15
El recital

Hacía un día perfecto para la función. La noche anterior habían pronosticado lluvia, pero cuando Byron despertó al alba no quedaba ni rastro de nubosidad. El cielo estaba despejado y una tenue luz rosada bañaba el páramo. Los macizos de flores llenaban el prado, formando un abigarrado tapiz donde se mezclaban el morado de los cardos, el blanco, rosado y naranja de los tréboles y los racimos amarillos del galio. Por desgracia, el césped del jardín también se había asilvestrado y las margaritas asomaban entre las largas briznas de hierba. Las rosas brotaban desaforadamente sobre la pérgola, invadiendo el sendero con sus tallos espinosos.

Byron pensó que James tenía razón, que el recital era una buena idea. Su madre seguía durmiendo. Le pareció prudente dejar que descansara todo lo posible.

Las tareas domésticas no eran su fuerte, pero al ver el caos que reinaba en la casa decidió que había que hacer algo antes de que llegaran los invitados. Como no sabía dónde dejar las mantelerías y platos sucios, optó por meterlo todo en los armarios de cocina, donde nadie los vería. Luego cogió el cubo y la fregona e intentó fregar el suelo de la cocina. No entendía por qué había tanta agua por todas partes. Intentó recordar cómo lo hacía su madre, pero sólo veía la escena del día del accidente, cuando Diana se había apresurado a recoger la leche derramada y la lechera rota, y al hacerlo se había cortado la mano. Su madre tenía razón. Parecía que hubiese pasado una eternidad desde aquella mañana a principios de junio en que todo empezó.

El traslado del órgano entrañó no pocas dificultades. La furgoneta se quedó atascada en uno de los angostos y empinados caminos que llevaban a la casa, y el transportista hubo de volver atrás y llamar desde una cabina telefónica para pedir ayuda.

—Quiero hablar con tu madre —dijo.

Byron contestó que en ese momento estaba ocupada.

—Yo también estoy ocupado, joder —replicó el hombre.

Cuatro hombres cargaron el órgano hasta la parte trasera de la casa a fin de introducirlo por las puertas acristaladas del salón. Tenían el rostro enrojecido y reluciente a causa del esfuerzo. Byron no sabía si debía darles algo, y lo único que se le ocurrió fue ofrecerles fruta. Los hombres le preguntaron si conocía el alfabeto, a lo que el chico contestó que sí, pero cuando lo invitaron a decir qué letra venía después de la S, se confundió y dijo que la R. No se le escapó la forma en que los operarios miraban la cocina, pero ignoraba si les llamaba la atención que todo estuviera impecable o todo lo contrario.

—¿Tú crees que la cocina parece una cocina? —preguntó a Lucy mientras lavaba su cuenco de Perico el conejo travieso.

La niña no tuvo tiempo de contestar, porque en ese momento Byron reparó en su aspecto. Llevaba el pelo enredado, calcetines desparejados y un gran roto en el vestido, desde el bolsillo hasta abajo.

—Lucy, ¿cuándo fue la última vez que te diste un baño?

—No lo sé, Byron. Nadie me lo prepara.

Se le acumulaban las tareas. Todas las cajas de cereales estaban vacías, así que le preparó un sándwich a su hermana. Después abrió las puertas acristaladas de par en par, las sujetó contra el muro y sacó las sillas del comedor a la solana, así como los taburetes de la cocina; los dispuso en semicírculo, vueltos hacia la casa. La luz del sol bañaba el órgano, que descansaba al otro lado de las puertas acristaladas. Lucy se apeó de la encimera del desayuno y posó los dedos sobre la reluciente tapa del instrumento.

—Me gustaría saber tocarlo —dijo con pesar.

Byron la cogió en brazos y la llevó arriba. Mientras le lavaba el pelo con jabón de glicerina Pears, preguntó a su hermana si sabía algo de costura, porque le faltaban varios botones en la camisa.

Cuando por fin llegó Andrea Lowe, acompañada por un joven trajeado, Byron creyó que todo se había ido al garete, que había dejado a James en casa.

—Hola —dijo el joven, y se le escapó un gallo.

Byron no salía de su asombro. Sólo habían pasado seis semanas desde el fin del curso, pero James se había convertido en una persona distinta. Había crecido. Su sedoso pelo rubio había adquirido un indefinido tono castaño y, en lugar del largo flequillo que le caía sobre la frente, lucía un corte a cepillo, revelando una frente pálida y con algunos granos. Un incipiente bigote despuntaba encima de su labio superior. Los chicos se estrecharon la mano y Byron retrocedió unos pasos, porque era como estar ante un perfecto desconocido.

