9
Una sorpresa
En la segunda semana de las vacaciones estivales, Beverley acudió todos los días a Cranham House. Llegaba por la mañana y no se iba hasta noche. A veces, cuando Byron se acostaba, seguía oyendo a las dos mujeres en el jardín. Sus voces colmaban el aire, al igual que el penetrante y dulce perfume de los alhelíes nocturnos y el tabaco de jardín. «¡Es verdad, es verdad!», exclamaba su madre mientras Beverley imitaba a alguien o contaba alguna anécdota. Cierta mañana, Byron abrió las cortinas de su habitación y allí estaba ya, tomando el sol con su pamela violeta y sosteniendo un vaso con alguna bebida. Si no fuera por la presencia adicional de Jeanie y de un par de botas de agua blancas, hubiese jurado que había pasado la noche allí. Jeanie hacía equilibrios sobre la mesa del jardín. Le habían quitado los puntos de la rodilla y ya no llevaba ninguna tirita. No obstante, Byron prefería evitarla.
Lucy se negaba en redondo a jugar con ella. Decía que Jeanie olía mal. Además, había arrancado de cuajo la cabeza de sus muñecas Cindy. Byron había intentado volver a ponérselas, pero no resultaba fácil encajarlas en la protuberancia de plástico que remataba su columna vertebral. Al final había guardado las muñecas desmembradas en una caja de zapatos. Le inquietaba ver todos esos rostros sonrientes sin cuerpo.
Entretanto, seguía anotando sus observaciones sobre las visitas de Beverley. James le había enviado por correo un código secreto que consistía en intercambiar las letras del alfabeto, así como nuevos nombres en clave para referirse a Beverley y Diana («señora X» y «señora Y», respectivamente), pero era complicado, y Byron se equivocaba a menudo.
Las dos mujeres solían escuchar música. Abrían los ventanales y ponían el tocadiscos sobre la mesa para bailar en la solana. La colección discográfica de Seymour era sobria. «¿En qué siglo nació?», había preguntado Beverley, por lo que se había traído una caja con sus propios discos. Escuchaban los Carpenters y Bread. Los discos preferidos de Beverley eran dos singles de Harry Nilsson y Donny Osmond. Byron las observaba desde el ventanal del salón. Los movimientos de Beverley eran bruscos y sacudía mucho la melena, mientras que Diana se deslizaba elegantemente por la solana, como dejándose llevar. Cuando se ofrecía para enseñar algún paso a Beverley, bailaban cogidas del brazo y Diana alzaba la barbilla con los brazos suspendidos en el aire mientras que Beverley imitaba sus movimientos sin apartar los ojos de sus propios pies, de modo que, aun siendo de la misma estatura, Diana parecía más alta. Byron había oído a su madre ofreciéndose a enseñarle todo lo que sabía, pero cuando Beverley le había preguntado en qué consistía eso exactamente, Diana se había desasido al tiempo que murmuraba un «nada». Si sonaba Puppy Love, o algún tema de Gilbert O’Sullivan, Beverley se pegaba a Diana y bailaban lento, girando sin apenas desplazarse. Al final Beverley volvía a coger su bebida y, parapetada tras el ala de su pamela, se quedaba mirando a Diana.
—Qué suerte tienes —le decía—. Por haber nacido así de guapa.
Beverley decía que el futuro de las personas estaba escrito en su nombre. Era su pasaporte al éxito. ¿A qué podía aspirar una chica llamada Beverley? Si tan sólo le hubiesen puesto un nombre distinguido, como Diana, Byron o Seymour, todo hubiese sido distinto.
Esa semana Beverley empezó a coger prestada ropa de Diana. Al principio no eran más que minucias, como un par de guantes de encaje para protegerse las manos del sol. Luego fue pasando a prendas más voluminosas. Así, cuando derramó un vaso de snowball sobre su regazo, Diana se apresuró a buscarle una blusa y una falda de tubo. Beverley preguntó si podría prestarle también unos zapatos de tacón, porque no podía ir en sandalias con semejante falda. Cuando se fue a casa, llevaba toda la ropa puesta. Al día siguiente, según consignó Byron en su cuaderno de notas, no la devolvió.
—Esa ropa está pasada de moda —sentenció Beverley—. Deberías comprar algo más actual.
«Entre tú y yo —escribió Byron—, creo que la ha robado. También estoy convencido de que el encendedor estaba en su bolso desde el primer momento.»
