19
Jeanie y la mariposa
Era demasiado tarde para volver atrás. El verano había adquirido una dinámica propia. Byron no sabía cuánto más iba a durar todo aquello. El calor, el sentimiento de culpa de su madre, la pierna de Jeanie, las visitas de Beverley.
Jeanie estaba sentada en su manta de lana, bajo los árboles frutales, con ambas piernas estiradas, la de la prótesis y la otra, tan corriente por contraste, con su calcetín blanco y su sandalia. Estaba jugando con las muñecas Cindy, o por lo menos había apilado los torsos de éstas a un lado y las cabezas al otro, y tenía a su alcance los cuadernos de colorear y los rotuladores. También le habían dejado un vaso de Sunquick y una galleta, así como una manzana troceada. Cada vez que Byron pasaba por allí, la encontraba canturreando. Desde la casa le llegaban las notas del órgano, Beverley practicando una nueva pieza, y sabía que su madre estaba descansando en el sillón junto al estanque. Él había pasado una mala noche. Cada vez que se despertaba la oía abajo, escuchando música en el tocadiscos. Seguramente no había vuelto a acostarse. Lucy estaba en la casa; se negaba a salir de su habitación.
Una mariposa amarilla se posó cerca de sus pies. Byron intentó tocarla, pero ella revoloteó hasta la blanca corola de una flor y descansó sobre sus pétalos, batiendo las alas. El chico le susurró que no tuviera miedo, y por un momento pensó que la mariposa lo había entendido, porque permaneció inmóvil mientras él alargaba el dedo. Luego alzó el vuelo de nuevo y fue a posarse en un ranúnculo. Byron siguió con la mirada su ir y venir, hasta que Beverley tocó una nota grave en el órgano y la mariposa voló hacia el cielo como una hoja aspirada por la brisa. El chico intentó no perderla de vista, entornando los ojos cada vez más, hasta que finalmente se hizo tan diminuta que ya no estaba allí. Cuando echó un vistazo alrededor, se dio cuenta de que había ido moviéndose sin querer y que estaba pisando el borde de la manta de Jeanie.
—Lo siento —se apresuró a decir.
La niña lo miró con los ojos muy abiertos, asustada.
Byron se arrodilló al borde de la manta para demostrarle que no pretendía hacerle daño. No había estado a solas con ella desde el día que la había encontrado dormida en la cama de Lucy. No sabía qué decir. Observó el cuero desgastado del aparato ortopédico, las correas y hebillas. Parecía doloroso. Ella se sorbió la nariz y Byron vio que estaba llorando. Le preguntó si quería que jugara con ella. La niña asintió.
Byron puso sombreros en las cabezas y vestidos en los cuerpos de las muñecas. Dijo que era una lástima que estuvieran todas rotas. La niña volvió a asentir.
—¿Te gustaría que las arregláramos?
Jeanie no asintió ni despegó los labios, pero esbozó una sonrisa.
Byron cogió una cabeza y un cuerpo. Intentó ensamblar ambas piezas y llegó a creer que no lo conseguiría, pero de repente, con un chasquido, la cabeza encajó en su sitio.
—Ya está —dijo—. La hemos arreglado.
La niña no había hecho nada, pero ese plural hizo que Jeanie volviera a sonreír, como si en otras circunstancias pudiera haber arreglado ella la muñeca. Jeanie la cogió. Le tocó la cabeza, los brazos, las piernas. Le acarició el pelo con delicadeza.
—Oh, pero ¿qué les ha pasado a estas pobres chicas? —exclamó Byron de pronto, cogiendo otro torso y otra cabeza, cubiertos ambos de puntitos hechos con rotulador.
Jeanie soltó un gritito y se encogió de miedo. Fue una reacción tan brusca e instintiva que Byron también dio un respingo. Era como si la niña temiera que le pegara.
—No tengas miedo. No te haré daño —le dijo con voz queda—. Tranquila, Jeanie.
La pequeña sonrió, avergonzada. Byron le preguntó si las muñecas tenían sarampión, y la niña asintió en silencio.
—Ah, ya veo —añadió él—. Pobrecitas.
Jeanie asintió.
—¿Y les gusta tener sarampión?
Ella movió la cabeza despacio en señal de negación, sosteniéndole la mirada.
—¿Les gustaría estar sanas?
Cuando la niña volvió a asentir, el corazón de Byron empezó a latir con fuerza, pero se obligó a respirar despacio. Era una lástima, dijo, que las pobres tuvieran que estar enfermas, a lo que Jeanie asintió.
—A lo mejor necesitan ayuda para recuperarse, ¿no crees? —preguntó el chico con dulzura.
Jeanie se limitó a mirarlo de hito en hito con gesto de alarma.
Él cogió un rotulador rojo y se pintó tres puntitos en la mano. No comentó nada sobre lo que estaba haciendo, en parte porque no tenía ni idea de lo que se proponía y en parte porque intuía que ambos estarían más cómodos en silencio. Jeanie permaneció muy quieta, sin quitarle ojo mientras Byron se pintaba puntitos en la palma, observando el rotulador y los puntos, como pequeñas bayas rojas.
