aparte lleva los ingredientes para preparar la comida de Navidad y más cinta de embalar. Estaría bien no tener que andar cargando cinta de embalar y poder comer con alguien el día de Navidad. Estaría bien poder pensar en las cosas de una en una. Pero Jim se da cuenta de que también eso forma parte de la normalidad, el hecho de tener varias cosas en la cabeza al mismo tiempo, aunque se peleen entre sí.
El pub está atestado de gente que ha salido a celebrar la Nochebuena. Salta a la vista que algunos llevan allí toda la tarde. Lucen coronas de papel y gorros de Papá Noel. Gritan para hacerse oír. Sobre la barra, adornada con luces navideñas, hay tartaletas de manzana en moldes de aluminio, cortesía de la casa. Uno de varios hombres trajeados pregunta si tienen Côtes du Rhône, a lo que la camarera replica preguntando si eso es blanco o tinto, que sólo tienen esas dos clases de vino. Jim se abre paso entre la multitud cargando una bandeja con dos jarras, pero ese día le duelen los dedos, y para cuando llega a la mesa comprueba que están nadando en un charco de cerveza. Nota la moqueta mullida bajo sus pies.
—Iré… iré por otras —dice.
Eileen se ríe y dice que ni hablar. Coge las dos jarras de cerveza y las seca por abajo. Se ha puesto el abrigo verde, con el añadido de un broche de vidrio de colores. Jim nota algo raro en su rostro, y luego se da cuenta de que lleva los labios pintados. También se ha hecho algo en el pelo, que cuelga lacio y reluciente en torno a su rostro. Percibiendo su mirada, Eileen se lleva las manos a ambos lados de la cabeza y las desliza por el pelo. A lo mejor eso que ha intentado hacer es peinarse.
Eileen le pregunta por sus planes para Navidad, a lo que él contesta enseñándole el muslo de pavo que lleva en la bolsa y las patatas con verduras precocinadas, así como un pudin de Navidad individual listo para calentar en el microondas.
—Parece que lo tienes todo a punto —comenta ella.
Sin embargo, él le explica que no. Para empezar, no dispone de microondas.
—Y es la pri… primera vez que co… cocino por Navidad.
Pronunciar esta última frase le cuesta lo suyo, en parte porque está nervioso, en parte porque tiene que levantar la voz. Al oírlo, tres chicas sentadas a la mesa justo detrás de Eileen se vuelven para mirarlos. Es extraño, porque parecen haber salido de casa a medio vestir. Llevan puesta ropa interior, o prendas que en otro tiempo hubiesen pasado por ropa interior: diminutos tops de tirantes que descubren su piel blanca y tersa, así como los arabescos negros de algún tatuaje. Si alguien debería ser objeto de todas las miradas, son ellas.
—Pues yo en el fondo odio la Navidad —comenta Eileen—. Todo el mundo parece empeñado en que te lo pases bien. Como si la felicidad viniera envuelta en un puñetero paquete. —El calor ha hecho que se ruborice—. Hubo un año —prosigue— en que no me levanté de la cama en todo el día. Ésa fue una de mis mejores Navidades. Otro año me fui a la costa. Se me metió en la cabeza que Rea estaba allí. Me alojé en una pensión.
—Te lo pasarías bien.
—No creas. Mi vecino de habitación se metió una sobredosis. Había ido allí con la intención de matarse el día de Navidad. ¿Ves a qué me refiero? Es una mierda. Para muchísima gente es una mierda. La dueña de la pensión y yo tardamos horas en recogerlo todo.
Jim explica que ésa será la primera Navidad que pasa en la autocaravana. Le hace ilusión, dice. Eileen se encoge de hombros, como sugiriendo que no será ella quien lo juzgue.
—Se me había ocurrido… —empieza ella, jugueteando con la jarra sobre la mesa.
—¿Qué ss… se te había o… ocurrido?
Al oírlo tartamudear de nuevo, las chicas de la mesa de al lado se miran con una sonrisita, aunque tienen el detalle de taparse la boca con la mano.
—Siempre puedes decir que no —le advierte Eileen.
—No cre… creo que nadie te di… diga que no a nada, Ei… Ei… Ei… Eileen.
Las palabras tardan una eternidad en brotar de sus labios. Es como si vomitara un revoltijo de vocales y consonantes. Pero Eileen no lo interrumpe. Lo observa, espera, como si no tuviera nada más que hacer que escuchar a Jim, lo que por algún motivo hace que las condenadas palabras resulten aún más difíciles de pronunciar. Jim se pregunta por qué se molesta en intentarlo. Ni siquiera tiene gracia. Sin embargo, cuando al fin consigue acabar la frase, Eileen echa la cabeza atrás y suelta una carcajada tan contagiosa que cualquiera diría que acaban de contarle un chiste, un chiste de verdad, como los que las enfermeras solían sacar de los paquetes sorpresa por Navidad. Jim alcanza a verle los suaves pliegues del cuello. Hasta las chicas de la mesa de al lado sonríen.
Eileen bebe un buen trago de su cerveza y se enjuga la boca con el dorso de la mano.