La idea fue de Beverley. Fueron en coche hasta el centro y aparcaron cerca de los grandes almacenes. Ambas se probaron sendos vestidos a conjunto mientras Jeanie se columpiaba entre las barandillas y Lucy miraba enfurruñada. Luego pasaron por la tienda de vinos y licores para comprar más licor de yema de huevo y una botella de cola de cereza para los niños. Cuando Lucy dijo que no les estaba permitido beber refrescos azucarados, por las caries, Beverley soltó una risotada.
—Ya va siendo hora de que os soltéis el pelo —dijo.
Ambas se pasearon con sus nuevos caftanes en la solana, y era como ver las dos mitades contrapuestas de una misma cosa: una rubia, esbelta y grácil; la otra morena, flacucha y en general menos etérea.
Después de comer, Byron fue a buscarles limonada, y al volver las sorprendió hablando de algo importante, o al menos lo supuso porque tenían las cabezas tan pegadas que el pelo rubio de Diana parecía nacer del negro de Beverley. Ésta le estaba pintando las uñas a su madre. Ni siquiera levantaron la vista cuando Byron avanzó por la moqueta de puntillas. Con cuidado, cogió los vasos de la bandeja y los dejó sobre los posavasos. Fue entonces cuando oyó a su madre decir: «Por supuesto que no estaba enamorada de él. Sólo creía estarlo.»
Byron salió de la habitación tan sigilosamente como había entrado. No imaginaba de qué podía estar hablando su madre. No quería seguir escuchando, pero tampoco podía alejarse. Entonces oyó la estrepitosa risa de Jeanie desde el jardín y se agachó, pegado a la puerta del salón, porque no quería volver a jugar con la pequeña. Ahora que su pierna estaba curada, le gustaba esconderse entre la maleza y abalanzarse sobre él cuando menos lo esperaba. Era un suplicio. Pegando el ojo a la rendija entre la puerta y el marco, veía a las dos mujeres como bañadas en un haz de luz. Cogió su cuaderno de notas y, al abrirlo, la tapa crujió.
—He oído algo —dijo Diana, alzando los ojos.
No es nada, dijo Beverley, y la animó a seguir hablando. Puso la mano sobre la de Diana, y Byron, no sabía por qué, deseó que la apartara. Lo deseó con todas sus fuerzas.
Su madre empezó a hablar en susurros, y Byron no alcanzaba a oír más que frases inconexas, palabras que al principio no tenían sentido. Se vio obligado a pegar la oreja a la rendija de la puerta.
—… un viejo amigo —iba diciendo Diana—. Nos encontramos por casualidad… No era mi intención hacer daño a nadie… Y un buen día… Todo empezó así.
El lápiz de Byron avanzaba a trompicones sobre su cuaderno. No sabía qué estaba escribiendo. Cuando volvió a pegar el ojo a la rendija de luz, su madre se había recostado en la silla y estaba apurando su vaso.
—Es un alivio poder contarlo —concluyó con un suspiro.
Beverley dijo que cómo no iba a ser un alivio. Pidió a Diana que le tendiera la otra mano para acabar de pintarle las uñas. Comentó lo sola que debía de sentirse en Cranham House, a lo que Diana, sin apartar los ojos de su propia mano, que descansaba entre las de Beverley, contestó que sí, estaba muy sola. Tanto que a veces apenas podía soportarlo.
—Pero la persona de la que te hablo la conocí antes de que nos mudáramos aquí. Al poco de que Seymour y yo nos casáramos.
Beverley la miró con las cejas enarcadas y mojó el pincel en la laca de uñas. Byron tenía la inexplicable sensación de que aquella mujer arrancaba las palabras de los labios de su madre sin necesidad de despegar los suyos.
—Seymour lo descubrió. Es un hombre listo, y yo soy como un libro abierto. Si intento mentirle porque quiero comprar algún regalito o tengo algún secreto, se me echa encima como un halcón. Aunque en aquel momento no se me hubiese ocurrido pensar en Ted como un engaño.
—¿Ted?
—No era más que un joven amigo.
—Si sólo era un amigo, no veo dónde estaba el problema.
—Hum… —musitó Diana, insinuando que, aunque Beverley no lo viera, había un problema, y no precisamente insignificante—. Seymour compró esta casa después de aquello. Dijo que el aire del campo me sentaría bien. Se lo debo todo, eso no hay que olvidarlo.
Cuando acabó de pintarle las uñas, Beverley le tendió un cigarrillo y le ofreció fuego con el encendedor recuperado. Advirtió a Diana que no se moviera si no quería que se le estropearan las uñas. Diana daba largas caladas al cigarrillo y echaba el humo por encima de Beverley, donde parecía desplegarse como dedos opacos y luego desaparecía.
