5
La visita

La noticia de que Jeanie había recibido dos puntos inquietó profundamente a James.

—Eso no es nada bueno —dijo—. Podría comprometer a tu madre.

—Pero el accidente no fue culpa suya.

—Aun así —contestó James—. Todo se complica si existe alguna prueba de una lesión. Imagina que Beverley decide acudir a la policía.

—No lo hará. Mi madre le cae bien. Es la única que se mostró amable con ella.

—Tendrás que vigilarla muy de cerca.

—Pero no creo que volvamos a casa de Beverley.

—Hum… —James jugueteó con el flequillo, prueba de que estaba reflexionando—. Tenemos que organizar otro encuentro.

A la mañana siguiente, Byron y su madre regresaban a casa tras dar de comer a los patos. Lucy seguía durmiendo. Diana había saltado por encima de la valla para coger los huevos que ahora sostenían, uno cada uno, mientras avanzaban con cuidado por la hierba. El sol aún no había salido del todo y, atrapado en su débil, raso haz de luz, el rocío se extendía sobre el prado como una pátina plateada, por más que debajo hubiese una costra de tierra dura y agrietada. Las margaritas salpicaban de blanco las colinas más bajas, mientras la negra sombra de los árboles desnudos se derramaba en el suelo, huyendo del sol. El aire olía a nuevo y a verde, como la menta.

Hablaron un poco sobre las tan esperadas vacaciones de verano. Diana le sugirió que invitara a algún amigo a merendar.

—Es una lástima que James ya no pueda venir —dijo—. Ya debe de haber pasado casi un año.

—Todo el mundo anda muy atareado con el examen de acceso a secundaria. —Byron no quería mencionar que, desde lo sucedido en el estanque, James no tenía permiso para volver a su casa.

—Los amigos son importantes. Hay que cuidarlos. Yo tenía muchos, pero ya no los tengo.

—¿Cómo que no? Si tienes a las madres del cole…

Diana no respondió enseguida.

—Sí —asintió al fin, pero con desgana.

El sol naciente relucía ahora con más fuerza sobre el páramo, cuyos morados, rosas y verdes empezaban a brillar con tal intensidad que parecían pintados por Lucy.

—Si no tengo amigos es culpa mía —añadió.

Caminaron en silencio. Las palabras de su madre lo apenaron. Era como descubrir que había perdido algo importante sin darse cuenta. Pensó en lo mucho que James había insistido en que deberían celebrar otra reunión con Beverley. Recordó asimismo lo que su amigo le había dicho acerca de la magia: era posible hacer que una persona creyera en algo enseñándole sólo una parte de la verdad y ocultando las demás. Su corazón empezó a latir con fuerza.

—A lo mejor Beverley podría ser tu amiga —dijo.

Diana lo miró con gesto confuso y luego soltó una carcajada.

—Ah, no. No creo.

—¿Por qué no? Le caes bien.

—Porque no es tan sencillo, Byron.

—No veo por qué. Lo es para James y para mí.

Diana se agachó para coger una espiguilla de avena, deslizó la uña por la punta y dejó a su paso una estela de leves y sedosas semillas, pero no dijo nada más sobre la amistad. Byron tuvo la sensación de que nunca la había visto tan desvalida. Señaló una orquídea piramidal y también una mariposa reina, pero Diana no contestó. Ni siquiera levantó los ojos.

Fue entonces cuando él se percató de lo desdichada que era su madre. No se trataba sólo del accidente de Digby Road ni de los dos puntos de Jeanie. Había otra pena, más profunda, cuyas raíces eran distintas. Byron sabía que a veces los adultos tenían motivos para estar tristes. Ante determinadas circunstancias, no cabía otra reacción. La muerte, por ejemplo. No había manera de evitar el dolor de la pérdida. Diana no había acudido al funeral de su propia madre, pero había llorado al recibir la noticia. Byron la recordaba de pie, abrazándose a sí misma, sacudida por el llanto. Y cuando su padre había dicho «Vamos, Diana, ya basta», había dejado caer los brazos a los lados del cuerpo y lo había mirado con una expresión de dolor tan inequívoca, los ojos enrojecidos, la nariz moqueando, que el chico se había sentido incómodo. Era como verla desnuda.

