3
Talismanes de la suerte
La primera vez que James mencionó a Byron los segundos de más, planteó la cuestión como una mera curiosidad. A ambos les gustaba sentarse fuera de la capilla durante la hora del almuerzo mientras los demás correteaban en el campo de juego. Intercambiaban cromos de Brooke Bond (ambos estaban haciendo la colección Historia de la aviación) y James le hablaba de las cosas que leía en el diario. Era una nota breve, explicó, y sólo había podido leerla por encima, porque su huevo hervido ya estaba listo, pero en resumidas cuentas venía a decir que, por ser ése un año bisiesto, el cómputo del tiempo se había desacompasado respecto al movimiento natural de la Tierra. Para ponerle remedio, había apuntado con aire erudito, los científicos tendrían que examinar cosas como la expansión de la corteza terrestre o el desplazamiento del planeta respecto a su eje. Byron se quedó helado. La sola idea lo horrorizaba. Y aunque James lo comentara como un acontecimiento de lo más emocionante antes de cambiar de tema, el temor a que alteraran el orden natural de las cosas echó raíces en su mente. El tiempo era lo que dotaba de sentido al mundo. Era lo que hacía que la vida siguiera siendo como tenía que ser.
A diferencia de James, Byron era un chico de complexión robusta. Formaban una pareja curiosa. James era enjuto y pálido, lucía un flequillo que le caía sobre los ojos y se mordisqueaba el labio cuando reflexionaba sobre algo; entretanto, Byron esperaba impasible a su lado, como una sombra alargada. A veces se pellizcaba los pliegues carnosos de la cintura y preguntaba a su madre por qué James no los tenía, a lo que ella contestaba que claro que los tenía, por supuesto, aunque él sabía que lo decía para consolarlo. Su cuerpo tenía la mala costumbre de reventar botones y costuras. Su padre lo decía sin tapujos: Byron tenía sobrepeso, y además era perezoso. Y entonces su madre replicaba que eso era porque estaba a punto de dar el estirón, que no era lo mismo que estar gordo. Hablaban de Byron como si éste no estuviese presente, lo que no dejaba de resultar paradójico, puesto que el debate giraba en torno a su excesiva presencia.
En los instantes siguientes al accidente, Byron se sintió incorpóreo de pronto. Se preguntó si estaría herido. Esperó a que su madre se percatara de lo que había hecho, de que chillara o se apeara del coche, pero no lo hizo. Esperó a que la niña gritara o se levantara del suelo, pero eso tampoco ocurrió. Su madre seguía inmóvil al volante, y la niña seguía inmóvil debajo de la bicicleta roja. Y entonces, de repente, como si alguien hubiese chasqueado los dedos, empezaron a ocurrir cosas. Su madre miró de reojo hacia atrás y ajustó el espejo retrovisor; Lucy preguntó por qué se habían detenido. Sólo la niña se quedó donde estaba.
Diana arrancó el motor y puso las manos sobre el volante tal como le había enseñado su marido. Reculó para enderezar el coche y puso la primera. Byron no podía creer que fuera a arrancar sin más, que fueran a dejar a la niña allí tirada, donde la habían atropellado, pero entonces comprendió que su madre no se había percatado de nada. No había visto lo que había hecho. Su corazón parecía a punto de salírsele del pecho, tan fuerte latía.
—¡Vamos, vamos! —la animó Byron.
Por toda respuesta, su madre se mordió el labio (señal de que intentaba concentrarse) y pisó el acelerador sin soltar el embrague; antes de arrancar ajustó el retrovisor, que inclinó un poco a la izquierda, otro poco a la derecha.
—¡Date prisa! —la apremió Byron. Tenían que largarse antes de que alguien los viera.
Siguieron cruzando Digby Road a una velocidad constante. Byron iba mirando a uno y otro lado y echando vistazos atrás. Si no se daban prisa, la niebla se disiparía. Doblaron por High Street y pasaron por el nuevo Wimpy Bar. En la parada del autobús, los niños de Digby Road formaban colas de contornos borrosos. Dejaron atrás la tienda de comestibles, la carnicería, la tienda de discos y la sede local del Partido Conservador. Un poco más allá, los dependientes uniformados de unos almacenes se afanaban en sacar brillo a los escaparates y desplegar los toldos a rayas. Un portero con sombrero de copa fumaba a la puerta del hotel, donde acababa de aparcar una furgoneta de reparto de flores. Sólo Byron se aferraba a su asiento, esperando que alguien les saliera al paso y detuviera el coche.
