5
Mal de la cabeza
Seymour contrató a una mujer de mediana edad para cuidar a los niños. Se llamaba señora Sussex. Llevaba faldas de tweed y gruesas medias, y tenía dos lunares peludos como arañas. Dijo a los niños que su marido pertenecía a las fuerzas armadas.
—¿Quiere decir que está muerto, como mi mamá? —preguntó Lucy.
Según la señora Sussex, quería decir que lo habían destinado al extranjero.
Cuando Seymour volvía a casa los fines de semana, la mujer le decía que cogiera un taxi desde la estación si no quería conducir. Preparaba guisos y pasteles de carne que dejaba en la nevera junto con las instrucciones para calentarlos, y luego se iba a casa de su hermana. A veces Byron se preguntaba si algún día podrían acompañarla Lucy y él, pero eso nunca llegó a ocurrir. Seymour pasaba los fines de semana encerrado en su estudio porque tenía mucho trabajo pendiente. A veces tropezaba al subir las escaleras. Intentaba entablar conversación con los niños, pero sus palabras estaban cargadas de amargura. Y aunque nunca llegó a decirlo, parecía culpar de todo aquello a Diana.
Lo que más desconcertaba a Byron de la muerte de su madre era que, en las semanas siguientes, su padre también había abandonado el mundo de los vivos. La suya fue una muerte distinta a la de Diana, por cuanto era una muerte en vida, no bajo tierra, y conmocionaba al chico como no lo había hecho la pérdida de su madre porque tenía que asistir a esa otra muerte día tras día. El hombre que creía que era su padre, el hombre que iba sentado al lado su madre en el coche, distante y rígido, instándola a pasarse al carril izquierdo, a vestir anticuadas faldas de tubo, no era el mismo desde que ella se había ido. Tras su muerte, Seymour pareció perder la estabilidad. Podía pasar días enteros sin despegar los labios. Otros días montaba en cólera. Iba de habitación en habitación, gritando, como si su furia bastara para traer a su esposa de vuelta.
No sabía qué hacer con los niños, Byron se lo oyó decir en alguna ocasión. Cada vez que los miraba, veía a Diana.
Es natural, decía la gente.
Pero no lo era.
Mientras tanto, la vida proseguía como si la ausencia de su madre no la hubiese alterado en absoluto. Los niños volvieron a clase. Se pusieron el uniforme. Cogieron sus carteras. En el patio, las madres se arracimaron en torno a la señora Sussex. La invitaron a tomar café. Le preguntaron cómo se lo estaba tomando la familia. Era una mujer reservada. En cierta ocasión, dijo que le sorprendía el estado de la casa. Era un lugar frío e inhóspito, en absoluto adecuado para criar a dos niños. Al oírla, las mujeres intercambiaron miradas cómplices, conviniendo en que habían tenido suerte.
Sin James y sin su madre, Byron se sentía apartado de los demás. Esperó varias semanas, aferrándose a la esperanza de recibir una carta de James con la dirección de su nueva escuela, en vano. En cierta ocasión había llamado a su casa, pero al oír la voz de la señora Lowe había colgado. En la escuela, podía pasar toda una clase mirando su libro de ejercicios con gesto ausente, sin escribir una sola palabra, y durante el recreo prefería estar a solas. Oyó que uno de los profesores describía sus circunstancias como «difíciles». Poco cabía esperar.
Cuando Byron encontró un gorrión muerto al pie de un fresno, lloró porque al fin se producía otra muerte, y era como una señal de que Diana no estaba tan sola. En realidad, habría querido encontrar no un pájaro muerto, sino cientos. Habría querido verlos lloviendo como piedras desde el cielo. Ese fin de semana preguntó a su padre si podían enterrar el gorrión, pero Seymour le dijo a gritos que no jugara con cosas muertas. Ni que estuviera mal de la cabeza, dijo.
Byron se abstuvo de mencionar que Lucy había enterrado sus muñecas Cindy.
Si algo había aprendido era que su madre no tenía razón cuando decía que él se preocupaba demasiado. Diana se había equivocado en muchas cosas. A veces la imaginaba en su ataúd, y la idea de que estuviera rodeada de oscuridad le resultaba casi insoportable. Intentaba recordarla en vida, el brillo de sus ojos, su voz, cómo se echaba la rebeca sobre los hombros, y entonces la añoraba aún más. Se decía que debía concentrarse en el espíritu de su madre y no en la idea de que su cuerpo estuviera bajo tierra. Pero a menudo su mente podía más que él, y se despertaba a media noche bañado en sudor, incapaz de apartar la imagen de Diana tratando de volver con él, golpeando la tapa del ataúd con los puños y pidiéndole ayuda a gritos.
