13
El error

Cuando el secreto salió a la luz fue por error. Se delató a sí mismo. Era como tener un perro que se metía en los jardines ajenos antes de que pudieras impedirlo, con la diferencia de que ellos no tenían perro, claro está, porque el pelo de los animales domésticos hacía estornudar al padre de Byron.

Su madre sólo fue a su habitación para tomarle la temperatura antes de que se durmiera. Lucy ya estaba dormida y él llevaba mucho rato esperándola, pero entonces sonó el teléfono y era su padre. Byron no pudo entender lo que su madre decía porque hablaba despacio y en susurros, y tampoco oyó el habitual cascabeleo de su risa. Cuando regresó a la habitación, Diana se detuvo unos instantes con el rostro vuelto hacia el suelo, como si estuviera en otro lugar, no en la habitación de su hijo, al que ni siquiera parecía ver, y fue entonces cuando el chico le dijo que le dolía la barriga. Fue como si le recordara quién era él.

Tras mirar el termómetro, Diana soltó un suspiro y dijo no entender qué estaba pasando.

—No pareces tener ningún síntoma visible —añadió.

—Estaba perfectamente hasta que pasó.

Las palabras brotaron de sus labios sin previo aviso, y sólo al percatarse de lo que había dicho se llevó una mano a la boca.

—¿A qué te refieres? —preguntó su madre mientras se afanaba en limpiar el termómetro con un paño. Lo devolvió a su delgado estuche plateado—. ¿Hasta que pasó qué?

Diana ladeó la cabeza y esperó.

Byron se observó las uñas con la esperanza de que si callaba, si se comportaba como si no estuviera allí, la conversación se desvanecería. Que se desentendería de él y se iría alejando hasta convertirse en un conjunto de palabras completamente distinto sobre un conjunto de problemas completamente distinto.

—Nada —dijo al cabo. De nuevo, lo único que acertaba a ver era la bicicleta roja de la niña.

Su madre se agachó y le plantó un beso en la frente. Tenía un olor dulce, como a flores, y su pelo suave le hizo cosquillas en la frente.

—Esa niña no tendría que haber salido a la carretera —dijo. La frase salió a su vez de un modo tan abrupto que la notó caliente y líquida en su boca.

Su madre soltó una risita.

—¿De qué estás hablando?

—No fue culpa tuya.

—¿Culpa mía? ¿El qué no fue culpa mía? —Diana rió de nuevo, o por lo menos esbozó una sonrisa y emitió un ruido al mismo tiempo.

—No has hecho nada malo, porque no lo sabías. Había mucha niebla, y además estaban los segundos de más. Nadie puede culparte.

—¿Nadie puede culparme de qué?

—La niña. La niña de Digby Road.

Su madre torció el gesto.

—¿Qué niña? No sé de qué me hablas.

Byron sintió que el suelo se desvanecía, que volvía a pisar un puente hecho de piedras y ramas mientras el agua crecía a sus pies. Sólo siguió adelante porque la alternativa de volver atrás había quedado fuera de su alcance, como un barco que se aleja. Retorciendo la punta de la sábana, le contó que había visto a la niña salir por la cancela del jardín montada en una bici roja y que había vuelto a verla, inmóvil, después de que el coche se detuviera. Descubrió que tenía un número limitado de palabras a su disposición, así que las repetía una y otra vez. Digby Road. Niebla. Dos segundos. No es culpa tuya. Y entonces, como su madre no decía palabra, sino que se limitaba a escucharlo tapándose la boca con las manos, añadió:

—Te dije que arrancaras porque no quería que tuvieras miedo.

—No —dijo ella de pronto. Fue un sonido breve, y también la respuesta que menos esperaba oír Byron—. No. Eso no puede ser verdad.

—Pero yo lo vi. Vi todo el accidente.

—¿Accidente? No hubo ningún accidente. —Diana empezó a levantar la voz—. No atropellé a ninguna niña. Soy una conductora prudente. Soy muy prudente. Conduzco tal como me enseñó tu padre. Si hubiese una niña en la calzada, yo lo sabría. La habría visto. Habría frenado. —Tenía los ojos clavados en el suelo. Era como si le hablara a la moqueta—. Me habría bajado del coche.

Byron sentía que la cabeza le daba vueltas. Aspiraba breves bocanadas de aire, cada vez más cortas, que le agarrotaban el pecho y la garganta. Había pensado en mantener aquella conversación muchas veces, o mejor dicho en no mantenerla, y ahora que por fin estaba sucediendo se le antojaba un inmenso error. Era demasiado. Era demasiado revelar la verdad a su madre y descubrir que, después de lo que le había costado hacerlo, ella era incapaz de asimilarla. Byron sólo quería dejarse caer en el suelo y no pensar. No sentir.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué ocurre, tesoro?

