3
Dos puntos
—No es que me lo tome a mal, Byron —dijo James con voz aguda e infantil—. Es sólo que me sorprende que decidierais ir así, por las buenas. Creía que el plan era hacerlo juntos.
—Pero las cosas han ido más deprisa de lo que previste.
James hizo caso omiso de su réplica y apuró el botellín de leche y limpió el cuello de la botella con la mano.
—He estado allí antes.
—¿En Digby Road?
—Sí, en la consulta del médico. Mi madre me llevó a verlo por los piojos. Es una consulta privada. No quería que nadie se enterara.
Byron pensó que había aspectos de la vida de James Lowe que seguían sorprendiéndolo.
—Me costará ayudar a salvar a tu madre si no estoy al corriente de todo lo que ocurre. Me hubiese gustado oír la conversación para tomar apuntes en mi cuaderno de notas de la Operación Perfecta.
—No sabía que tuvieras un cuaderno de notas.
—También he hecho algunos esquemas. Además, me hubiese gustado ir al restaurante del hotel. El cóctel de gambas me chifla. ¿De verdad que te dejó tomar sopa de tomate antes de la hora del almuerzo? ¿De verdad que compró una bici Chopper roja para esa niña?
Sí, una Tomahawk, repitió Byron. James no salía de su asombro y sus ojos relucían como dos grandes botones azules.
—Como tu madre no hay dos —dijo—. Tout va bien.
Era cierto. El regreso a Digby Road y la consiguiente entrega de tan generosos regalos habían supuesto un punto de inflexión. Diana volvía a ser la misma de siempre. Volvía a hacer todas esas cosas que tan bien se le daban, los detalles casi imperceptibles que la situaban por encima de los demás. Llenaba los jarrones con flores recién cortadas, arrancaba las malas hierbas que crecían entre las losas del sendero, cosía los botones sueltos y zurcía la ropa. Su padre volvió para pasar el fin de semana, y esta vez Diana no carraspeó ni retorció la servilleta entre los dedos cuando él le preguntó por el Jaguar.
—Va suave como la seda. Es un coche maravilloso —dijo ella, y le dedicó una sonrisa sin mácula.
A principios de la segunda semana de julio las madres de la escuela se reunieron para su último desayuno del curso. Byron sólo la había acompañado, aclaró Diana, porque tenía cita con el dentista.
—No podemos quedarnos mucho rato —explicó—. Así que nos sentaremos en la punta.
La madre nueva preguntó a Diana si no le preocupaba que Byron se perdiera tantas clases estando el examen final a la vuelta de la esquina («¿Cómo dices que se llamaba la nueva?», preguntó Andrea.) Las mujeres hablaron de sus planes para las vacaciones. Deirdre había reservado un viaje de dos semanas al extranjero. La madre nueva iba a visitar a su cuñada, que vivía en Tunbridge Wells. Cuando se lo preguntaron a Diana, dijo no tener planes. Seymour se iría con los compañeros de trabajo a Escocia unos días, como todos los años, y ella pasaría el verano en casa con los niños. Quedarse en casa era preferible a ir de viaje, opinó Andrea Lowe. No había que preocuparse por cosas como las pastillas potabilizadoras o las picaduras de insecto. Entonces alguien sacó a colación el tema del ahorro doméstico, y Andrea mencionó, como de pasada, que había tenido la inmensa suerte de comprar un maravilloso sofá de piel de un tono casi negro. «Color mulato, diría yo.»
De repente, Diana cogió el bolso y apartó la silla de la mesa. Byron pensó que iban a marcharse, aunque no comprendía por qué, ya que aún faltaba media hora para la cita con el dentista. Entonces su madre pareció distinguir a alguien al otro lado del salón de té y saludó con la mano. Byron se preguntó quién podía ser. Miró a la recién llegada, que se dirigía hacia ellos abriéndose paso con decisión entre mesas y sillas, y reconoció a Beverley.
Llevaba pantalones de cintura alta y pernera ancha, blusa de gasa y una pamela violeta.
—No quisiera interrumpir… —dijo a las mujeres allí reunidas. Se quitó el sombrero y empezó a girarlo entre las manos como si fuera el volante de un coche—. Estoy buscando la sección de peluches. Pero no hago más que perderme. Llevo siglos aquí dentro.