—Verás, Seymour me necesita —dijo Diana a media voz—. A veces llega incluso a asustarme lo mucho que me necesita.
Byron apenas podía moverse. Nunca se le habría ocurrido que su madre pudiera querer a otro hombre que no fuera su padre, que hubiese existido siquiera un joven llamado Ted. Su mente bullía y giraba como una peonza en torno a sus recuerdos, que removía como si fueran piedras en un esfuerzo por dotarlos de significado, por atisbar su reverso. Pensó en el hombre que Diana había mencionado en cierta ocasión, ese al que le gustaba el champán, y en las misteriosas visitas de su madre a Digby Road. ¿Se referiría a eso? Luego Diana siguió hablando, y el chico hubo de entrelazar con fuerza las manos sudorosas para concentrarse.
—Cuando conocí a Seymour, estaba harta. Harta de esos hombres que se enamoran de ti y luego desaparecen. En el teatro había muchos de ésos. Estaba harta incluso de los hombres que nos esperaban al acabar la función y nos escribían notas y nos invitaban a cenar. Todos tenían esposas. Todos tenían una familia y nunca… —Dejó la frase a medias, como si temiera acabarla o no supiera cómo hacerlo—. Seymour era persistente. También era chapado a la antigua. Eso me gustó. Me regalaba ramos de rosas. Me llevaba al cine cuando yo tenía la tarde libre. Nos casamos al cabo de dos meses. Fue una boda discreta, pero él lo quiso así, y mis amigos no eran la clase de personas a las que uno invitaría a su boda. No queríamos que mi pasado me siguiera.
Beverley resopló como si acabara de atragantarse con algo que flotara en su bebida.
—Alto ahí. ¿A qué te dedicabas exactamente?
Pero Diana no contestó. Apagó el cigarrillo y al instante encendió otro. Soltó una carcajada, y por una vez su risa sonó áspera, como si se mirara en el espejo y no le gustara lo que veía. Le dio una calada al cigarrillo y, con gesto indolente, exhaló una bocanada de humo.
—Digamos que seguí los pasos de mi madre.
Por primera vez, Byron no podía apuntar nada en su cuaderno. No podía llamar a James. No quería palabras. No quería nada que tuviera que ver con el significado de las cosas. Echó a correr por el jardín, intentando escapar de sus pensamientos, y cuando Jeanie le pidió entre risas que lo esperara, apretó más el paso. Le costaba respirar y le dolían las piernas, pero siguió adelante. Se escondió entre las matas de frutos rojos, cuyo aroma era tan intenso, las frambuesas tan rojas, las espinas tan afiladas, que se sintió mareado. Se quedó allí largo rato. Más tarde oyó a su madre llamándolo desde la casa, pero no movió un solo músculo. No quería saber nada de Ted, ni de su padre, ni del trabajo que su madre no osaba mencionar, y ahora que lo sabía, ignoraba cómo dejar de saberlo. ¡Ojalá James no le hubiese pedido que tomara notas! Permaneció escondido hasta que distinguió las siluetas de Beverley y Jeanie bajando por el sendero de entrada y despidiéndose con el brazo en alto. No iban cogidas de la mano. Beverley avanzaba con paso decidido bajo su pamela violeta y Jeanie correteaba a su alrededor, describiendo amplios círculos. En cierto momento, la mujer se detuvo para decir algo a voz en grito. A la luz del crepúsculo, la casa parecía de un blanco deslumbrante, y tras ésta el abrupto perfil del páramo se recortaba contra el cielo.
James llamó a primera hora del día siguiente. Estaba muy emocionado con la nueva carpeta de la Operación Perfecta. Explicó a Byron que había vuelto a dibujar el croquis de Digby Road que éste había hecho porque la escala no era correcta. Mientras James hablaba, Byron tenía la sensación de estar al otro lado de una ventana, mirando a su amigo desde fuera, incapaz de hacerse oír.
—¿Qué pasó ayer? —preguntó James—. ¿Lo anotaste todo?
Byron dijo que no había pasado nada.
—¿Estás resfriado o algo? —preguntó James.
Byron se sonó la nariz y dijo que estaba resfriadísimo.
Ese fin de semana llovió. La lluvia azotaba sin piedad la nicotiana, las espuelas de caballero y los alhelíes. Diana y Seymour la contemplaban por las distintas ventanas de la casa. A veces se cruzaban y uno de los dos hacía un comentario que el otro parecía escuchar a medias. Luego Seymour dijo que notaba un olor extraño en la casa, un olor dulzón. Diana contestó que debía de ser su nuevo perfume. ¿Y por qué olía en su estudio?, preguntó él. ¿Dónde estaba su pisapapeles? Y hablando de cosas desaparecidas, ¿por qué había otra cantidad sin justificar en el talonario?