Así que eso era lo que se sentía al perder a una madre. La tristeza era una reacción natural. Pero nunca se le habría ocurrido que Diana pudiera sentirse triste del mismo modo que le sucedía a él a veces, porque sabía que algo no estaba bien aunque no acertara a ponerle nombre. Él sabía cómo remediarlo.

En la intimidad de su habitación, Byron sacó la lista de los atributos de Diana que James había elaborado por partida doble. Imitando la letra de su amigo, porque era algo más inteligible que la suya —y que la de su madre, por supuesto—, y rematando con florituras los rabitos de las G y las Y, empezó a escribir. Se presentó como Diana Hemmings, la amable señora que iba al volante del Jaguar aquella desafortunada mañana en Digby Road, y empezó por decirle a la «querida Beverley» que esperaba no molestarla. Se preguntaba si sería tan amable de aceptar su invitación para tomar el té en Cranham House. Incluyó en el sobre el número de teléfono, la dirección y también una nueva moneda de dos peniques que sacó de su hucha para sufragar el billete de autobús. «Espero que con esto te alcance», añadió, aunque lo tachó por sonarle demasiado infantil y lo reemplazó por algo más refinado: «Confío en que sea suficiente.» Firmó la carta con el nombre de su madre. En la posdata, añadió una observación sobre la bondad del clima. Era esa clase de interés por los detalles, pensó, lo que lo distinguía de los demás a la hora de escribir cartas. En una segunda posdata, pedía a Beverley que destruyera la misiva tras leerla, pues «se trata de un asunto personal, algo que debe quedar entre nosotras».

Se acordaba de la dirección, claro está. Cómo olvidarla. Con la excusa de enviar un dibujo al programa infantil «Blue Peter», Byron pidió un sello a su madre y echó la carta en el buzón esa misma tarde.

Era una sarta de mentiras y Byron lo sabía, pero mentiras piadosas que no harían daño a nadie. Además, su noción de la verdad estaba en entredicho desde lo sucedido en Digby Road. Resultaba difícil distinguir el punto a partir del cual las cosas se apartaban de una versión para convertirse en otra. No pudo estarse quieto en lo que quedaba de día. ¿Recibiría Beverley la carta? ¿Llamaría por teléfono? Byron había preguntado varias veces a su madre cuánto tardaba en llegar una carta, y las horas exactas a las que se hacían el primer y el segundo reparto. Esa noche apenas durmió. En la escuela no apartaba los ojos del reloj de pared, esperando que las manecillas se movieran. Estaba demasiado nervioso para confiar su plan a James. El teléfono sonó el día siguiente por la tarde.

—Cranham cero seis unos dos —contestó su madre desde la mesita con tablero de cristal.

Byron no alcanzó a oír toda la conversación. En un primer momento, su madre sonaba cautelosa.

—Perdone —dijo—, ¿quién llama? —Pero al cabo la oyó contestar—: Sí, por supuesto. Me encantaría.

Incluso soltó una risita cordial. A continuación, colgó el teléfono y se quedó unos momentos en el recibidor, sumida en sus pensamientos.

—¿Algo interesante? —preguntó Byron, bajando la escalera como si tal cosa y siguiéndola hasta la cocina.

—Beverley vendrá mañana. A tomar el té.

Byron no supo qué decir. Tenía ganas de reír, pero eso lo hubiese delatado y su secreto hubiese salido a la luz, por lo que hizo algo distinto, una especie de carraspeo. Se moría de ganas de contárselo a James.

—¿Le mandaste una carta, Byron?

—¿Yo?

—Beverley ha mencionado una invitación.

Byron notó que se ponía rojo.