Su mirada se deslizó tan rápido por todas las presentes que las palabras se atropellaban en su boca.
Diana le dedicó una sonrisa.
—Chicas, os presento a Beverley.
—Hola, hola, hola —dijo Beverley, agitando la mano como si sacara brillo a una ventana invisible.
Las mujeres contestaron al saludo con sonrisas forzadas que más parecían dolorosos rictus.
—No estaré interrumpiendo, ¿verdad? —le preguntó Beverley a Diana.
—No, qué va —contestó Andrea, de un modo que insinuaba todo lo contrario.
—Byron, ofrece tu silla a Beverley —ordenó Diana.
—No; te lo ruego. No me quedaré.
Pero Diana insistió.
Byron dejó su silla dorada junto a la de Diana y Andrea apartó un poco la suya para hacerle sitio. El chico se colocó de pie detrás de su madre. Era un error invitar a Beverley a sentarse. Era un error presentarla a las madres de Winston House. Estaba seguro de que James le hubiese dado la razón.
Sin embargo, Beverley aceptó la silla que él le ofreció. Se sentó muy recta, sin tocar el respaldo, y al parecer no sabía qué hacer con la pamela. Primero la dejó sobre el regazo y luego la colgó del respaldo de la silla, pero no tardó en caer al suelo, donde la dejó.
—Pues sí —dijo como si alguien le hubiese preguntado algo, por más que nadie mostrara interés en hacerlo—. A Jeanie le encanta la ovejita que le has regalado. —Seguía dirigiéndose exclusivamente a Diana—. Juega con ella a todas horas. Pero ¿sabes qué?
Diana negó con la cabeza levemente.
—No sé, Beverley.
—Se le ha roto la guitarrita. Y mira que le dije que tuviera cuidado, que era un objeto de coleccionista. Qué disgusto se ha llevado. Se le rompió entre las manos, así sin más —añadió, chasqueando los dedos.
Byron permanecía muy quieto. Temía que, si movía un solo músculo, acabaría apartando a Beverley de un empujón. Quería gritarle que no mencionara la bicicleta. Quería gritar a las madres que se tomaran sus cafés sin hacerle caso. Todas la observaban con sonrisas huecas, falsas hasta la médula.
—Sabía por la bolsa que la habías comprado aquí, así que se lo prometí. Le dije: «Pórtate bien, Jeanie, para de llorar, y mamá te comprará otro peluche igual.» Me alegro de volver a verte. —Abarcó de un vistazo a las allí reunidas—. ¿Venís aquí a menudo?
Las interpeladas contestaron que sí. Muy a menudo, puntualizó Andrea. Beverley asintió.
—¿Te apetece tomar algo? —ofreció Diana, tendiéndole la carta encuadernada en piel.
—¿Sirven copas de verdad?
Era evidente que lo decía en broma, pero nadie le rió la gracia, ni sonrió, ni contestó siquiera «copas no, pero ¿qué tal un café?». Beverley se ruborizó intensamente y su rostro pareció a punto de virar a una tonalidad más oscura, como el morado.
—No me quedaré —dijo, pero sin hacer amago de marcharse. Y entonces añadió—: Supongo que todas tenéis hijos, como Diana…
Las mujeres cogieron sus tazas y farfullaron cosas como «sí», «uno», «dos».
—Y supongo que todos van a Winston House… —Resultaba claro que intentaba ser amable.
Sí, claro, contestaron las madres, como si no hubiera alternativa posible.
—Es una escuela muy buena —comentó Beverley—. Si te la puedes permitir. Muy buena. —Paseó la mirada por el local, deteniéndose en las lámparas de cristal tallado, los camareros con sus uniformes blanquinegros, los manteles almidonados—. Es una lástima que no den vales de compra para gastar en este sitio. Me pasaría la vida aquí. —Y soltó una carcajada. Sin embargo, su risa tenía un punto desafiante, como si en el fondo no le viera la gracia a su propia broma ni a sus circunstancias. Diana también se echó a reír, pero la suya fue una risa generosa, abierta, que parecía decir «¿a que es maravillosa?»—. Pero uno no siempre puede tener lo que quiere —concluyó Beverley.
Andrea se inclinó hacia Deirdre. Se tapó los labios con la mano, pero Byron la escuchó perfectamente, por lo que estaba seguro de que Beverley también:
—¿Es alguien de la escuela? ¿Una empleada?