Diana apuró el vaso como si fuera un medicamento. Dijo que seguramente había cambiado el pisapapeles de sitio sin darse cuenta mientras limpiaba. Lo buscaría más tarde. Se sentó a la mesa y se dispuso a servir la cena. Parecía agotada.
—¿Qué llevas puesto? —preguntó Seymour.
—¿Esto? —Pareció sorprendida, como si hasta ese momento hubiese llevado algo totalmente distinto, un vestido de fiesta o un traje de chaqueta de Jaeger—. Ah, es un caftán.
—Parece un vestido hippie.
—Es lo que se lleva, cariño.
—Pero pareces una hippie. Una feminista.
—¿Más verduras? —Diana sirvió otras tres zanahorias hervidas a cada uno, regándolas con una cucharada de mantequilla derretida.
La voz de Seymour rasgó el silencio con brusquedad:
—Quítatelo.
—Pero…
—Vete arriba y quítate eso.
Byron clavó los ojos en el plato. Quería seguir comiendo como si no pasara nada, pero su madre tragaba haciendo ruiditos y su padre respiraba como un oso. Así las cosas, cómo iban a apetecerle unas zanahorias hervidas con mantequilla.
—Beverley también tiene un caftán —dijo Lucy—. Igualito al de mamá.
Seymour palideció. El niño que un día fue asomó de nuevo a su rostro, y por unos instantes pareció no saber qué hacer.
—¿Beverley? ¿Quién es Beverley?
—La amiga de mamá —contestó Lucy, al tiempo que se llevaba el tenedor a la boca.
—¿Una madre de Winston House?
—Jeanie no va a Winston House. Viven en Digby Road. Quiere jugar con mi pelota saltarina pero yo no la dejo porque esa niña es un peligro. Tiene puntos negros en los dientes, aquí, aquí y aquí —añadió Lucy, señalando su boca abierta llena de zanahoria masticada, por lo que resultaba difícil saber qué señalaba exactamente.
Seymour se volvió hacia Byron, que no necesitó levantar la vista para saber que lo estaba mirando.
—¿Esa mujer viene de visita a esta casa? ¿Es eso cierto? ¿Y trae a alguien más?
La cabeza de Byron empezó a restallar de dolor.
—Déjalos en paz. —Diana arrojó el tenedor con estrépito y apartó su plato—. Por el amor de Dios, Seymour, no es más que un puñetero caftán. Me cambiaré después de cenar.
Diana nunca había dicho una palabra malsonante. Seymour apartó la silla y se levantó. Se acercó a Diana y se detuvo. Parecía una columna negra alzada al pie de una pequeña fuente de colores. Sus dedos aferraron el respaldo de la silla de Diana. No era su piel lo que tocaban, pero era como si lo hiciera, y resultaba difícil decir si su intención era acariciarla o hacerle daño. Los niños contuvieron la respiración.
—No volverás a ponerte ese vestido —dijo sin levantar la voz—. No volverás a ver a esa mujer.
Los dedos de Seymour seguían aferrando la silla, mientras los de Diana producían un murmullo apenas audible al rascar el mantel, como un pájaro aleteando en su jaula.
De pronto, Seymour soltó el respaldo y se marchó del comedor. Diana se dio unos golpecitos en el cuello con el dorso de ambas manos, como si así pudiera devolverlo todo —venas, piel, músculos— a su sitio. Byron iba a decirle lo mucho que le gustaba su vestido nuevo, pero ella le ordenó que se fuera con su hermana a jugar al jardín.
Esa noche Byron intentó concentrarse en sus anuarios de la revista Look and Learn. No podía librarse de la imagen de su padre cerrando los dedos en torno al respaldo de la silla. Habían ocurrido muchas cosas, y por primera vez no tenía ni idea de cómo hablar de ellas con James. Cuando por fin se durmió, soñó con gente que tenía la cabeza demasiado voluminosa para su cuerpo y cuyas voces sonaban lejanas pero persistentes, como gritos sin palabras.
Se despertó, y entonces se dio cuenta de que eran las voces de sus padres lo que oía. En el rellano, los sonidos se hicieron más audibles. Abrió un resquicio en la puerta y se quedó paralizado de asombro, sin dar crédito a lo que veía: el torso de su padre, casi azul en la penumbra, y el perfil de su madre debajo. Él la embestía una y otra vez, mientras el brazo de ella rebotaba, inerte, sobre la almohada. Byron entornó la puerta con cuidado.