Pero esto no ocurrió.
Diana detuvo el coche en la calle flanqueada de árboles, donde siempre aparcaban las madres, y sacó las carteras escolares del maletero. Ayudó a los niños a bajar de los asientos y cerró las puertas del Jaguar. Lucy se adelantó dando saltitos. Otras madres los saludaron y les preguntaron por el fin de semana. Una de ellas comentó algo acerca del atasco mientras otra limpiaba la suela del zapato de su hijo con un pañuelo de papel. La niebla se disipaba deprisa. Parches de cielo azul asomaban aquí y allá, y los rayos de sol brillaban entre las hojas de los plátanos como diminutos ojos. A lo lejos, el páramo se veía tembloroso y pálido como el mar. Sólo un jirón de niebla remoloneaba sobre las estribaciones más bajas.
Byron iba al lado de su madre, con la sensación de que las piernas le fallarían de un momento a otro. Se sentía como un vaso que contenía demasiada agua, que se derramaría sin remedio si se apresuraba o detenía bruscamente. No lo entendía. No entendía cómo podían seguir yendo hacia la escuela. No entendía cómo todo podía seguir igual que antes. Era una mañana como otra cualquiera, pero distinta a las demás. El tiempo se había escindido y todo había cambiado.
En el patio de recreo permaneció pegado a su madre, escuchando tan atentamente cuanto se decía que sus ojos se convirtieron en oídos. Sin embargo, nadie dijo «He visto tu Jaguar plateado con matrícula KJX 216K en Digby Road». Nadie dijo que una niña había resultado herida, tal como nadie mencionó los segundos de más. Byron acompañó a su madre hasta la entrada de la escuela para niñas, y Lucy parecía tan despreocupada que ni siquiera se acordó de despedirse agitando el brazo.
Diana le apretó la mano.
—¿Te encuentras bien?
Byron asintió porque su voz no le habría permitido mentir.
—Es hora de entrar, cariño —añadió su madre.
Byron notó que ella lo seguía con la mirada mientras cruzaba el patio; avanzar le costaba tanto que le dolía hasta la columna vertebral. El elástico de la gorra se le hincaba en el cuello.
Tenía que encontrar a James. Tenía que encontrarlo cuanto antes. James comprendía las cosas del mismo modo que a Byron se le escapaban. Era como la parte lógica que le faltaba. La primera vez que el señor Roper había hablado de la Relatividad, por ejemplo, James había asentido con entusiasmo, como si las fuerzas magnéticas fueran una verdad cuya existencia había sospechado desde siempre, en tanto que Byron seguía esforzándose por comprender ese nuevo concepto. Puede que se debiera a que James era un chico muy meticuloso. A veces Byron observaba cómo alineaba la cremallera del plumier o cómo se apartaba el flequillo de los ojos, y había tal precisión en sus gestos que se sentía sobrecogido. En ocasiones intentaba imitarlo. Caminaba con plena conciencia de cada paso que daba, u ordenaba los rotuladores según una escala de color. Hasta que de pronto descubría que llevaba los cordones de los zapatos desatados o que iba medio descamisado, y volvía a ser Byron.
Se arrodilló junto a James en la capilla, pero le costó que le prestara atención. Que él supiera, James no creía en Dios («No hay pruebas», sostenía), pero una vez que se ponía a ello se tomaba muy en serio aquello de rezar, como casi todo. Con la barbilla pegada al pecho, los ojos cerrados con fuerza, recitaba entre dientes con tal fervor que habría sido una blasfemia interrumpirlo. Más tarde Byron intentó abordarlo en la cola del comedor, pero Samuel Watkins le preguntó qué opinaba de los Glasgow Rangers y eso lo retuvo. El problema era que todo el mundo quería la opinión de James. Reflexionaba sobre las cosas antes incluso de que te percataras de que había algo sobre lo que reflexionar, y para cuando te dabas cuenta de que sí lo había, James ya estaba pensando en otra cosa. La oportunidad de Byron llegó por fin durante la clase de educación física.
James estaba delante del pabellón de críquet. Para entonces hacía tanto calor que moverse era un suplicio. No había una sola nube en el cielo y, más que relucir, el sol parecía chillar. Byron ya había bateado y James esperaba su turno en un banco. Le gustaba concentrarse antes de un partido y prefería estar a solas. Byron se sentó en el otro extremo del banco, pero su amigo no levantó la vista ni se movió. El flequillo le tapaba los ojos y su piel clara había empezado a enrojecer allí donde las mangas no alcanzaban a protegerla.