—¿Todo a punto? —preguntó James. Cada vez que iba a apartarse el flequillo, recordaba que ya no lo tenía y se frotaba la frente.

—Todo a punto —confirmó Byron.

—Pero ¿dónde está tu madre? —preguntó la señora Lowe, mirando alrededor una y otra vez, como si la casa cambiara de forma cada vez que lo hacía.

Byron dijo que había ido a buscar a la concertista y su hija. Se abstuvo de mencionar que, por no llevar ya reloj de pulsera, había salido con retraso.

—Qué historia tan terrible la de esa niña —comentó la señora Lowe, negando con la cabeza—. James me lo ha contado todo.

Para sorpresa de Byron, todas las invitadas asistieron a la cita, y luciendo sus mejores galas para la ocasión. La madre nueva se había moldeado el pelo con ayuda del secador, y Deirdre Watkins hasta se había hecho la permanente. No paraba de tocarse la masa de rizos compactos, ahuecándola con los dedos, como si temiera que fueran a caerse.

—A Carlos I le sentaba muy bien ese peinado, desde luego —comentó Andrea Lowe.

Hubo un silencio incómodo, hasta que Andrea asió el brazo de Deirdre y le dijo que sólo era una broma. Las mujeres rompieron a reír.

—No me hagas caso —insistió Andrea.

Las mujeres habían llevado tupperwares repletos de entremeses y pasteles. Había ensalada de col blanca, ensaladilla rusa, riñones en salsa picante y espirales de hojaldre con queso, así como uvas, aceitunas, champiñones y ciruelas. También sacaron petacas cuyo contenido vertieron en vasos y fueron pasando de unas a otras. Se palpaba una gran expectación mientras la mesa del jardín se iba llenando de comida. Qué gran idea reunirse de nuevo, coincidieron todas; qué generosidad la de Diana al organizar aquel recital. Hablaban como si llevaran años sin verse. Las conversaciones giraban en torno a las vacaciones de verano, los niños, la ausencia de rutinas. Se preguntaban unas a otras sobre la delicada lesión de Jeanie mientras abrían las fiambreras y sacaban platos de plástico. Preguntaron a Byron qué podía contarles de la pobre niñita del aparato ortopédico. Era desolador, convinieron, que algo así pudiera pasarle a un niño por culpa de un pequeño accidente, aunque nadie estaba al corriente de la implicación de Diana. Pero sólo era cuestión de tiempo que se enteraran, Byron estaba seguro. Apenas podía moverse, tal era su angustia.

Cuando su madre remontó el camino de acceso en compañía de Beverley y Jeanie, Byron invitó a las madres a recibirlas con una pequeña salva de aplausos porque no sabía muy bien qué otra cosa hacer. La concertista y su hija iban sentadas en el asiento trasero del coche y llevaban gafas de sol. Beverley había comprado para la ocasión un holgado vestido negro con una aplicación de lentejuelas en forma de conejito que parecía brincar en torno a su escote.

—Estoy muy nerviosa —decía una y otra vez.

Sacó a Jeanie del coche, la sentó en la sillita de paseo y se dirigió a la casa. Las mujeres se apartaron a su paso. Byron preguntó a Jeanie qué tal estaba su pierna, y la niña asintió como diciendo que seguía igual.

—Puede que no vuelva a caminar en su vida —se lamentó Beverley.

Varias madres expresaron su compasión y se ofrecieron para empujar la sillita de Jeanie hasta el interior de la casa.

—Es por mi artrosis —explicó Beverley—. Hay días en que las manos me duelen muchísimo. Aunque mi sufrimiento no es nada comparado con el suyo. Es su futuro lo que me quita el sueño. Cuando pienso en todo lo que esta pobre niña va a necesitar…

Byron esperaba ver a Beverley hecha un manojo de nervios, y que se mostrara recelosa ante las madres de la escuela, teniendo en cuenta que la habían criticado y se habían reído de ella sin disimulo, pero sucedió todo lo contrario. Parecía estar en su salsa. Estrechó la mano a todas y cada una de las invitadas, afirmando que se alegraba mucho de verlas, y se aseguró de memorizar los nombres de todas, repitiéndolos en cuanto se presentaban.

—Andrea, qué bonito. Deirdre, qué bonito. Perdona… —dijo, dirigiéndose a la madre nueva—. Se me ha escapado tu nombre.