—A lo mejor se refería a cuando le llevamos los regalos. Le diste nuestro número de teléfono y le dijiste que no dudara en llamar, ¿te acuerdas?

Diana pareció darse por satisfecha con esa explicación. Se colocó el delantal por encima de la cabeza y empezó a sacar harina, huevos y azúcar del armario.

—Tienes razón —concedió—. A veces parezco tonta. No va a pasar nada porque venga a tomar el té.

James no estaba tan seguro de eso, lo que desconcertó a Byron. Si bien reconocía que su amigo había sido muy astuto escribiendo a Beverley en nombre de su madre, y se alegraba de que las mujeres fueran a verse de nuevo, habría preferido que lo hicieran en terreno neutral.

—Si hubieses quedado con ella en el centro, por ejemplo, podría presentarme allí como por casualidad. Podría entrar, decir «Vaya, qué sorpresa», y unirme a vosotros.

—Pero mañana puedes venir a casa a tomar el té.

—Eso no es posible, por circunstancias ajenas a mi voluntad.

Lo que sí hizo James fue dar a Byron una serie de instrucciones. Debía tomar nota de todo. ¿Tenía una libreta nueva? Byron dijo que no y James sacó un cuaderno pautado de la cartera. Desenroscó el capuchón de su estilográfica y escribió «Operación Perfecta» en la cubierta. Las notas deberían incluir observaciones sobre la conversación entre las mujeres, y en especial todo lo relacionado con la lesión de Jeanie, sin descuidar ningún detalle, por pequeño e insignificante que fuera. Byron debía ser todo lo minucioso que le permitieran las circunstancias y aportar referencias concretas, como fechas y horas.

—Y una cosa más: ¿tienes tinta invisible en casa? Esto debe quedar entre nosotros.

Byron dijo que no. Estaba reuniendo envoltorios de chicle Bazooka para conseguir el anillo de rayos X, pero aún le faltaban muchos.

—Y además no me dejan comer chicle —añadió.

—Da igual —repuso James—. En las vacaciones te enviaré un alfabeto en clave.

E insistió en que los puntos de Jeanie eran un asunto preocupante. Era crucial averiguar todo lo posible acerca de eso. Pero no parecía angustiado ante la perspectiva del encuentro. A lo sumo, emocionado. Apuntó su número de teléfono con letra primorosa en la contracubierta del cuaderno de ejercicios y pidió a Byron que lo llamara tan pronto hubiese novedades. Debían mantenerse en contacto durante el verano, dijo.

Byron se percató de que su madre parecía nerviosa cuando fue a recogerlo. Los chicos de los cursos superiores cantaban y lanzaban sus gorras al aire, las madres sacaban fotos y algunas hasta habían montado mesas de caballetes para celebrar un picnic de despedida, pero Diana tenía prisa por volver al coche. Ya en casa, se lanzó a una actividad frenética, sacando servilletas limpias y haciendo sándwiches que luego envolvía con film transparente. Dijo que le daría un lavado rápido al Jaguar antes de meterlo en el garaje, pero luego se distrajo disponiendo las sillas y comprobando su propio aspecto en el espejo y acabó olvidándose del coche, todavía aparcado en el camino de acceso.

Las invitadas llegaron con media hora de retraso. Al parecer, se habían apeado del autobús antes de la cuenta y habían tenido que recorrer a pie el resto del camino, cruzando los campos que se extendían a los pies de la casa. Beverley tenía el pelo muy tieso (posiblemente había abusado de la laca) y lucía un vestido corto de colores llamativos con un estampado de grandes flores tropicales. Se había aplicado demasiada sombra turquesa en los párpados y se le habían formado dos gruesos cercos. Asomando bajo el ala de la pamela violeta, sus ojos se veían desproporcionadamente grandes.

—Has sido muy amable invitándonos —fue lo primero que dijo—. Estamos muy emocionadas. No hemos hablado de otra cosa en todo el día.

