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Papá Noel

Lo del disfraz ha sido idea del señor Meade. Lo saca con cuidado de su envoltorio de plástico. La señora Meade lo ha comprado por internet. El traje de velvetón viene con una barba blanca, un cinturón de plástico y un saco de los regalos.

—No lo dirá en serio —insinúa Paula.

Pero el señor Meade contesta que sí, por supuesto. Los de Higiene y Seguridad le están haciendo la vida imposible. Si Jim quiere conservar su empleo, tendrá que hacerlo sentado en una silla.

—¿Por qué no puede trabajar en silla de ruedas? —pregunta Paula.

El señor Meade contesta que los de Higiene y Seguridad no consentirán que ande limpiando mesas en silla de ruedas, precisamente por motivos de higiene y seguridad. ¿Qué pasaría si, por poner un ejemplo, arrollara a un cliente?

—Esto es una cafetería —repone Paula—, no un circuito de carreras.

Meade se aclara la garganta. Parece acalorado.

—Si Jim quiere quedarse, va a tener que sentarse en esa silla de ahí disfrazado de Papá Noel. Y no se hable más.

Sin embargo, surgen nuevas complicaciones. Pese a que la señora Meade ha encargado el disfraz de lujo en la talla más grande, cuando Jim se lo prueba el pantalón le viene corto y los puños de imitación de armiño no alcanzan a cubrirle los antebrazos. Luego está la cuestión de la escayola azul del pie, por no decir que la chaqueta extragrande cuelga de su cuerpo escuálido.

Cuando sale cojeando del vestidor, todos lo miran boquiabiertos, como si acabara de aterrizar en la cafetería atravesando el techo.

—Menudo espantajo —opina Paula—. Parece que lleve un año sin comer.

—Asustará a todo el mundo —suelta Darren, que se ha pasado todo el día en la cafetería. Paula le lleva bebidas calientes cuando el señor Meade está distraído—. Los niños se echarán a llorar.

Paula baja corriendo a la tienda y regresa con un par de guantes blancos, así como varios cojines cuadrados que ha sacado de la sección de objetos decorativos. Tiene el detalle de apartar los ojos mientras introduce el relleno debajo de la chaqueta de Jim y luego lo sujeta con cinta de regalo.

—¿Crees que le vendría bien un poco de espumillón? —pregunta Darren—. ¿En el gorro rojo?

Paula va en busca de espumillón. Lo ciñe con cuidado en torno de la cabeza de Jim, tarareando por lo bajo mientras lo hace.

—Ahora parece que lleve una antena en la cabeza —opina Darren.

Han colocado a Jim junto a la joven banda de música, al pie de la escalera. Han cubierto la silla de ruedas con una hiedra de plástico que destella. Junto a su pie hay un cubo destinado a recoger las cartas y ocultar la escayola. El cometido de Jim consiste en repartir folletos con sugerencias de regalos navideños que encontrarán rebajados en la sección de objetos decorativos. Entre éstos se hallan aspiradoras para el hombre de tu vida y masajeadores de pies para señoras. Paula y el señor Meade permanecen de pie, con los brazos cruzados, observando la escena.

—La verdad es que ha quedado bastante simpático —opina la joven.

—Aseguraos de que no abra la boca —les advierte la gerente, que en ese momento entra por las puertas automáticas.

El señor Meade le promete que así se hará.

—Porque como lo vea asustándome a la clientela… —La gerente es una mujer de complexión angulosa que viste traje negro y lleva el pelo recogido en una coleta tan tirante que le tensa el cutis—. Como lo pille haciendo algo así, está despedido. ¿Entendido?

Para ilustrar sus palabras finge rebanarse el cuello con un dedo. Los interpelados asienten sin rechistar y vuelven a la cafetería. Jim es el único que se queda allí abajo, sentado en su silla sin mover un músculo.

En Besley Hill, todos los años ponían un árbol de Navidad en la sala de la televisión. Las enfermeras lo colocaban junto a la ventana y disponían las sillas en círculo alrededor, para que todos los pacientes pudieran verlo. Por esas fechas, los alumnos de la escuela local solían ir a visitarlos. Les llevaban regalos envueltos y les cantaban villancicos. Los pacientes no podían tocar a los niños ni asustarlos. Éstos, a su vez, se quedaban de pie con el uniforme escolar, las manos entrelazadas y los ojos muy abiertos, portándose de un modo ejemplar. Después, las enfermeras repartían los regalos e invitaban a los pacientes a dar las gracias a los niños, aunque éstos a menudo creían que se dirigían a ellos y decían «gracias» al unísono. En cierta ocasión, Jim recibió como regalo una lata de piña cortada en trozos.