Ni siquiera supo que iba a salir hasta que se encontró fuera. Una luna pálida se alzaba en el cielo amoratado. Nada parecía interponerse entre el páramo y él. La noche borraba los detalles más cercanos y los de un poco más allá. Cruzó el jardín y abrió la cerca que daba al prado. Quería arrojar algo, piedras, y lo hizo apuntando directamente a la luna, pero se limitaron a caer desperdigadas a unos metros de sus pies, sin rozar siquiera la oscuridad. Por supuesto que James tenía razón en cuanto al alunizaje del Apolo. ¿Cómo iba a llegar el hombre hasta allá arriba? ¿Cómo había sido tan estúpido para creer en la NASA y en sus fotos? Saltó por encima de la valla y se dirigió al estanque.
Una vez allí, se sentó en una roca. El aire parecía cobrar vida con un sinfín de diminutos ruidos: algo que crujía, algo que rascaba el suelo, algo que pasaba velozmente. Byron ya no sabía qué pensar. No sabía si su madre era buena o mala, si su padre era bueno o malo. No sabía si Beverley era buena o mala —si había robado el encendedor, el pisapapeles, la ropa— o si había otra explicación. El tiempo transcurría muy despacio. Siguió mirando al horizonte, esperando ver la rendija de luz que anunciaba el alba por el este y la primera llamarada del sol, pero se hacían de rogar. La noche parecía no tener fin. Despacio, regresó a la casa.
Se preguntó si su madre estaría esperándolo, si estaría preocupada por él, pero lo único que se oía en la casa era el tictac de los relojes de Seymour, taladrando el silencio. El tiempo parecía algo muy distinto entre los muros de la casa, como si pudiera abarcar el silencio, aunque en realidad no era así. No era más que una invención. Escribió una escueta nota a James: «La pierna de Jeanie ya está curada del todo. Tout va bien. Atentamente, Byron Hemmings.» Era el fin de la Operación Perfecta, pensó. Era el fin de muchas cosas.
Byron no volvió a ver el caftán de su madre. Tal vez acabara ardiendo en la hoguera, al igual que el vestido verde menta, la rebeca y los zapatos a juego; no lo preguntó. Guardó la linterna, la lupa, los cromos de Brooke Bond, los anuarios. Era como si pertenecieran a otra persona. Y él no era el único que parecía haber cambiado. Después de ese fin de semana, su madre también se mostraba más reservada. Cuando Beverley fue a visitarla colocó las tumbonas de plástico en la solana, pero sonreía menos y no se molestó en sacar el tocadiscos. Tampoco le ofreció nada de beber.
—Si te estoy estorbando, no tienes más que decírmelo —apuntó Beverley.
—Por supuesto que no me estás estorbando.
—Sé que tienes a todas esas madres con las que quedar.
—No he quedado con nadie.
—O tal vez prefieras bailar con otra persona…
—No siempre me apetece bailar —repuso Diana.
Beverley se echó a reír y puso los ojos en blanco, como si le costara creérselo.
El 2 de agosto Lucy cumplió seis años. Byron se despertó con la voz de su madre y su perfume floral mientras le hacía cosquillas para espabilarlo. Quería darle una sorpresa a Lucy, le dijo en susurros. Pasarían un día maravilloso. Debían vestirse enseguida. Mientras bajaban por la escalera, Diana parecía muy animada. Lucía un vestido de verano rojo que recordaba un campo de amapolas, y ya había preparado las mantas y el picnic.
El trayecto en coche duró varias horas, y Diana fue tarareando casi todo el camino. Observándola desde el asiento trasero del Jaguar, Byron admiró su pelo ondulado, la tersura de su piel y el brillo nacarado de sus uñas, que apoyaba con meticulosa precisión sobre el volante. Tuvo la impresión de que era la primera vez en muchas semanas que conducía sin temor. Cuando Lucy dijo que tenía que ir al baño se detuvieron en una pequeña cafetería a pie de carretera. Diana les dijo que podían comer un helado. El camarero les preguntó si querían virutas de chocolate o jarabe de fresa, y Lucy dijo que ambas cosas.
—Parecen buenos niños —comentó el camarero. Diana se rió y dijo que sí, que lo eran.
Se sentaron a una mesa de fuera, porque Diana no quería que mancharan el coche, y mientras los niños comían ella cerró los ojos ladeando el rostro para recibir el sol. Cuando Lucy dijo en susurros que su madre se había dormido, ésta abrió un ojo y soltó una carcajada.
—Oigo todo lo que decís —afirmó.