No se lo contó a nadie, tal como no se atrevía a confesar que había sido él quien había desencadenado los hechos que condujeron a su muerte.
El Jaguar permaneció en el garaje hasta que un camión con remolque fue a recogerlo. Lo sustituyó un pequeño Ford. Octubre pasó. Las hojas que su madre había contemplado se desgajaron de los árboles y se arremolinaron en el aire para acabar convertidas en una resbaladiza alfombra a los pies de Byron. Las noches se hicieron más largas y trajeron consigo días lluviosos. Los cuervos anunciaban la tormenta, que los obligaba a dispersarse. En una sola noche, llovió tan copiosamente que el estanque empezó a llenarse de nuevo y Seymour tuvo que mandar drenarlo otra vez. Los setos se veían desnudos, negros y mojados, a excepción de la fantasmal urdimbre de la clemátide.
En noviembre empezó a soplar el viento. Las nubes se deslizaban raudas por encima del páramo, hasta que al fin unieron fuerzas y se hicieron tan compactas que el cielo semejaba un tejado de pizarra. Las nieblas regresaron y se posaban sobre la casa durante todo el día. Una tormenta de invierno hizo caer un fresno, que se quedó tumbado en el jardín; nadie fue a recoger los pedazos rotos. Con diciembre llegaron las primeras ráfagas de nieve y el granizo. Los alumnos de Winston House pasaban los días preparándose para el examen de acceso a la enseñanza secundaria. Algunos tenían tutores privados. La faz del páramo viró del violeta al naranja, y de éste al marrón.
El tiempo todo lo cura, decía la señora Sussex. La pérdida de Byron se haría más llevadera. Pero ahí estaba la pega. Él no quería que la pérdida se perdiera. Era lo único que le quedaba de su madre. Si el tiempo cerraba esa herida, sería como si Diana nunca hubiese existido.
Una tarde, estaba hablando con la señora Sussex acerca de la evaporación mientras ella pelaba patatas, y en cierto momento el cuchillo resbaló y le hizo un corte en un dedo.
—Ay, Byron —dijo.
No había relación alguna entre Byron y el corte. La mujer no le echaba la culpa. Simplemente se puso una tirita y siguió pelando patatas, pero él empezó a pensar cosas. Cosas que no quería pensar, pero no podía evitarlo. Sucedía incluso mientras dormía. Pensaba en su madre gritando en el ataúd. Pensaba en la señora Sussex enjuagándose el dedo bajo el grifo, en el agua teñida de rojo. Se convenció de que Lucy sería la siguiente y de que, al igual que el accidente y el corte de la señora Sussex, cualquier cosa que le pasara a su hermana sería culpa suya.
Decidió ocultar sus temores. Cuando Lucy entraba en una habitación donde él estaba, buscaba una excusa para salir, y si no podía hacerlo, si estaban cenando, por ejemplo, tarareaba por lo bajo para no pensar. Por las noches se acostumbró a apoyar una escalera de mano por fuera de la ventana de Lucy, para que la niña pudiera escapar ilesa si sucedía alguna calamidad. Pero una mañana se olvidó de recogerla a tiempo. Al despertar, Lucy vio la escalera apoyada en su ventana, salió al pasillo gritando y resbaló. Tuvieron que darle tres puntos justo en el párpado izquierdo. Él estaba en lo cierto: hacía daño a los demás incluso cuando se proponía no hacerlo.
Luego esa clase de pensamientos se trasladó a los chicos de la escuela, así como a la señora Sussex y las madres. Temía incluso por gente a la que no conocía, gente que veía desde la ventanilla del autobús mientras iba sentado detrás de Lucy y la señora Sussex. Era un peligro para todos y cada uno de ellos. ¿Y si ya había hecho daño a alguien sin darse cuenta? Si había tenido ese pensamiento horrible, de hacer daño a otra persona, debía de ser porque lo había hecho. Porque era la clase de persona que podía hacerlo. De lo contrario, ¿por qué iba a tener tales pensamientos? A veces hacía pequeños gestos (golpearse el brazo hasta que le salía un morado, pellizcarse la nariz hasta que sangraba) para que los demás se dieran cuenta de que no estaba bien, pero nadie parecía darle mayor importancia. Avergonzado, se estiraba las mangas hasta los nudillos. Necesitaba algo distinto para mantener los pensamientos a raya.
Cuando, en el patio de recreo, salieron a la luz los hechos que habían originado los puntos de Lucy, Deirdre Watkins telefoneó a Andrea Lowe, quien a su vez sugirió a la señora Sussex que se pusiera en contacto con un buen profesional conocido suyo. La señora Sussex dijo que el chico sólo necesitaba que lo abrazaran, y entonces Andrea llamó a Seymour. Dos días después, la señora Sussex dimitió.