Era Diana la que parecía fuera de lugar. Ahora que Byron la veía entre las demás mujeres de Winston House, se daba cuenta de lo mucho que se había distanciado de ellas. El vestido de algodón azul le colgaba de los hombros como si fuera de otra persona, y el pelo le caía mustio y sin vida en torno al pálido semblante. Ni siquiera parecía recordar qué debía decir. Una de las madres mencionó los Juegos Olímpicos, y otra dijo que Olga Kórbut era un encanto, pero Diana se limitaba a morderse el labio. Entonces James anunció, un poco por sorpresa, que había preparado unas palabras a modo de presentación, y Beverley se apresuró a señalar que eso correspondía a la anfitriona.

—No, por favor… —protestó Diana débilmente—. No podría.

Intentó sentarse entre el público, pero las madres también insistieron para que hablase. «Sólo unas palabras», suplicó Andrea. James se apresuró a ofrecerle el discurso que llevaba escrito.

—Ah… —dijo ella—. Válgame Dios.

Diana ocupó su lugar en la solana y clavó los ojos en aquel papel que temblaba entre sus dedos.

—Amigas, madres, niños… buenas tardes.

Hubo alusiones a la caridad, a la música, y también algo acerca del futuro. Como fuere, apenas se la oía. Se interrumpía a media frase y volvía a empezar; se pellizcaba la muñeca y se enroscaba el pelo en torno a los dedos. Daba la impresión de que ni siquiera sabía leer. Incapaz de soportarlo, Byron prorrumpió de nuevo en aplausos. Por suerte, Lucy, que miraba a Jeanie con gesto ceñudo desde su silla del comedor, entendió que el recital había tocado a su fin y se levantó de un brinco al grito de «¡Viva, viva! ¿Ya podemos comer?». Fue un trance humillante para la niña, entre otras cosas porque algo raro pasaba con su pelo desde que Byron se lo había lavado, y le colgaba lacio y marchito, pero su reacción sirvió para romper el hielo y que los presentes apartaran los ojos de su madre.

Así que ése fue el primer suceso raro de la tarde, el hecho de que Diana se comportase de un modo tan extraño. El segundo —aunque tenía menos de raro que de sorpresa— fue descubrir que Beverley en efecto sabía tocar el órgano. Tocarlo de verdad. Lo que le faltaba de talento natural lo suplía con creces gracias a su empeño. En cuanto Diana se retiró discretamente y fue a sentarse en un taburete para escuchar el recital, Beverley esperó a que los aplausos fueran apagándose hasta que se hizo el silencio. Entonces se dirigió con paso decidido al centro del improvisado escenario. Sosteniendo la partitura con una mano y recogiéndose el vestido con la otra, se sentó delante del órgano. Cerró los ojos, levantó las manos por encima del teclado y empezó.

Sus dedos volaban sobre las teclas, y las lucecillas de colores bailaban ante ella como una sucesión de pequeños fuegos artificiales. Las mujeres se incorporaron en sus asientos, asintiendo con gesto de aprobación e intercambiando miradas. Tras la pieza inicial de corte clásico, Beverley continuó con algo más popular, sacado de la banda sonora de una película, y luego interpretó una pieza corta de Bach, seguida por un popurrí de los Carpenters. Byron cerraba las cortinas entre pieza y pieza para que ella pudiera tomar aire y cambiar la partitura. Fuera, James servía aperitivos. Las mujeres charlaban animadamente entre risas. Al principio, Byron se hacía a un lado mientras esperaba que Beverley se preparara para la siguiente pieza, tratando de pasar desapercibido. La mujer estaba a todas luces nerviosa. En cuanto las cortinas se cerraban, respiraba hondo varias veces, se alisaba el pelo y susurraba palabras de ánimo para sus adentros. Sin embargo, a medida que fue ganando confianza y los aplausos fueron creciendo en entusiasmo, también ella pareció distenderse, como sintiéndose más dueña de sí misma ante su público. Cuando Byron cerró las cortinas al finalizar la sexta pieza, Beverley lo miró de reojo, sonrió y le pidió que le preparara una jarra de Sunquick. Y cuando el chico le sirvió un vaso, dijo: «Qué mujeres más encantadoras.»

Al mirar por una rendija de las cortinas, Byron vio a James ofreciendo una galleta a Jeanie. La niña estaba sentada justo en el centro de la primera fila, con la pierna fuertemente ceñida por el aparato ortopédico de cuero. James la escrutaba sin disimulo.