Ya tenía la frente y los omóplatos rosados a causa del sol, como si miles de huellas digitales le cubrieran la piel.
Para cuando llegaron a la playa, el sol quemaba. Las familias se habían instalado en la arena con sus toldos y hamacas. El mar reverberaba, plateado, y Byron vio cómo el sol arrancaba destellos a las olas en movimiento. Los niños se quitaron las sandalias y notaron la arena ardiente. Diana les enseñó a hacer castillos y enterrar las piernas. Aún iban pringados de helado y la arena se les pegaba a las rodillas, que escocieron cuando Diana las restregó para limpiarlas. Después visitaron el muelle y ella les enseñó las máquinas tragaperras, los puestos de algodón de azúcar, el autochoque. Les compró una barra de caramelo a cada uno.
En la casa de los espejos, Diana los arrastró de aquí para allá.
—¡Miradme! —decía entre risas.
Su felicidad era como algo que flotara, algo dulce que podían saborear con la lengua e incluso tragar. Byron y Lucy se acercaban a su madre, le daban la mano y veían ante sí versiones más bajas, más rechonchas o más alargadas de los tres. Los niños tenían la piel pringosa y enrojecida, la ropa arrugada, el pelo alborotado. Entre ambos, con su vestido rojo amapola y el pelo cardado, Diana destacaba por su belleza.
Los hizo sentar en un banco a comer los sándwiches. Mientras lo hacían, ella paseó hasta el borde del embarcadero y contempló el mar, haciéndose visera con la mano para protegerse del sol. Un caballero que pasaba por allí se le acercó con intenciones galantes.
—Largo de aquí —le soltó ella, risueña—. Tengo hijos.
En la fachada del teatro que se alzaba al final del muelle había varios letreros: «Platea llena», «Gallinero lleno». Diana humedeció la punta del pañuelo con saliva y restregó la cara de los niños antes de abrir las puertas acristaladas del teatro y conducirlos dentro. Se llevó un dedo a los labios para que guardaran silencio.
El vestíbulo estaba desierto, pero se oían risas y aplausos más allá de la cortina de terciopelo. Diana preguntó a la mujer uniformada de la taquilla si quedaban asientos libres, a lo que ésta contestó que quedaba un palco. Mientras contaba el dinero, Diana comentó que hacía años que no asistía a ningún espectáculo allí y preguntó a la mujer si había oído hablar del «Gran jefe blanco» y de «Pamela, la dama barbuda», o de un grupo de baile que se hacía llamar «Las chicas de Sally». La taquillera negó con la cabeza.
—Por aquí pasan todos —dijo.
Diana sonrió y cogió a los niños de la mano. Un joven con casquete de acomodador y una linterna los guió por las escaleras en penumbra y a lo largo de un pasillo. Diana pidió dos programas y se los dio a los niños.
El público prorrumpió en carcajadas en el preciso instante en que entraron en el palco. Bajo los focos, el escenario parecía un pozo de luz amarilla. Byron no comprendió qué decían los actores ni de qué se reía el público, y pensó que se reían de él, de que hubiesen llegado tarde, pero al acomodarse en el asiento de terciopelo se dio cuenta de que la gente señalaba al hombre del escenario y se desternillaba de risa.
El hombre en cuestión hacía malabarismos con platos. Iba y venía haciéndolos girar en lo alto de alambres rígidos que parecían tallos, mientras los platos emitían reflejos multicolores. Cada vez que un plato se ralentizaba y amenazaba con caer al suelo, el hombre volvía justo a tiempo para echarlo a girar de nuevo. Diana lo observaba tapándose los ojos con los dedos. Detrás del malabarista había un fondo que representaba una terraza a orillas de un lago. El pintor había captado incluso el reflejo de la luna en el agua, dibujando un sendero plateado que se perdía en el horizonte. Al finalizar su acto, el malabarista se inclinó en una gran reverencia y lanzó besos al público. Byron estaba seguro de que uno de aquellos besos había ido directamente a su madre.
Cuando el telón volvió a subir, el lago en que rielaba la luna había desaparecido. En su lugar había ahora una playa con palmeras y, sobre el escenario, varias mujeres con faldas hechas de hierba y flores en el pelo. Un hombre cantaba algo acerca del sol y las mujeres bailaban a su alrededor, sosteniendo piñas y jarras de vino pero sin detenerse a probarlos. Luego cayó el telón y, una vez más, el decorado cambió.