Byron apenas recordaba su visita al psiquiatra, pero no porque estuviera bajo los efectos de ningún fármaco, ni porque lo maltrataran en modo alguno. Muy al contrario. Tarareaba para no sentir miedo, primero muy suavemente, para sus adentros, y luego, cuando el psiquiatra levantó la voz, un poco más alto. El psiquiatra pidió a Byron que se tendiera. Le preguntó si tenía pensamientos antinaturales.
—Provoco accidentes —contestó el chico—. Soy antinatural.
El psiquiatra dijo que escribiría a los padres de Byron. El chico se quedó tan quieto y callado que el hombre dio la sesión por finalizada.
Dos días más tarde, el padre de Byron le dijo que debían tomarle medidas para un traje nuevo.
—¿Para qué necesito un traje nuevo? —preguntó.
Su padre salió de la habitación tambaleándose.
Fue Deirdre Watkins quien acompañó a Byron a los grandes almacenes. Le tomaron medidas para confeccionarle varias camisas, jerséis, dos corbatas, calcetines, zapatos y zapatillas. Byron ya era un chico grande, comentó Deirdre a la dependienta. También encargó un baúl, un equipo completo de deporte y un par de pijamas. Esta vez, Byron no preguntó por qué.
En la caja, la dependienta extendió un recibo a Deirdre Watkins. Ésta estrechó la mano de Byron y le deseó suerte en la nueva escuela.
—El internado es maravilloso en cuanto te acostumbras —le aseguró.
Lo enviaron a una escuela del norte. Tenía la impresión de que nadie sabía qué hacer con él, y no luchó contra ese sentimiento. En el fondo, les daba la razón. En el internado no trabó amistad con ninguno de sus compañeros por temor a hacerles daño. Se movía con sigilo, siempre en la periferia de las cosas. A veces sobresaltaba a los demás, pues tardaban lo suyo en percatarse de su presencia. Se reían de él por ser reservado, por ser raro. Le pegaban. Una noche despertó mientras un mar de manos lo sacaba en volandas, entre risas, pero se limitó a quedarse quieto y no se resistió. Se le antojaba asombroso lo poco que sentía. Ya ni siquiera sabía por qué era desgraciado. Sólo sabía que lo era. A veces recordaba a su madre, o a James, incluso el verano de 1972, pero pensar en ese tiempo era como despertarse con el recuerdo fragmentado de varios sueños inconexos. Era mejor no pensar en nada. Byron pasaba las vacaciones escolares en Cranham House, con Lucy y una serie de niñeras. Seymour apenas iba a verlos. Cada vez más, Lucy prefería quedarse en casa de sus amigas. De vuelta en la escuela, Byron suspendía los exámenes. Sus notas eran mediocres. De todos modos, a nadie parecía importarle que fuera listo o tonto.
Cuatro años más tarde se escapó del internado. Cogió varios trenes y un autobús y regresó al páramo de Cranham. Encontró la casa cerrada a cal y canto. No podía entrar, así que se fue a la comisaría y se entregó. Los policías no supieron cómo reaccionar. El chico no había hecho nada malo, aunque insistía en que quizá lo hubiese hecho. Provocaba accidentes, dijo. Rompió a llorar. Suplicó que le dejaran quedarse allí. Estaba tan alterado que no podían enviarlo de vuelta a la escuela. Llamaron a Seymour para que fuera a recoger a su hijo, pero Seymour nunca llegó. Quien lo hizo fue Andrea Lowe.
Varios meses más tarde, Byron se enteró del suicidio de su padre. Para entonces las cosas habían cambiado mucho y ya no le quedaba sitio para los sentimientos. Como medida de precaución, le administraron sedantes antes y después de darle la noticia. Recordaba algo acerca de una escopeta y una terrible tragedia, así como el más sincero pésame, pero para entonces había oído tantas veces palabras similares que se habían convertido en sonidos carentes de significado. Cuando le preguntaron si le gustaría asistir al funeral, dijo que no. Recordaba haber preguntado si su hermana lo sabía, a lo que le habían respondido que Lucy estaba en un internado, ¿acaso no se acordaba? No, no se acordaba. No recordaba gran cosa. Entonces vio una mosca, una mosca negra que yacía muerta boca arriba en el alféizar, y empezó a temblar.
No pasa nada, le dijeron. Todo irá bien. Le preguntaron si podía estarse quieto, si podía parar de llorar y quitarse las zapatillas. Byron aseguró que podía hacer todas esas cosas. Luego la aguja le perforó el brazo, y cuando volvió en sí estaban hablando de galletas.