Pero ya no le quedaba nada más que decir —todas las palabras se habían consumido y la habitación daba vueltas sobre sí misma mientras las paredes se deslizaban y los suelos se inclinaban—, así que sólo dijo:

—Perdona, voy a vomitar.

No era cierto. Se abrazó a la taza del váter y agachó la cabeza. Hasta intentó forzar el vómito contrayendo el estómago y metiéndose dos dedos en la garganta. Su cuerpo se vio sacudido por una arcada, pero nada brotó de su interior. Cuando su madre llamó a la puerta y preguntó si podía entrar, si necesitaba algo, Byron le aseguró que estaba bien. Seguía sin comprender por qué no le creía. Abrió los grifos y se sentó en el suelo, esperando que ella se marchara, y sólo cuando por fin oyó sus tacones bajando la escalera, despacio, como si no tuviera prisa sino que vagara distraída o ensimismada, abrió la puerta y volvió a su cuarto.

Esa noche Byron echó mucho de menos a James. No porque tuviera algo concreto que decirle, sino porque ocupaba sus pensamientos, al igual que el recuerdo del puente que habían levantado juntos en el estanque. Si le contara lo del accidente, James sabría qué hacer, del mismo modo que había entendido la necesidad de calcular la capacidad de carga y la gravedad.

Recordó lo que había sentido al caerse, ese instante justo después de perder el equilibrio y antes de precipitarse al agua fría. Recordó su propia conmoción. El lecho de fango le tiraba de los pies, y por más que supiera que el estanque no era profundo, se había debatido en el agua entre aspavientos, temiendo ahogarse. El agua le había anegado las orejas, la boca y la nariz.

«¡Señora Hemmings, señora Hemmings!», había gritado James desde la orilla. Byron parecía incapaz de reaccionar; se limitaba a agitar los brazos sin ton ni son. Vio a su madre corriendo tan deprisa en su auxilio que abría los brazos para conservar el equilibrio. Se metió en el agua sin siquiera quitarse los zapatos. Acompañó a los chicos de vuelta a la casa rodeándoles los hombros, y pese a que James no se había mojado, los envolvió a los dos en sendas toallas.

«Ha sido culpa mía, ha sido culpa mía», repetía James. Pero Diana lo cogió por los hombros, le dijo que había salvado a Byron y que debía estar orgulloso. Después les preparó unos sándwiches y un té dulce para que los tomaran en el jardín, y James dijo castañeteando los dientes: «Qué buena es, qué buena es tu madre.»

Byron desplegó el croquis que había dibujado en el estudio de su padre y lo examinó bajo las sábanas a la luz de la linterna. Siguió el recorrido de las flechas con la yema del dedo. Su corazón se aceleró al llegar a la señal roja, donde el Jaguar se había detenido con un súbito frenazo. Sabía que tenía razón respecto al accidente. Al fin y al cabo, lo había visto todo. Desde abajo le llegó el ruido de la nevera al abrirse y el golpeteo de la cubitera en el escurridero. Poco después oyó la música que Diana puso en el tocadiscos, una balada tan triste que Byron se preguntó si estaría llorando. Pensó de nuevo en la niña de Digby Road y el lío en que se había metido su madre. Más que nada en el mundo quería estar con ella, pero no podía moverse. Se dijo que bajaría en un minuto y sin embargo pasó un minuto, y otro, y otro más, y seguía allí tumbado. Al contarle a su madre lo que había hecho, se había convertido también él en parte del accidente. Si se hubiese mordido la lengua, tal vez todo aquello se hubiese desvanecido. Tal vez no hubiese pasado a formar parte del mundo real.

Más tarde, cuando Diana entreabrió la puerta de su habitación, permitiendo que se colara un súbito e hiriente haz de luz, y susurró «Byron, ¿estás despierto?», el chico se quedó inmóvil en la cama, los ojos cerrados. Intentó respirar pesadamente, haciéndose el dormido. Oyó los pasos de su madre sobre la moqueta y percibió su dulce perfume, y luego la habitación quedó a oscuras.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella por la mañana.

Era viernes de nuevo, y Byron se estaba lavando los dientes en el cuarto de baño. No tenía ni idea de que la tenía detrás hasta que notó su mano en el hombro. Debió de dar un respingo, porque ella rió. Su pelo era como un halo dorado que le enmarcaba el rostro, su piel tersa y suave como un helado.

—Esta mañana no has venido a esperar que sonara el despertador. Te he echado de menos.

—Me he quedado dormido.

Byron no podía darse la vuelta y mirarla a los ojos. El hijo del espejo hablaba con la madre del espejo. Ésta sonrió.

—Pues está bien que hayas descansado.

—Sí —repuso él—. ¿Y tú, lo has hecho?

—¿El qué?

—Dormir.

—Ah, sí —dijo ella—. Perfectamente, gracias.