Y acto seguido se disculpó por el estado de sus medias, surcadas de carreras y diminutos abrojos. Qué amabilidad la de Diana por dedicarles su precioso tiempo, insistió. Prometió que no se quedarían mucho rato. Byron pensó que parecía tan nerviosa como su madre.

La niña, más pequeña que Lucy, llevaba uniforme escolar a cuadros y una fina melena negra casi hasta la cintura. En la rodilla derecha tenía un gran apósito cuadrado de esparadrapo para proteger los dos puntos. Al ver la herida, Diana dio un respingo.

—Tú debes de ser Jeanie —dijo, inclinándose para saludarla—. Me temo que mi hija no está en casa.

Jeanie se escondió detrás de su madre. Parecía una niña asustadiza.

—No te preocupes por tu rodilla —le dijo Beverley levantando la voz en tono animoso, como si hubiese espectadores mirando desde el páramo y quisiera que la oyeran—. No va a pasarte nada. Estás perfectamente.

Diana se retorció las manos con fuerza.

—¿Ha caminado mucho? ¿Necesita cambiarse?

Beverley le aseguró que la ropa de la niña estaba limpia. En los últimos días apenas se notaba su cojera, añadió.

—Estás mucho mejor, ¿a que sí?

A modo de asentimiento, Jeanie hizo una extraña mueca con los labios, como si un gran caramelo de tofe se le hubiese pegado a la dentadura.

Diana sugirió que se sentaran fuera, en las nuevas tumbonas, mientras ella iba por las bebidas. Después les enseñaría el jardín. Pero Beverley preguntó si podían quedarse dentro, pues el sol le daba dolor de cabeza a Jeanie. Parecía incapaz de mantener la mirada fija en un punto. Se le fueron los ojos más allá de Diana y abarcó todo el recibidor, deteniéndose brevemente en la madera pulida, los jarrones con flores, el empapelado de estilo georgiano, las cortinas colgadas de barras de hierro con intrincados remates.

—Vaya casa.

Lo dijo del mismo modo que Lucy hubiese dicho «vaya natillas» o «vaya galletas».

—Pasad, pasad —les indicó Diana—. Tomaremos el té en el salón.

—Vaya, vaya… —repitió Beverley en el mismo tono ponderativo, al tiempo que entraba—. Ven, Jeanie.

—He dicho «salón», pero no es tan señorial como suena. —Diana las condujo por el pasillo, y sus esbeltos tacones repiquetearon en el suelo, seguidos por el chancleteo de las sandalias de Beverley—. El único que lo llama así es mi marido, que nunca está en casa. Bueno, sí que está, pero sólo los fines de semana. Trabaja para un banco en la City. El caso es que no sé por qué lo llamo salón. Mi madre hubiese dicho «salita», pero nunca cayó demasiado bien a Seymour. —Diana se estaba yendo por las ramas y sonaba incongruente—. En realidad, no acabo de encajar en ningún sitio.

Beverley no decía nada. Se limitaba a seguirla, escudriñándolo todo a su paso. Diana le dio a elegir entre té, café o algo más fuerte, pero ella insistió en tomar lo mismo que su anfitriona.

—Pero si eres la invitada.

Beverley se encogió de hombros. Reconoció que no le haría ascos a un snowball o a algo con gas, como una cola de cereza.

—¿Un snowball? —Diana pareció sorprendida de que le pidiese un cóctel de licor de yema de huevo y limonada—. Me temo que no podrá ser. Tampoco tenemos refrescos. A mi marido le gusta tomar un gin-tonic los fines de semana, así que siempre tengo Gordon’s y Schweppes en la despensa. También hay whisky en su despacho, si te apetece. —Y le preguntó si quería un par de medias de las suyas para reemplazar las que llevaba—. Tendrán que ser de la marca Pretty Polly, si no te importa.

Beverley dijo que no le importaba en absoluto, y que tomaría una naranjada.

—Byron, por favor, suelta esa libreta y encárgate del sombrero de Beverley.