En medio del silencio, Beverley se mordió el labio inferior hasta que éste perdió todo rastro de color. Sus ojos centelleaban.
—Beverley es amiga mía —dijo Diana.
Esta observación pareció dar renovados bríos a Beverley. Para alivio de Byron, se levantó bruscamente y sin querer pisó el ala de la pamela. La madre nueva reprimió una carcajada. Beverley se puso la pamela. Al ver la sonrisa de la madre nueva, Andrea también sonrió, y Deirdre no tardó en unírseles.
—Bueno, hasta otra. Ha sido un placer —se despidió Beverley con voz cantarina.
Pocas se molestaron en contestar.
—Encantada de volver a verte —dijo Diana, estrechándole la mano.
Beverley iba a dar media vuelta cuando pareció recordar algo:
—Por cierto, tengo buenas noticias: Jeanie está mucho mejor.
Las mujeres la miraron fijamente, tal como mirarían una tubería rota, como si hubiese que hacer algo al respecto, pero no ellas, sino alguien pagado a tal fin.
—Así es. Jeanie es mi hija. Este año ha empezado a ir a la escuela. No a Winston House, sino a la escuela pública. Pero se hizo daño en un accidente. Un coche la atropelló. La persona que iba al volante se dio a la fuga, pero no le guardo rencor. Al final reconoció lo que había hecho. Y la niña no se rompió nada. Eso es lo importante. Nada aparte de un pequeño corte. Le pusieron un punto. Dos, en realidad. Dos puntos. Nada más.
Una incomodidad casi palpable se extendió entre las presentes. Las madres se removían en sus asientos, intercambiaban miradas fugaces, consultaban el reloj. Byron no daba crédito a sus oídos. Pensó que iba a vomitar. Miró de reojo a su madre y hubo de apartar los ojos porque en su rostro vio tal desolación que parecía haberse quedado hueca por dentro. ¿Cuándo se callaría Beverley? Las palabras parecían brotar de sus labios sin que pudiera remediarlo.
—Cojea un poco, pero va mejorando. Cada día un poco más. Ten cuidado, le digo a todas horas, pero no me escucha. Claro, cuando tienes cinco años es distinto. Si me hubiese pasado a mí, estaría tumbada en la cama. Conociéndome, iría en silla de ruedas. Pero ya se sabe cómo son los niños. No saben estarse quietos. —Echó un vistazo al reloj y añadió—: ¿Tan tarde es? —Era un Timex barato, con una correa raída—. Tengo que irme. Hasta pronto, Diana.
Se marchó con tal ímpetu que casi se dio de bruces con una camarera que en ese instante entraba con una bandeja.
—Menudo carácter —comentó Andrea al fin—. ¿De dónde demonios ha salido?
Sólo entonces se volvió Byron hacia su madre. Diana parecía rígida, como si notara un dolor profundo y temiera moverse.
—De Digby Road —contestó a media voz.
Byron no pudo creer que lo hubiese dicho sin más. Su madre parecía a punto de confesarlo todo. El chico empezó a hacer algo que no era exactamente hablar, sino más bien llenar el silencio con sonidos incongruentes.
—Aah, aaah… —dijo, apoyándose ora en un pie, ora en el otro, como si saltara a la pata coja—. Me duelen los dientes. Ay.
Diana cogió el bolso y se levantó.
—Vámonos, Byron. Pagaremos en la caja antes de salir. Y por cierto… —Una vez más, pareció cambiar de idea en el último momento y se volvió hacia Andrea—. Tu sofá no es mulato ni negrata.
—Vamos, querida, sólo es una forma de hablar. No pretendía ofender a nadie.
—Pues suena muy ofensivo. Deberías tener más cuidado.
Diana cogió a Byron de la mano y lo condujo hasta la puerta. Sus tacones resonaban en el suelo de mármol. Cuando se volvió para mirar atrás, el chico vio rencor en el rostro de Andrea, perplejidad en el de las demás. Deseó no haber ofrecido su silla a Beverley. Deseó que su madre no hubiese dicho nada acerca del sofá de Andrea. De todas las mujeres con que podía enemistarse, había elegido a la peor.