—La verdad es que me da corte —confiesa Eileen. Se pasa los dedos por el pelo alisado y, cuando baja las manos, un mechón se le queda tieso, asomando entre el pelo como una aleta naranja—. Joder, qué difícil es esto.
Las chicas se han fijado en el pelo de Eileen y se codean unas a otras.
—¿Qué… qué… qué es tan difícil?
Las chicas repiten «¿Qué… qué… qué?», farfullan, y oír ese sonido brotando de sus propios labios les resulta tan hilarante que no pueden contenerse.
—Me marcho —dice Eileen.
Jim intenta beber un trago de cerveza, pero ésta rebosa la jarra y le salpica el regazo.
—¿Me estás escuchando? —pregunta Eileen—. He dicho que me marcho.
—¿Te marchas? —Sólo cuando Jim repite la palabra comprende su alcance, lo que significa. Eileen será una ausencia, no una presencia.
—¿Por… por… por…?
Está tan anonadado, se siente tan solo de pronto, que no puede articular la pregunta, por qué. Se tapa la boca para darle a entender que renuncia a seguir hablando.
—Me iré por Año Nuevo. No sé adónde. Me voy… me voy a correr mundo otra vez. —Ahora es Eileen la que no consigue articular las palabras, y ni siquiera tartamudea—. Verás, Jim, lo que quería decirte… lo que quería decirte… Joder, ¿por qué será tan difícil? Quiero que vengas conmigo.
—¿Yo?
—Ya sé que soy de armas tomar. Sé que te atropellé y todo eso, y que no puede decirse que empezáramos con buen pie. Pero los dos hemos pasado lo nuestro, Jim. Hemos pasado lo nuestro, y a pesar de todo seguimos vivos, así que ¿por qué no? Mientras podamos. ¿Por qué no nos largamos de aquí y nos concedemos una última oportunidad? Podemos ayudarnos a intentarlo de nuevo.
Jim está tan abrumado que tiene que apartar los ojos para reproducir en su mente lo que acaba de escuchar. Eileen quiere marcharse lejos con él. Desde la barra, uno de los hombres de negocios lo mira sin disimulo. Está con el grupo que pedía Côtes du Rhône. Cuando su mirada se cruza con la de Jim, el hombre farfulla algo a sus amigos y se aparta del grupo. Va derecho hacia Jim y Eileen. Lo señala.
—Te conozco —articula sin pronunciar las palabras.
—Ah, vaya —dice Eileen, ante la irrupción del desconocido. Le dedica una sonrisa tímida, como de colegiala, y a Jim se le encoge el corazón al ver cómo se arredra de pronto ante ese hombre trajeado.
—Hola, ¿cómo estás? He vuelto para visitar a mis padres por Navidad —dice el hombre. Habla con el desparpajo y el aplomo de un chico de Winston House, un universitario de buena familia, alguien que ha llegado a la City siguiendo los pasos de su padre. Ni siquiera se fija en Eileen—. Pero no soporto pasar más de cinco minutos en casa.
Antes de que el hombre diga nada más, Jim se levanta tambaleándose y coge la chaqueta de un tirón, pero la manga se le queda atrapada en el respaldo y la silla cae al suelo con estrépito.
—¿Qué está pasando? —pregunta Eileen—. ¿Adónde vas?
¿Cómo va a empezar de cero con Eileen? ¿Qué pasaría con los rituales? Ella dice que es de armas tomar. Que ronca. Que es sonámbula. Pero él está acostumbrado a todo eso. Ha compartido dormitorio durante años con gente que hacía cosas peores. Lo que Eileen no alcanza a imaginar es quién es él, lo que hizo en el pasado y todo lo que debe seguir haciendo para expiar sus faltas. ¿Y quiere que Jim la ayude? No tiene ni idea. No hay más que ver a esas chicas que no le quitan ojo, que están esperando que diga lo que siente para reírse de él.
Lo único que alcanza a ver son los botones de Eileen y su indomable pelo rojo. A pesar de sus esfuerzos, éste vuelve a bufarse como una nube a ambos lados de la raya en medio. Jim quiere decirle que la ama.
—Adiós —dice.
Eileen tiene el rostro desencajado. Suelta un gemido, baja la cabeza. Hasta el hombre de negocios parece incómodo.
—Perdonad. Me he equivocado —dice, retrocediendo.
Jim no se echa la chaqueta sobre el hombro, sino que mete los brazos en las mangas y se abre paso a empujones hacia la puerta. No puede evitar tropezar con algunos clientes, que lo increpan a voz en grito («¿A qué viene tanta prisa?», o «¡Mira por dónde vas, imbécil!»), pero él no se detiene. Sigue adelante, dejando atrás a los hombres de negocios con coronas de fiesta y a las chicas en paños menores. Sólo cuando ha recorrido media calle se da cuenta de que tiene las manos vacías. Aún lleva el regalo de Eileen en el bolsillo, y ha olvidado bajo la mesa la bolsa con su comida de Navidad.
Es demasiado tarde para volver atrás.