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Jardinería

La nieve cae de forma intermitente tres días más, blanqueando incluso la noche. No bien empieza a fundirse, viene otra ventisca y la tierra queda oculta una vez más bajo su manto. El silencio acolcha el aire y los contornos se difuminan, y llega un momento en que sólo escudriñando la penumbra al anochecer logra Jim distinguir el revoloteo de los copos de nieve. Cielo y suelo se funden en uno.

En la urbanización, los coches yacen escorados en las cunetas. El viejo que nunca sonríe sigue asomado a la ventana. El vecino del perro peligroso retira la nieve a paladas para despejar el camino hasta su casa, y al cabo de unas horas volverá a estar sepultado. Las ramas desnudas se engalanan de blanco, como si estuvieran en flor, y las de hoja perenne se inclinan bajo el peso de la nieve. Los estudiantes extranjeros salen a la calle con chaquetas de plumón y gorros de lana, provistos de gruesas bolsas de plástico que usan a modo de trineos. Saltan por encima de la valla e intentan patinar en la superficie helada de la acequia que discurre en medio de la hondonada. A cierta distancia, Jim observa cómo ríen y se gritan en una lengua que él no comprende. Espera que no rompan nada. A veces inspecciona las jardineras cuando nadie está mirando, pero no hay señales de vida.

En el trabajo, las chicas de la cocina se quejan por estar de brazos cruzados y el señor Meade dice que el supermercado ya ha empezado a rebajar los comestibles de Navidad. Jim limpia las mesas, rociando y frotando, pese a que nadie las ensucia. Al anochecer, la nieve recién caída cruje bajo sus pies y el páramo parece dormitar, pálido a la luz de la luna. Una puntilla hecha de hielo ribetea las farolas y los setos.

Un día, bien entrada la noche, Jim barre la nieve que cubre los bulbos que ha plantado. Se trata de su más reciente proyecto. Allí no echa de menos los rituales. No necesita la cinta de embalar ni los saludos. Mientras se dedica a la jardinería sólo existen la tierra y él. Recuerda a Eileen y su bonsái, recuerda que lo llamó jardinero y, pese al frío glacial, lo invade una sensación de calidez. Desearía poder enseñarle lo que ha hecho.

Fue una de las enfermeras de Besley Hill quien se percató de que Jim era más feliz estando al aire libre y sugirió que echara una mano en el jardín. Al fin y al cabo, estaba completamente abandonado, dijo. Jim empezó poco a poco, rastrillando aquí, podando allá. Dejaba el gris edificio cuadrado a su espalda, se olvidaba de las ventanas con barrotes, las paredes verde lima, el olor a salsa de carne y desinfectante, los interminables rostros. Fue aprendiendo sobre la marcha. Vio cómo cambiaban las plantas según pasaban las estaciones. Descubrió lo que necesitaban. Al cabo de pocos años ya cultivaba sus propios arriates, en los que se mezclaban las caléndulas, las espuelas de caballero, las dedaleras y las malvarrosas. También tenían su rincón las hierbas aromáticas como el tomillo, la salvia, la menta y el romero, entre las que revoloteaban las mariposas como delicados pétalos. Se atrevía con todo. Hasta se las había arreglado para plantar esparragueras, así como groselleros y frambuesos. También le dejaron sembrar pepitas de manzana, aunque el psiquiátrico cerró antes de que pudiera verlas brotar. A veces las enfermeras le hablaban de sus propios jardines. Le enseñaban catálogos de semillas y le preguntaban cuáles deberían plantar. En cierta ocasión, al darle el alta, un médico le había regalado un pequeño cactus en maceta para que le diera suerte. Volvió a ingresar al cabo de unos meses, pero el médico le dijo que podía conservar la planta.

Jim ha perdido la cuenta de las veces que ha entrado y salido de Besley Hill a lo largo de los años. También ha perdido la cuenta de los médicos, enfermeras y pacientes que ha conocido; todos parecen compartir un mismo rostro, una misma voz, una misma bata. A veces se da cuenta de que algún cliente de la cafetería se queda mirándolo y no sabe si lo hace porque lo reconoce o porque lo encuentra extraño. Hay lagunas en su memoria, lagunas que abarcan semanas, meses, a veces más incluso. Evocar el pasado es como volver a un lugar que visitó en cierta ocasión y descubrir que se ha desvanecido, que no queda absolutamente nada.

Lo que no puede olvidar por más que quiera es la primera vez. Sólo tenía dieciséis años. Aún se ve a sí mismo en el asiento trasero del coche, asustado y negándose a salir. Ve a los médicos y enfermeras que bajaban presurosos los escalones de piedra, gritando «¡Gracias, señora Lowe! Nosotros nos encargamos de todo». Recuerda que le apartaron los dedos del asiento de piel al que se aferraba, y que ya entonces era tan alto que tuvieron que presionarle la cabeza para que no se golpeara al salir del vehículo. Conserva incluso el recuerdo de la enfermera que le enseñó las instalaciones después de tomar un calmante para dormir. Lo asignaron a una sala donde había otros cinco hombres, todos lo bastante mayores como para ser sus abuelos. Por las noches lloraban y llamaban a sus madres a gritos, y Jim también lloraba, pero daba igual porque nunca acudía nadie a sus llamadas.

Tras su primer empleo como basurero, probó otras cosas. Nada demasiado agotador. Cortaba el césped, apilaba leña, barría la hojarasca, repartía folletos. Cuando no estaba ingresado en Besley Hill, se alojaba en pisos compartidos, habitaciones alquiladas y viviendas tuteladas. Ninguno le duró demasiado. Lo sometieron a nuevas sesiones de electrochoque para tratar la depresión y le recetaron una mezcla de fármacos. Después de las inyecciones de morfina veía arañas saliendo de las bombillas y enfermeras con cuchillas en lugar de dientes. Entre los treinta y los cuarenta estaba tan delgado que el estómago se le hundía entre los huesos iliacos. En el centro de terapia ocupacional aprendió alfarería y dibujo, así como rudimentos de carpintería y francés para principiantes. Nada de todo ello impidió que recayera una y otra vez, a veces semanas o meses después de recibir el alta. La última vez que regresó a Besley Hill se resignó a no salir nunca del psiquiátrico. Y entonces lo cerraron.

La nieve recubre los setos y las enmarañadas clemátides. Las ramas glaseadas de los árboles se mecen como si sonara una música que sólo ellas pueden oír. Los coches reptan lentamente por las cimas heladas del páramo, y en las estribaciones más bajas la luz es de un vivo azul.

Es demasiado pronto para ver brotar señales de vida. El frío mataría los nuevos brotes, y la tierra está dura como una piedra. Jim se acuesta en la nieve, sobre sus bulbos, y estira los brazos para transmitirles calor. A veces, cuidar de algo que ya ha empezado a crecer es más peligroso que plantar algo nuevo.