—Estoy lista para la última pieza, Byron —anunció Beverley.

El chico se aclaró la voz para pedir silencio y descorrió las cortinas.

Beverley también esperó. Pero, en lugar de empezar a tocar, se volvió hacia el público sin levantarse de la banqueta y tomó la palabra.

Empezó diciendo lo agradecida que estaba a todas las presentes y lo mucho que significaba para ella contar con su apoyo. Su voz era aguda y chillona, y Byron tuvo que hincarse las uñas en las palmas para no gritar. Había sido un verano duro, continuó Beverley, y no sabía cómo habría sobrevivido sin la amabilidad de Diana.

—Di me ha apoyado desde el primer momento. No ha reparado en gastos para ayudarme. Porque debo reconocer que ha habido momentos en que yo… —Dejó la frase inacabada y se esforzó por sonreír—. Pero no nos pongamos tristes. Hoy es un día feliz. Así que mi última pieza es una de mis preferidas, y también de Di. Interpretaré un tema de Donny Osmond, no sé si lo conocéis…

La madre nueva contestó:

—¿No eres un poco mayor para Donny? ¿Qué me dices de Wayne?

A lo que Beverley replicó:

—Pero es que a Di le gustan jóvenes. ¿A que sí, Di?

Las madres bebían de sus petacas y todo el mundo reía, incluida Beverley.

—Bueno, ésta os la dedico a vosotras —dijo—, sean cuales sean vuestras preferencias. —E invitó al público a acompañarla cantando si le apetecía—. ¿Por qué no vienes hasta aquí y bailas para nosotras, Di? —añadió.

Diana dio un respingo, como si le hubiesen tirado un guijarro.

—No podría. No puedo.

Beverley miró a su público con gesto cómplice.

—Ja, se hace la modesta. Pero yo la he visto bailar, y creedme, se mueve con una gracia inigualable. Ha nacido para bailar. ¿A que sí, Di? Ningún hombre se le resistiría.

—Por favor, no…

Pero Beverley hizo oídos sordos a sus ruegos. Fue hasta Diana y le asió ambas manos para que se incorporara. Entonces la soltó para pedir más aplausos, pero Diana debía de estar apoyada en ella, porque se tambaleó y dio un traspié.

—¡Cuidado! —dijo Beverley entre risas—. A lo mejor deberíamos dejar el vaso aquí, ¿no crees, Di?

Las mujeres rieron, pero Diana insistió en llevarse el vaso consigo.

Era como ver a un animal encadenado al que conducían al matadero y azuzaban con un palo. Nunca debió ocurrir. Diana seguía oponiendo resistencia, o intentándolo, mientras Beverley la conducía hacia el órgano. Intentó persuadir a las presentes de que no sabía bailar, pero para entonces habían despertado su curiosidad y se mostraron insistentes. Diana tropezó varias veces mientras se abría paso entre las sillas. Byron intentó llamar la atención de James moviendo los brazos con frenesí, articulando un «¡No, no!», pero su amigo sólo tenía ojos para Diana. La contemplaba fascinado, con el rostro encendido, como si le hubiese dado el sol, como si nunca hubiese visto nada tan hermoso. Él también quería que bailara.

Diana ocupó su lugar en la solana. Se veía pálida y menuda con ese vestido azul. Parecía ocupar menos espacio del que le correspondía. Aún sostenía el vaso, pero se había olvidado de los zapatos. A su espalda estaba Beverley, con el pelo negro cardado, las manos dispuestas sobre el teclado. Byron no podía mirar. La música empezó.

Fue la mejor interpretación de Beverley. Introdujo florituras, tocó unos acordes tan tristes que casi se detuvo, y luego atacó el estribillo con tal entusiasmo que varias madres le hicieron coro. Mientras tanto, en el centro del escenario, Diana se movía a trompicones, torpe y desmadejada. Levantó las manos y agitó los dedos pero trastabillaba una y otra vez, y costaba distinguir los pasos de baile de los tropiezos. Era como ser testigo de algo tan personal, tan íntimo, que nadie debería verlo. Para Byron era como ver a su madre por dentro y constatar su terrible fragilidad. Aquello lo superaba. En cuanto la música dejó de sonar, Diana tuvo la presencia de ánimo de saludar al público y hacer una pequeña reverencia antes de volverse hacia Beverley aplaudiendo. Ésta se inclinó brevemente y fue a abrazar a la anfitriona.