Buscaron a Beverley por toda la sección de regalos, pero era como si se la hubiese tragado la tierra.
—Puede que se haya ido derecha a casa —aventuró Byron.
Diana siguió buscándola. Subió hasta la sección de juguetes y llegó incluso a entrar en el lavabo de señoras. Cuando se hizo evidente que Beverley ya no estaba allí, soltó un largo suspiro.
—Dos puntos. Dos puntos, Byron. —Alzó dos dedos en el aire, como si hubiese olvidado que su hijo sabía contar—. No uno, sino dos. Tenemos que volver.
—¿Al salón de té? —No parecía muy buena idea.
—A Digby Road.
Ésa era peor todavía.
—Pero ¿por qué?
—Tenemos que asegurarnos de que esa pobre niña está bien. Tenemos que hacerlo ahora mismo.
Byron intentó aducir que necesitaba ir al lavabo, y luego que tenía una china en el zapato, y que llegarían tarde al dentista. Pero Diana estaba cegada y había olvidado por completo la cita de Byron. Se presentaron en Digby Road con un rompecabezas, una botella de whisky Bell para Walt y dos nuevas ovejas azules de peluche en sendas cajas para Beverley, con sus respectivos instrumentos musicales de viento y cuerda. Esta vez, su madre aparcó justo delante de la casa. Un joven que pasaba por allí le preguntó si quería que le lavara el Jaguar, pese a que no llevaba cubo ni gamuza.
Pero Diana accedió al instante con un «¡gracias, gracias!». Era como si volara por encima de la superficie de las cosas. Enfiló el sendero con un repiqueteo de tacones y llamó a la puerta con los nudillos.
Cuando Beverley salió a abrir, Byron se quedó mudo de asombro. Tenía el rostro hinchado y enrojecido y apenas podía abrir los ojos. Se enjugó la nariz repetidas veces, sonándose entre los pliegues del pañuelo y disculpándose por el estado en que se encontraba. Dijo que tenía un resfriado, pero dos regueros negros surcaban su rostro allí donde se había frotado la nariz y las mejillas.
—No debería haberme acercado. No debería haberte saludado. Pensarás que soy una perfecta imbécil.
Diana le tendió la bolsa con los regalos. Preguntó si Jeanie estaba en casa, si podía pasar a saludarla. Lamentaba mucho que hubiesen tenido que darle dos puntos. Si lo hubiese sabido…
Beverley la interrumpió mientras cogía la bolsa por las asas.
—Eres demasiado buena. No tenías por qué molestarte. —Echó un vistazo al contenido de la bolsa y abrió mucho los ojos.
Cuando Diana le comentó que había puesto dentro una nota con su número de teléfono, fue Byron quien se sorprendió. Era una decisión que había tomado sin comentárselo, y se preguntó cuándo y cómo lo había hecho.
—Pero ¿por qué no me lo dijiste? —preguntó su madre—. Me refiero al otro día, ¿por qué no me dijiste lo de los puntos?
—No quería disgustarte. Se te veía tan buena persona… No te pareces en nada a esas mujeres.
—Me siento fatal —dijo Diana.
—La pierna de Jeanie sólo empeoró después de tu visita. La llevé al médico, y fue entonces cuando le dio los dos puntos. Fue muy amable. Ni siquiera lloró mientras él la cosía.
—Qué bien. Me alegro. —Diana parecía destrozada, ansiosa por marcharse.
—No hay mal que por bien no venga…
—¿Cómo dices?
—Por lo menos esta vez has vuelto.
—Ya…
—No era mi intención acusarte de nada —se apresuró a añadir Beverley.
—No, no; lo sé —repuso Diana con igual premura.
Beverley sonrió y, una vez más, Diana se disculpó. Si había algo que pudiera hacer por ellos, «ahí tienes mi número de teléfono. No dudes en llamar. Sea la hora que sea».
Para asombro de Diana y Byron, Beverly contestó con un sonido entre una carcajada y un grito.
—¡Eeeeeh! —farfulló. Byron no comprendió qué quería decir hasta que, siguiendo el recorrido de sus ojos veloces, se volvió hacia la calzada—. Será mejor que os deis prisa. Ese granuja está intentando abriros el coche.
Madre e hijo volvieron a casa, y esta vez ninguno de los dos despegó los labios en todo el viaje.