Diana abrió la puerta del salón con gesto vacilante, como si temiese que algo se abalanzara sobre ella.

—Oh, vaya, ¿dónde está tu hija? —observó de pronto.

No le faltaba razón. En la corta distancia que separaba el recibidor del salón, la niña se había esfumado.

Beverley volvió sobre sus pasos y empezó a llamar a la niña a voz en grito, sin más interlocutor que las paredes revestidas con listones de madera, la mesita con tablero de cristal y los cuadros de motivos náuticos de Seymour. Era como si Jeanie se hubiese transformado en parte material de la casa y fuera a aparecer de pronto, sin más. La mujer parecía azorada.

La búsqueda empezó de un modo tranquilo. Diana llamaba a Jeanie por su nombre, al igual que Beverley, aunque sólo la anfitriona la buscaba con aire resuelto. De pronto, empezó a inquietarse. Salió al jardín y llamó de nuevo a la niña. Al no obtener respuesta, pidió a Byron que fuera a buscar toallas. Iría hasta el estanque. Beverley no paraba de decir que lo sentía. Que sentía mucho causar tantas molestias. «Esta niña acabará conmigo», se lamentó.

Diana ya se había quitado los zapatos y corría por el césped.

—Pero ¿cómo iba a saltar la valla? —preguntó Byron a voz en grito, corriendo tras ella—. Tiene una herida en la rodilla, ¿recuerdas?

El pelo de su madre ondeaba como un manojo de serpentinas doradas. Allí abajo no había rastro de Jeanie.

—Debe de estar en la casa —caviló Diana, volviendo a cruzar el jardín.

Al entrar en el vestíbulo, Byron sorprendió a Beverley leyendo la etiqueta del abrigo de su madre.

—Jaeger —decía para sus adentros—. Vaya, vaya…

El chico debió de sobresaltarla, porque se volvió hacia él con un gesto iracundo que sólo después se convirtió en sonrisa.

La búsqueda prosiguió en la planta baja. Beverley iba abriendo todas y cada una de las habitaciones, que inspeccionaba antes de pasar a la siguiente. Cuando Byron fue a mirar por segunda vez en la planta de arriba se percató de que la puerta de la habitación de Lucy estaba abierta de par en par, y se detuvo. Encontró a Jeanie acurrucada como una muñeca de trapo en la cama. En la media hora que llevaban buscándola, llamándola a gritos en el jardín, en el prado y junto al estanque, la niña se había quedado dormida. Tenía los brazos estirados sobre la almohada, dejando a la vista dos gruesas costras, como fresas aplastadas, en los codos. Se había tapado con la sábana.

—¡La he encontrado! —anunció a las mujeres—. Tranquilas, está sana y salva.

Con dedos temblorosos, Byron marcó el número de James en la mesita de cristal de su madre. Tenía que hablar en susurros, pues no había pedido permiso para llamar.

—¿Quién es? —preguntó la madre de James.

Sólo a la tercera logró hacerse entender, y luego tuvo que esperar otros dos minutos para que se pusiera James. Cuando Byron le explicó que Jeanie se había perdido y que él la había encontrado dormida, su amigo preguntó:

—¿Sigue en la cama?

—Afirmativo. Sí.

—Bien. Vuelve arriba y examínale la herida mientras duerme. Bonne chance, Byron. Lo estás haciendo muy bien. No olvides dibujar un croquis.

Byron volvió a la habitación de puntillas. Con suma delicadeza, levantó la sábana. Jeanie respiraba pesadamente por la boca, como si estuviera constipada. Byron tragaba saliva y el corazón le latía con fuerza El apósito parecía firmemente pegado a la piel. Jeanie tenía las piernas delgaduchas, sucias a causa de la caminata. Byron sostuvo la yema del dedo justo por encima de la angulosa protuberancia de su rodilla. No había sangre en el apósito. Parecía nuevo.