Se sucedieron varios actos más, cada uno de ellos con su propio decorado de fondo: un mago que se equivocaba una y otra vez, un violinista con un traje rutilante, la misma troupe de bailarinas, ahora ataviadas con lentejuelas y plumas. Byron nunca había visto nada igual, ni siquiera en el circo. Diana aplaudía al finalizar cada acto y los niños no se atrevían a pestañear siquiera, como si temieran que, con sólo respirar demasiado fuerte, todo aquello fuera a desvanecerse. Cuando un hombre de esmoquin se puso a tocar el órgano mientras unas bailarinas con vestidos blancos danzaban a su espalda, el rostro de Diana se llenó de lágrimas. Sólo cuando un segundo mago salió a escena, luciendo un fez rojo y un traje que le venía demasiado grande, se permitió reír. Una vez que empezó, no podía parar.
—¡Ay, que me muero de risa! —chillaba llevándose las manos al estómago.
Para cuando abandonaron el muelle y la costa, era casi de noche. Lucy estaba tan cansada que Diana cruzó el torniquete con la niña en brazos y la cargó hasta el coche.
Byron vio cómo el mar se iba desdibujando a su espalda hasta convertirse en una mera línea plateada sobre el horizonte. Su hermana se durmió a los pocos segundos de haber arrancado. Esta vez su madre no cantó, sino que condujo en silencio a lo largo de todo el trayecto. Sólo una vez apartó los ojos de la carretera para buscar los suyos en el retrovisor.
—Ha sido un día fantástico —dijo con una sonrisa.
Sí que lo había sido, concedió Byron. A su madre se le daban muy bien las sorpresas.
Poco imaginaban que los aguardaba otra sorpresa cuando llegaran a casa, con la piel pringosa y escocida. Allí estaban Beverley y Jeanie, esperándolos en las tumbonas de la parte de atrás. La pequeña dormía a pierna suelta, pero tan pronto como Beverley los vio entrando en la cocina se levantó de un salto y empezó a señalar su reloj de muñeca. Diana abrió las puertas acristaladas de par en par y las sujetó al muro de la fachada al tiempo que preguntaba si todo iba bien, pero Beverley montó en cólera. Dijo que Diana la había decepcionado. Que había olvidado su visita.
—No había caído en que las visitas fueran algo diario —repuso Diana, y le explicó que sólo habían ido hasta la costa a ver un concierto, lo que no hizo sino empeorar las cosas.
Beverley se la quedó mirando boquiabierta.
—Había un organista buenísimo —añadió Byron.
Se ofreció para ir a buscar el programa y enseñar a Beverley las fotos, pero ésta meneó la cabeza con brusquedad y apretó los labios con tanta fuerza que daba la impresión de que los tenía cosidos.
—Beverley, no quiero que te enfades —dijo Diana.
—A mí también me hubiese gustado dar un paseo hasta la costa. Me hubiese gustado asistir a un concierto. Estamos muertas de hambre. Para mí ha sido un mal día. La artritis me está matando. Y me encanta oír tocar el órgano. Es mi instrumento preferido.
Mientras Diana se afanaba en prepararle uno de sus cócteles amarillos y cortaba rebanadas de pan para hacer sándwiches, Beverley se puso a hurgar en su bolso con frenesí. Empezó a sacar cosas (la cartera, una pequeña agenda, el pañuelo) que luego volvió a meter dentro de cualquier manera.
—Ya te dije que esto pasaría —se lamentó; parecía al borde de las lágrimas—. Te dije que acabarías cansándote de mí.
Jeanie se levantó de la tumbona con aire soñoliento y entró por la puerta acristalada.
—No me he cansado de ti, Beverley.
—Me invitas a tomar el té pero luego te largas y te olvidas de mí… —Beverley ya lloraba a lágrima viva, tanto que no pudo continuar.
Diana le ofreció un pañuelo. Luego le cogió la mano y finalmente la abrazó.
—Por favor, no llores. Eres mi amiga. Por supuesto que lo eres. Pero no puedo estar todo el tiempo pendiente de vosotras. Tengo a los niños…
Beverley se apartó bruscamente con el brazo en alto, como si fuera a pegarle, pero se detuvo al oír una carcajada de puro regocijo procedente de la cocina. Jeanie pasó como una exhalación montada en la pelota saltarina de Lucy rumbo a la puerta acristalada, pero tropezó con el desnivel y salió despedida hacia delante. Aterrizó de bruces en el enlosado de la solana. Se quedó inmóvil, con una pierna estirada y las manos apoyadas en el suelo, a ambos lados de la cabeza, sin moverse.
Beverley soltó un chillido y corrió a ayudarla.