No hubo ninguna alusión al accidente ni a Digby Road. Beverley se limitó a sujetar a Diana, obligándola a acompañar sus movimientos cada vez que se inclinaba hacia delante en sucesivas reverencias. Fue como asistir a un segundo número, protagonizado por una ventrílocua y su muñeca.

Diana trató de excusarse. Necesitaba beber agua, dijo, pero Andrea Lowe se ofreció para ir a la cocina en busca de un vaso. Instantes después estaba de vuelta, riendo a carcajadas.

—Mira que he visto cosas raras, Diana, pero es la primera vez que abro un armario de cocina y me encuentro unos calcetines.

Byron apenas podía respirar. Beverley charlaba animadamente con las madres cuando Diana se retiró a un rincón y se sentó con las manos sobre el regazo. Algunas invitadas le preguntaron si necesitaba algo, si se encontraba bien, pero ella les devolvió una mirada perdida, como si no entendiera lo que decían. Cuando Byron y James llevaron las sillas de vuelta al comedor, aquél preguntó a su amigo qué opinaba ahora que había visto la lesión de Jeanie con sus propios ojos, pero James no lo escuchaba. Sólo sabía hablar del éxito del recital. No tenía ni idea de que Diana supiera bailar así, dijo.

Fuera, Beverley se había sentado con Jeanie en medio de las madres. Ventiló sus opiniones en materia de política, la situación del país, las más que probables huelgas. Preguntó qué opinaban las presentes de Margaret Thatcher, y cuando varias se llevaron la mano a la boca y vociferaron «¡No es más que una ladrona de leche!», Beverley negó con la cabeza.

—Hacedme caso, esa mujer es el futuro —sentenció.

Byron nunca la había visto tan segura de sí misma, tan animada. Les habló de su padre, el párroco, y les contó que se había criado en una casita de campo que se parecía mucho a Cranham House, ahora que lo pensaba. Beverley y las madres intercambiaron números de teléfono, sugirieron visitas. Y cuando una de ellas —la nueva, quizá— se ofreció para llevarla en su coche y ayudarla con la sillita de Jeanie, Beverley dijo que estaría encantada de aceptar su ayuda, siempre que no le supusiera una molestia.

—El problema es mi artritis. Es increíble que pueda tocar, con lo mal que tengo las manos. Mirad a la pobre Di. No puede con su alma.

Todos opinaban que el recital había sido un éxito rotundo. «¡Adiós, adiós, Di!», se despedían las madres mientras recogían sus tupperwares vacíos y regresaban a sus coches. Tan pronto como se fueron, Diana se sirvió un vaso de agua y se fue arriba. Cuando Byron fue a su habitación media hora más tarde, ya estaba dormida.

Él, en cambio, volvió a pasar mala noche. Acostó a Lucy y cerró las puertas. Había tantas cosas que ocultar: el tapacubos, la compra del órgano de Beverley, la lesión de Jeanie, y ahora la fiesta en Cranham House. No sabía cómo se las arreglarían para seguir adelante.

Esa noche el teléfono sonó a las nueve en punto, pero Diana no se despertó. Volvió a sonar a primera hora de la mañana. Byron lo cogió, esperando oír la voz de su padre.

—Soy yo —dijo James. Sonaba agitado.

Byron le dio los buenos días y le preguntó cómo estaba, pero James se limitó a contestar:

—Ve a buscar el cuaderno de notas.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Es una emergencia.

Las manos de Byron temblaban mientras hojeaba el cuaderno. Había algo en la voz de James que le infundía temor.

—Vamos, vamos, date prisa —lo urgió James.

—No entiendo. ¿Qué quieres que busque?

—El boceto. El que dibujaste de la pierna de Jeanie. ¿Lo tienes ya?

—Casi.

Byron buscó la página en cuestión.

—Descríbemelo.

—No es gran cosa…

—Tú sólo dime lo que ves.

Byron habló despacio. Describió a Jeanie con su vestido azul de manga corta, los calcetines arrugados, sus trenzas negras.

—Aunque no me han quedado muy bien, que digamos. Parecen dos churros…

James lo interrumpió bruscamente.

—Busca el esparadrapo.

—Aquí está, en su rodilla derecha. Es un cuadrado grande. Aquí sí que me esmeré. —Al otro lado de la línea hubo un silencio sepulcral, como si James hubiese sido engullido. Byron sintió que se le erizaba la piel, a causa del frío y el miedo—. ¿Qué ocurre, James? ¿Qué ha pasado?

—Ésa no es la pierna enferma, Byron. El aparato ortopédico lo lleva en la izquierda.