Justo cuando deslizaba la uña por debajo del esparadrapo, Jeanie se despertó de golpe. Byron se llevó tal susto que reculó bruscamente y chocó contra la casa de muñecas de Lucy. Al verlo, Jeanie fue presa de un ataque de risa que sacudió todo su cuerpecito. Algunos de sus dientes semejaban cuentas ennegrecidas y agrietadas.

—¿Quieres que te lleve en brazos? —le ofreció Byron cuando se calmó.

La niña asintió y le echó los brazos al cuello sin decir palabra. Byron se sorprendió de su levedad. Apenas si estaba allí. Bajo su uniforme escolar de algodón sobresalían omóplatos y costillas. Tuvo la precaución de no tocarle la rodilla y, aferrada a él, la niña estiró la pierna herida con cuidado para proteger el apósito.

Abajo, los desvelos de Beverley parecían haberse traducido en hambre. Estaba en el salón, tomando sándwiches de pepino y parloteando sin cesar. Cuando Byron apareció con Jeanie, asintió con impaciencia y siguió a lo suyo. Preguntó a Diana dónde había comprado los muebles, si prefería los platos de porcelana o de plástico, a qué peluquería iba. Preguntó por la marca del tocadiscos, si era de buena calidad, y si sabía que no todos los aparatos eléctricos se fabricaban en Inglaterra. Diana sonrió educadamente y dijo que no lo sabía, no.

—El futuro está en las importaciones —afirmó Beverley—, ahora que la economía anda tan revuelta.

Luego alabó la calidad de las cortinas. De las moquetas. De la chimenea eléctrica.

—Tienes una casa preciosa. —Sándwich en mano, señaló las nuevas lámparas de cristal—. Pero yo no podría vivir aquí. Me daría miedo que entraran a robar, con la de cosas buenas que tienes. Yo soy más de ciudad.

Diana sonrió. Ella también era urbanita, dijo.

—Pero a mi marido le gusta el aire del campo. En todo caso… —cogió su vaso y agitó los cubitos de hielo— tiene una escopeta. Por si hay una emergencia. La guarda bajo la cama.

Beverley pareció alarmarse.

—¿Y la usa?

—Qué va. Lo único que hace es empuñarla. Tiene una chaqueta de tweed especial para cazar, y también una gorra. Todos los años, en agosto, se va de cacería a Escocia con sus compañeros de trabajo, aunque lo detesta. Los mosquitos lo acribillan. Tienen predilección por él.

Por unos instantes, ambas guardaron silencio. Beverley peló la corteza de otro sándwich y Diana contempló su vaso.

—Pues vaya panoli… —comentó Beverley.

Diana no pudo reprimir una súbita carcajada. Miró de reojo a Byron y ocultó el rostro para que éste no la viera.

—No debería reírme, no debería —decía entre risas.

—¿Cómo no vas a reírte? De todos modos, yo preferiría golpear al ladrón en la cabeza. Con una maza o algo parecido.

—Ay, qué graciosa eres… —dijo Diana secándose los ojos.

Byron cogió su cuaderno y apuntó que su padre tenía una escopeta y que Beverley probablemente tenía una maza. Le hubiese gustado comer uno de aquellos diminutos sándwiches cortados en triángulos, pero Beverley parecía creer que eran todos para ella. Se había puesto el plato sobre el regazo y mordisqueaba la mitad de cada sándwich antes de atacar el siguiente. Ni siquiera paró de comer cuando Jeanie le tiró del brazo y pidió volver a casa. Byron dibujó para James un croquis de la pierna de la niña con la ubicación exacta del apósito. También situó la acción en el tiempo, pero se llevó un chasco cuando quiso levantar acta de la conversación. Pese a que ambas mujeres apenas se conocían, se centraron en cotilleos de todo tipo, aunque debía reconocer que nunca había visto a su madre riendo como cuando Beverley llamó pánfilo a Seymour. Ese episodio no lo apuntó.