Byron apenas acertó a pronunciar el nombre de su amigo antes de que algo lo interrumpiera.
James estaba contando. Desgranando una retahíla de cifras. Susurraba, como si tuviera una criatura diminuta acurrucada entre las rodillas y necesitara enseñarle las tablas de multiplicar. Byron estaba acostumbrado a oírlo farfullar, pero por lo general James hablaba para sus adentros, de un modo casi inaudible.
—Dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos…
Por encima del páramo de Cranham el aire resplandecía como si las cumbres más elevadas fueran a derretirse, fundiéndose con el cielo. Con su uniforme de críquet blanco, Byron sudaba a mares.
—¿Por qué haces eso? —preguntó.
Sólo trataba de entablar conversación, pero James se sobresaltó como si no se hubiese percatado de su presencia, y Byron se echó a reír para tranquilizarlo.
—¿Estás practicando las tablas de multiplicar? —añadió—. Porque te las sabes mejor que nadie. No como yo, que soy una nulidad. No hay manera de aprenderme la del nueve. Aussi la del siete. Ésas me resultan très difficile.
Los chicos decían en francés todo aquello que les parecía demasiado insulso o difícil de explicar en inglés. Era como tener un lenguaje secreto, aunque en realidad no lo fuera, porque cualquiera podía entenderlos.
James escarbó con la punta del bate en la hierba a sus pies.
—Estoy comprobando que puedo duplicar cifras. Para mantenerme a salvo.
—¿A salvo? —Byron tragó saliva—. ¿Cómo puede algo así mantenerte a salvo?
James nunca había hablado de ese modo. No era propio de él.
—Es como volver corriendo a tu habitación antes de que la cisterna del váter acabe de vaciarse. Si no lo haces, las cosas pueden torcerse.
—Pero eso no es lógico, James.
—Es de lo más lógico, Byron. No pienso dejar nada al azar. Hay mucho en juego, con ese examen a la vista. A veces me pongo a buscar un trébol de cuatro hojas. Y ahora también tengo un escarabajo de la suerte.
James sacó del bolsillo algo que brilló fugazmente entre sus dedos: un pequeño objeto de cobre, delgado y oscuro, del tamaño del pulgar de Byron, con forma de insecto con las alas cerradas. Adosada a éste, una argolla plateada servía para colgar las llaves.
—No sabía que tuvieras un escarabajo de la suerte —comentó Byron.
—Me lo mandó mi tía de África. No puedo permitirme el menor error.
Byron sintió un dolor detrás de los ojos y en el tabique nasal, y con una punzada de vergüenza comprendió que estaba a punto de llorar. Por suerte, alguien gritó «¡Fuera!», y sonaron los aplausos en el campo de críquet.
—Me toca batear —anunció James, tragando en seco. Educación física era la asignatura que peor se le daba. Byron se abstenía de mencionarlo, pero James solía parpadear cuando la pelota iba hacia él—. Tengo que irme. —Y se levantó.
—¿Lo has visto, ce matin?
—¿El qué, Byron?
—Los dos segundos. Los han añadido esta mañana. A las ocho y cuarto.
Hubo una brevísima pausa en la que nada ocurrió, en la que Byron esperó a que James dijera algo, pero en vez de eso se limitó a escrutarlo como solía, pálido como la cera, sujetando el escarabajo con fuerza. Tenía el sol justo a su espalda, y Byron tuvo que entornar los ojos para sostenerle la mirada. Las orejas de James resplandecían como dos gambas.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—El segundero de mi reloj ha retrocedido. Lo he visto. Y cuando he vuelto a mirar, la manecilla giraba de nuevo en sentido horario. Ha pasado, estoy seguro.
—En el Times no ponía nada.
—Tampoco dijeron nada en «Nationwide». Anoche lo vi de cabo a rabo y ni siquiera lo mencionaron.
James echó un vistazo a su reloj. Era de fabricación suiza, tenía una gruesa correa de cuero y había pertenecido a su padre. No había números para señalar los minutos, sólo una pequeña ventana con la fecha.
—¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que lo has visto?
—Completamente.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué iban a añadir los segundos sin decírnoslo?
Byron torció el gesto para reprimir las lágrimas.
—No lo sé.
Deseó tener un llavero con forma de escarabajo. Deseó tener una tía que le enviara talismanes desde África.