—¿Quieres probar? —la animó, tendiéndole el rotulador y alargando su propia mano.
Jeanie extendió cinco delgados dedos en su dirección y Byron posó en ellos su mano regordeta. La de Jeanie estaba fría como la piedra. La niña dibujó un pequeño círculo en su mano y lo coloreó, y luego trazó otro, sin apenas presionar. Lo hacía despacio y con delicadeza.
—También puedes pintarme manchas en la pierna si quieres —dijo él.
Ella asintió y le pintó unas manchitas en la rodilla, luego en el muslo, y finalmente por toda la pierna hasta llegar al pie. La cálida brisa agitaba las hojas del árbol frutal.
—¿Quieres que te pinte unas pocas, Jeanie?
La niña miró de soslayo hacia la casa, donde su madre tocaba el órgano. Parecía confusa o triste, Byron no lo tenía claro. Al final negó con la cabeza.
—Nadie se enfadará —le aseguró él—. Y yo te ayudaré a quitarlas después. —Extendió los brazos y piernas cubiertos de puntitos rojos—. Mira —dijo entre risas—, puedes tener sarampión como yo.
Jeanie le tendió la mano y, de nuevo, fue como tocar piedra. Byron le pintó cuatro puntitos en los nudillos. Lo hizo muy suavemente porque temía hacerle daño. Cuando terminó, la niña se acercó la mano a la cara y examinó el resultado con atención.
—¿Te gustan? —preguntó Byron.
Jeanie asintió.
—¿Quieres que te pinte más?
Ella le sostuvo la mirada con una expresión extraña, interrogante. Luego señaló sus propias piernas.
—¿Ahí? —preguntó el chico.
Jeanie meneó la cabeza y señaló el aparato ortopédico. Byron miró hacia la casa y luego el estanque. Beverley estaba ensayando una nueva composición. Se detenía cada vez que se equivocaba y empezaba otra vez desde el principio. No había ni rastro de su madre.
Las manos le temblaron al desabrochar las hebillas. Abrió las solapas de cuero, bajo las que asomó una piel suave y pálida. Olía un poco a sal, pero no resultaba desagradable. Byron no quería que Jeanie se disgustara. No había ningún apósito de esparadrapo bajo el aparato. Ninguna rodilla tenía cicatriz alguna.
—Pobre pierna… —dijo.
La niña asintió.
—Pobre Jeanie.
Le pintó una mancha en la rodilla, tan tenue y diminuta que apenas se veía. Jeanie no se inmutó. Lo observaba con suma atención.
—¿Te hago otra?
La niña señaló su tobillo, luego la espinilla, luego el muslo. Byron pintó seis puntos más. Mientras lo hacía, ella se estiraba hacia delante, casi rozando la cabeza de Byron, para no perderse detalle. El chico se dio cuenta de que Jeanie no mentía acerca de sus piernas. Se limitaba a esperar que estuvieran listas para volver a andar.
—Ahora estamos iguales —concluyó Byron.
Una hoja amarilla descendió aleteando a la luz del sol y aterrizó en la manta. Fue entonces cuando Byron vio que se trataba de la mariposa de antes, la de las alas amarillas. No se le ocurrió que pudiera ser una señal, pero su reaparición supuso la unión de dos instantes que, de no ser por ella, nunca hubiesen coincidido. La pieza de Beverley iba ganando en intensidad conforme se acercaba a su fin. La mujer atacó el estribillo con un crescendo. Byron hasta creyó oír a su madre llamándolo desde el estanque. Tuvo la sensación de que algo estaba a punto de ocurrir, un nuevo hito, y si no se daba prisa se le escaparía para siempre.
—La mariposa está buscando una flor —susurró. Alargó los dedos como si fueran pétalos, y lo mismo hizo Jeanie—. Cree que nuestras manchas de sarampión son flores.
Byron atrapó la mariposa con delicadeza entre las palmas ahuecadas. Notaba el batir de sus alas, pálidas como el papel. La depositó en las manos de Jeanie y le dijo que no se moviera. Y allí se quedó la mariposa, como si también hubiese comprendido que debía permanecer inmóvil, sin aletear ni asustarse. La niña no se atrevía a respirar siquiera.
—¡Jeanie! —gritó Beverley desde la solana.
—¡Byron! —exclamó su madre, cruzando el jardín.
La mariposa se desplazó tímidamente hacia los dedos de Jeanie.
—Oh, no… —susurró Byron con un hilo de voz—, va a caerse. ¿Qué podemos hacer, Jeanie?
En medio del silencio, muy despacio, la niña empezó a levantar las rodillas para tenderle un puente de florecillas rojas. Mientras la mariposa se paseaba por sus uñas y descendía hacia las piernas, Jeanie las levantó un poco más. Las mujeres prorrumpieron en gritos y echaron a correr en su dirección, pero Byron siguió animándola, «Más arriba, preciosa, más arriba». La mariposa recorrió sin apenas tocarlas sus pequeñas rodillas blancas en imparable ascenso, hasta que la niña rompió a reír.