Lo que sí apuntó fue: «Beverley repitió tres veces que D.H. es una mujer afortunada. A las 17.15 dijo: “Ojalá hubiese hecho algo de provecho con mi vida, como tú.”»

Beverley también aseguró a Diana que en el futuro habría que pensar a lo grande para salir adelante, pero Byron tenía la mano cansada de tanto escribir, así que decidió dibujar un plano de la estancia.

Mientras tanto, Beverley pidió un cenicero y sacó del bolso un paquete de cigarrillos. Cuando Diana dejó una pequeña vasija de barro barnizada al lado de Beverley, ésta le dio la vuelta.

—No parece hecho aquí —dijo, examinando la tosca base de barro—. Interesante.

Diana le explicó que había pertenecido a la familia de su esposo, y que éste se había criado en Birmania, antes de que las cosas se torcieran. Beverley masculló algo sobre el glorioso pasado del Imperio, pero Diana no la escuchó porque estaba buscando su delgado encendedor chapado en oro. Lo sostuvo ante Beverley para que encendiera el cigarrillo.

—Nunca adivinarás a qué se dedicaba mi padre —dijo ésta tras exhalar una bocanada de humo, y sonrió—. Párroco. Soy la hija del párroco, y mira de qué me ha servido. Me quedé preñada a los veintitrés, vivo en una casa de protección oficial y ni siquiera tuve una boda.

Hacia el final de la tarde, Diana dijo que podía llevarlas en coche hasta el centro, pero Beverley rehusó el ofrecimiento. Mientras se dirigían a la puerta, se deshizo en agradecimientos por las bebidas y los sándwiches. Sólo cuando Diana preguntó «Pero ¿y su pierna?» empezó la niña a cojear como si tuviera una pata de palo.

Jugueteando con la pamela entre las manos, Beverley insistió en que cogerían el autobús. Diana ya había hecho más que suficiente y no quería robar ni un minuto más de su valioso tiempo. Cuando Diana replicó que su tiempo no era tan valioso, y que ahora que habían empezado las vacaciones no sabría cómo llenar sus días, Beverley soltó una carcajada que se parecía a las de Seymour, como si hubiese tratado de sofocarla en vano.

—Bueno, ¿qué tal si quedamos la semana que viene? —sugirió. Y volvió a dar las gracias a Diana por la merienda y las medias Pretty Polly. Las lavaría y se las devolvería el lunes.

—¡Adiós, adiós! —dijo Diana, agitando la mano desde el portal antes de volver a entrar.

Byron no estaba seguro, pero creyó ver a Beverley detenerse delante del Jaguar. Parecía examinar el capó, las portezuelas, las ruedas, como si fueran cosas dignas de interés y las registrara en su memoria.

Tras la visita, Diana estaba de buen humor. Byron la ayudó a lavar los platos y vasos, y ella le dijo lo mucho que había disfrutado de la tarde. Más de lo que esperaba, añadió.

—Hace tiempo conocí a una mujer que sabía bailar flamenco, con su vestido de volantes y todo. Tendrías que haberla visto. Levantaba los brazos así y se ponía a zapatear, y era lo más hermoso que he visto nunca.

Alzó los brazos por encima de la cabeza, formando un arco. Pisoteó el suelo varias veces, haciendo sonar los tacones. Byron nunca la había visto bailar así.

—¿De qué la conocías?

—Ah… —repuso Diana, dejando caer los brazos y cogiendo el paño de cocina—. Fue hace mucho tiempo. No sé por qué me ha venido a la cabeza.

Luego guardó los platos secos en el aparador, cerró la puerta con un chasquido y fue como si su versión bailarina también hubiese quedado encerrada en el mueble. Tal vez aquella nueva alegría tuviera que ver con la visita de Beverley. Ahora que Byron tenía a James de su parte, todo parecía ir a mejor. Diana fue a buscar un periódico viejo para encender una hoguera.

—No has visto mi encendedor, ¿verdad? —preguntó—. No recuerdo dónde lo he dejado.