—¿Estás bien? —preguntó James.
Byron asintió con tal brío que los globos oculares le bailaron en las cuencas.
—Dépêchez-vous. Les autres están esperando.
James se volvió hacia el campo de juego y cogió aire. Echó a correr, levantando las rodillas hasta el pecho y moviendo los brazos como si fueran pistones. Si no aminoraba la marcha, perdería el conocimiento antes de llegar a su destino. Byron se frotó los ojos por si había alguien mirando, y fingió estornudar varias veces para que pareciera que tenía alergia al polen o que había contraído un súbito resfriado veraniego.
La llave del Jaguar nuevo era un regalo que Seymour había hecho a Diana cuando ésta había aprobado el examen de conducir. Su marido rara vez le daba sorpresas. Diana, en cambio, era más espontánea. Podía hacerle un regalo a alguien sólo porque le apetecía, envolverlo en papel de seda y ponerle un lazo aunque no fuera su cumpleaños. Seymour no había envuelto la llave. La había puesto en una caja y la había tapado con un pañuelo de encaje blanco.
—Vaya por Dios… —había dicho Diana—. Qué sorpresa.
En un primer momento no pareció reparar en la llave. Seguía tocando el pañuelo con aire confuso. Llevaba bordada su inicial, D, y unas diminutas rosas.
—Por el amor de Dios, querida —dijo Seymour al fin, pero equivocó el tono y ese «querida» sonó más a amenaza que a apelativo cariñoso.
Entonces ella apartó el pañuelo y vio la llave con el inconfundible emblema de Jaguar grabado en el llavero de piel.
—Oh, Seymour… —repitió una y otra vez—. No deberías… No habrás… No puedo.
Seymour asintió con su habitual ademán rígido, como si su cuerpo se muriera de ganas de ponerse a dar brincos pero las costuras de la ropa no dieran lo bastante de sí. Ahora la gente se fijaría en ellos y tomaría nota, dijo. Nadie volvería a mirar a los Hemmings por encima del hombro. Diana le dijo sí, querido, todo el mundo se morirá de envidia. Y que no había mujer más afortunada sobre la faz de la tierra. Alargó la mano para acariciarle la cabeza y, cerrando los ojos, Seymour apoyó la frente en su hombro como si de pronto sintiera un gran cansancio.
Cuando se besaron, Seymour gimió y los niños se retiraron discretamente.
Diana estaba en lo cierto respecto a las madres. En cuanto lo vieron, se arremolinaron en torno al coche nuevo. Tocaron el salpicadero de caoba, acariciaron el tapizado de cuero y se sentaron al volante. Deirdre Watkins anunció que nunca volvería a conformarse con su Mini Cooper. El Jaguar hasta olía a caro, dijo la madre nueva (cuyo nombre nadie parecía saber aún). Diana las seguía de aquí para allá con el pañuelo en la mano, frotando las huellas de los dedos, sonriendo de un modo forzado.
Todos los fines de semana Seymour le hacía las mismas preguntas: ¿Se limpiaban los niños los zapatos antes de subirse al Jaguar? ¿Se había acordado de sacar brillo a la rejilla cromada? ¿Lo sabía todo el mundo? Por supuesto que sí, por supuesto que sí, contestaba ella. Todas las madres se morían de envidia. ¿Se lo habían contado a los padres? Sí, sí, contestaba ella con una nueva sonrisa.
—No se habla de otra cosa. Eres muy bueno conmigo, Seymour.
Seymour intentaba ocultar su felicidad tras la servilleta.
Cuando Byron pensaba en el Jaguar y en su madre, el corazón se le desbocaba. Tenía que llevarse la mano al pecho para tratar de serenarse, temiendo que le diera un infarto.
—¿Pensando en las musarañas, Hemmings?
En clase, el señor Roper lo obligó a levantarse y dijo a sus compañeros que allí estaba el vivo retrato de un ignorante.
Pero era en vano. Por más que Byron se esforzara, por más que fijara la vista en los libros o en la ventana, las palabras y las colinas se desdibujaban en su mente. Lo único que acertaba a ver era esa niña. Su cuerpo hecho un ovillo al otro lado de la ventanilla, atrapada debajo de la bici roja cuyas ruedas seguían girando en el aire. Estaba tan quieta que era como si de pronto se hubiese detenido y hubiera decidido quedarse dormida. Byron miraba su reloj de muñeca y el implacable avance del segundero, y se reconcomía.