—¡No ha sido nada! —exclamó fuera de sí—. ¡No ha sido nada, cariño! —Pero no sonaba en absoluto reconfortante. Sacudió a su hija con brusquedad, como si quisiera despertarla, y le tiró de los brazos—. ¿Puedes caminar? ¿Se te han abierto los puntos?
—Pero si ni siquiera lleva puntos —observó Diana con nerviosismo—. ¿Y qué hacía montada en la pelota saltarina si no tiene la pierna bien?
Era un comentario de lo más desafortunado, aunque fuera cierto. Beverley cogió a la niña en brazos, entró en la casa y se dirigió a la cocina con paso tambaleante. Diana fue tras ella llevando el bolso de su amiga, que seguía avanzando a trompicones, como si no pudiese parar.
—Lo siento, lo siento —dijo Diana—. No quería decir eso.
—¡Ya está dicho!
—Deja que te lleve a casa. Déjame ayudarte —rogó Diana con la misma voz cantarina que empleaba con Seymour.
Por una fracción de segundo, Byron temió que su padre estuviera justo detrás de él.
Beverley se paró en seco y dio media vuelta. Tenía el rostro lívido de ira. Jeanie yacía en sus brazos, inerte como una muñeca de trapo, y su madre la sostenía sin tocarla, con los dedos de las manos agarrotados, como si le resultara demasiado doloroso usarlos. No había sangre en la rodilla de Jeanie; Byron se aseguró de comprobarlo. Sin embargo, la niña estaba pálida y apenas abría los ojos, de eso también se dio cuenta.
—¿Crees que necesito tu caridad? —espetó Beverley—. Soy tan buena como tú. Mi madre era la mujer del párroco, por si no te acuerdas. No una corista de medio pelo. Cogeremos el autobús.
Esta vez fue Diana la que se tambaleó. Apenas podía articular palabra. Farfulló algo acerca del coche y la parada del autobús, pero no pudo acabar la frase.
Para asombro de Byron, Beverley soltó una carcajada.
—¿Qué? ¿Y ver cómo vas haciendo eses? Le tienes tanto miedo a ese coche que eres un peligro al volante. Ni siquiera deberías tener carnet.
Se encaminó hacia el sendero de entrada con la niña en brazos. Diana se la quedó mirando desde la puerta, pasándose los dedos por el pelo una y otra vez.
—Esto no va bien —dijo al fin, y se fue a la cocina a lavar los platos y sacudir las toallas de playa.
Byron se quedó en la puerta, viendo cómo la silueta de Beverley se iba encogiendo cada vez más, desdibujándose a medida que se alejaba hacia la carretera, hasta que no quedó sino el jardín, y más allá el páramo, y luego la superficie esmaltada del cielo veraniego.
Al igual que Beverley, James se mostró muy interesado en el espectáculo teatral presenciado durante la excursión a la playa. Acaso decepcionado por el abrupto fin de la Operación Perfecta, sometió a Byron a un interrogatorio sobre la función: qué vestimenta llevaban los artistas, cuánto duraba cada acto, en qué consistían exactamente. Pidió que le describiera con pelos y señales los decorados pintados a mano, la orquesta, el telón que caía entre acto y acto. Lo que más lo sorprendió fue la anécdota del organista y las bailarinas vestidas de blanco. «¿De verdad que a tu madre se le saltaron las lágrimas?», preguntó con insistencia.
A lo largo de los siguientes cuatro días no hubo noticias de Digby Road. Diana apenas despegó los labios durante ese tiempo. Se atareaba en el jardín, arrancando las rosas marchitas y podando los guisantes de olor. Sin Beverley, el tiempo parecía volver a arrastrarse lentamente. Lucy y Byron jugaban cerca de su madre y se sentaban a comer bajo los árboles frutales. Byron enseñó a su hermana cómo hacer perfume aplastando pétalos de flores. Cuando Seymour volvió a casa, Diana se puso la falda de tubo y se peinó con secador. El hombre habló de su inminente viaje a Escocia y ella apuntó una lista de las cosas que iba a necesitar. Soplaron las velas del pastel de cumpleaños de Lucy y Seymour se marchó el domingo a primera hora.
Esa tarde, Beverley llamó por teléfono. La conversación fue breve. Diana apenas despegó los labios, pero cuando colgó estaba pálida como la cera. Se sentó en una silla de la cocina con el rostro entre las manos, y durante un buen rato fue incapaz de articular palabra.
«Ha ocurrido algo espantoso —escribió Byron a James esa noche—. La niña, Jeanie, NO PUEDE CAMINAR. Por favor, contesta enseguida. La situación es MUY GRAVE. LA OPERACIÓN PERFECTA NO HA TERMINADO. Esto es una EMERGENCIA.»