—Qué suerte la tuya, ¿verdad? —le dijo la enfermera, y explicó a los niños que Jim adoraba la fruta.

Él se disponía a decir que sí, que así era, pero las palabras no acudieron a sus labios lo bastante deprisa y la enfermera las pronunció en su lugar. Cuando acabó la visita, los niños abandonaron la estancia a trompicones, empujándose entre sí, como si la puerta no fuera lo bastante ancha, y de pronto el espacio debajo del árbol de Navidad se veía tan desnudo que parecía haber sido saqueado. Varios pacientes rompieron a llorar.

Asomado a una ventana de la planta de arriba, Jim vio cómo los niños subían al autobús escolar. Cuando tres de los chicos se dieron la vuelta y miraron en su dirección, Jim les hizo adiós con la mano y les enseñó la lata de piña para que recordaran quién era y también que le había gustado su regalo de Navidad. Los chicos hicieron un gesto soez con los dedos.

—¡Chiflado! —gritaron, y empezaron a hacer muecas y aspavientos, como si los estuvieran electrocutando.

Al parecer, el repertorio de la joven banda de música se limita a tres composiciones: Jingle Bells, Away in a Manger y She’ll Be Coming Round the Mountain. Esta última es su favorita, y el joven con acné que toca los platillos grita «¡Yija!» cada vez que los hace sonar en el estribillo. Una mujer alta con un abrigo verde entra por la puerta con paso decidido y pasa de largo por delante de Jim, pero frena en seco y se vuelve para mirarlo.

—Hay que joderse —masculla—. ¿De qué vas disfrazado?

Jim va a ofrecerle un folleto cuando comprende con una oleada de pánico quién es y, con otra oleada, recuerda que lleva puesto un traje de velvetón rojo con puños de imitación de armiño.

Eileen se desabrocha los grandes botones verdes del abrigo. Liberada, la tela se repliega, descubriendo una falda morada que se le frunce en la cintura.

—¿Qué tal va todo, Jim? ¿Aún sigues aquí?

Él intenta asentir como si seguir allí fuera lo que más desea en el mundo. Un cliente que pasa arroja unas monedas al cubo, y Jim esconde su gran pezuña azul detrás de la zapatilla del otro pie.

—Tenía la esperanza de verte —dice Eileen.

—¿A mí?

—Quería decirte que lo siento. Lo de la semana pasada.

Jim tiembla de tal modo que no puede sostenerle la mirada.

—No te vi. Apareciste de pronto, como salido de la puta nada. Tuviste suerte de que no te atropellara.

Jim intenta fingir que tiene frío. Intenta fingir que está tan aterido que ni siquiera oye bien.

—Brrrr —dice, frotándose las manos con tal frenesí que más parece que se las lave con jabón invisible.

—¿Te encuentras bien?

Por suerte, la banda ataca una animada versión de I Wish It Could Be Christmas Everyday y Eileen no oye su respuesta. Se nota que ese tema no lo han ensayado demasiado. Hay disparidades en el ritmo, y también en la duración del estribillo, de modo que una mitad de la banda parece tocar un conjunto de notas que nada tiene que ver con el de la otra mitad. Desde el interior del supermercado, la gerente observa cuanto ocurre en el vestíbulo. Se ajusta el auricular y habla por el micrófono. Jim trata de imitar su gesto de antes pasándose un dedo por el cuello, pero la barba se lo impide.

—No pue… puedo hablar.

—No me extraña. Te han envuelto en espumillón, joder.

Mira de reojo a la gerente y va a buscar un carrito de la compra. Jim se fija en cómo lo maneja, con determinación y rapidez. Se fija en cómo se detiene para examinar una flor de Pascua, y luego le hace una mueca tan graciosa a un niño sentado en su cochecito que éste sacude los pies y rompe a reír.

Al salir, Eileen deja caer algo en el cubo de Jim. Es uno de sus folletos, en el que ha escrito con grandes letras mayúsculas: ¡¡¡TE ESPERO EN EL APARCAMIENTO DESPUÉS DE TRABAJAR!!!

Las mayúsculas parecen chillar dentro de la cabeza de Jim. Examina la profusión de exclamaciones y se pregunta qué querrán decir. Se pregunta si el mensaje no será en realidad una tomadura de pelo.