Hubo un silencio. Byron tuvo la sensación de que ambos buscaban las palabras adecuadas, del mismo modo que su madre se probaba varias prendas antes de la llegada de su padre; se las ponía, suspiraba, se las quitaba. Entonces Lucy pidió su uniforme a gritos y ambos rompieron a reír, como si fuera un alivio poder hacer algo que no fuera hablar.

—Estás pálido —dijo Diana cuando las risas se fueron apagando y no quedó nada a lo que aferrarse.

—¿No vas a ir a la policía?

—¿A la policía? ¿Por qué iba a hacerlo?

—Por la niña de Digby Road.

Su madre negó con la cabeza, como si no comprendiera por qué se empecinaba en eso.

—Ya lo hablamos anoche. No había ninguna niña. Te confundiste.

—Pero ¡si la vi! —replicó Byron casi a gritos—. Iba pegado a la ventanilla. Lo vi todo. Vi los segundos de más y luego vi a la niña. Tú no podías verla porque ibas conduciendo. No podías ver por culpa de la niebla.

Su madre se llevó las manos a la frente y se rastrilló el pelo con los dedos, como si tratara de despejar un hueco al que pudiera asomarse.

—Yo también iba en el coche —repuso despacio—. Y no pasó nada. Lo sé. No pasó nada, Byron.

El chico esperaba que dijera algo más, pero su madre se limitó a mirarlo fijamente sin despegar los labios. Lo único que había entre ambos era aquello que ella había dicho. Sus palabras aletearon por encima de las cabezas y resonaron en los oídos del chico como un eco; hasta en el silencio hallaron una voz. No pasó nada. No pasó nada, Byron.

Pero sí que había pasado. Él lo sabía.

Seymour vino de visita el fin de semana, por lo que Byron no tuvo ocasión de volver a hablar con su madre sobre el accidente. El único momento en que Diana se quedó a solas fue cuando él se encerró en su estudio a repasar los gastos mensuales. Mientras tanto, ella caminaba de aquí para allá en el salón, cogiendo cosas que volvía a dejar en su sitio sin mirarlas siquiera. Cuando su marido apareció en el umbral y dijo que había algo en el talonario que no acababa de entender, Diana se llevó las manos al cuello y abrió mucho los ojos. Al parecer, había extendido un cheque sin apuntar la cantidad ni el concepto en la matriz, que estaba en blanco.

—¿En blanco? —repitió ella como si no comprendiera el significado de esas palabras.

No era la primera vez, según Seymour. Byron permaneció inmóvil, pero su madre empezó otra vez a enderezar cosas que ya estaban rectas y a llevarse los dedos a los labios. No comprendía cómo había podido dejarla en blanco, dijo, y prometió tener más cuidado en el futuro.

—Ojalá no hicieras eso.

—He dicho que ha sido un error, Seymour.

—Me refiero a las uñas. Ojalá no te las comieras.

—Ay, cariño, hay tantas cosas que te gustaría que no hiciera —repuso Diana entre risas, y se fue a limpiar el jardín.

Como ya era habitual, su padre se marchó el domingo por la mañana.

Al empezar la tercera semana, Byron seguía a su madre como una sombra. La observaba mientras fregaba los platos. La observaba mientras escardaba los rosales; estaban tan llenos de flores que apenas se veían los tallos, y los pétalos se abrían lánguidamente en una profusión de tonos rosados, tapizando la pérgola como un cielo cuajado de estrellas. Por la noche, Byron oía a su madre escuchando música abajo, en el tocadiscos. Lo único en que pensaba era Digby Road. No podía creer que se hubiese ido de la lengua. Por primera vez, algo se interponía entre ambos, como la valla que separaba el estanque del prado, y tenía que ver con el hecho de que ella estaba convencida de una cosa y él de la contraria. No sólo eso, sino que además él parecía acusarla de haber hecho algo terrible.

Deseó poder contárselo a James. El martes, a la hora del almuerzo, llegó incluso a preguntarle:

—¿Tienes algún secreto?

James tragó el bocado de pastel de carne que tenía en la boca y dijo:

—Sí que los tengo, Byron. —Miró a ambos lados para asegurarse de que ningún chico estuviera escuchando; por suerte, Watkins tenía un nuevo globo de goma de esos que imitan el ruido de una pedorreta, y todos estaban ocupados poniéndolo en el banco, dejándose caer sobre él y mondándose de risa—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Los tienes tú?

Había una mirada de intensa alerta en el rostro de James, que aguardaba la respuesta de Byron sin masticar el pastel de carne.

—No estoy seguro.

Byron sintió la adrenalina en sus venas, como si estuviera a punto de saltar de lo alto de un muro.

—Por ejemplo —dijo James—, a veces meto el dedo en el tarro de crema Pond’s de mi madre.

A Byron aquello no le pareció gran cosa como secreto, pero James prosiguió sin prisa, como haciéndose de rogar, y el chico dio por sentado que lo peor estaba por venir.

—Sólo me pongo un poquitín. Lo hago a escondidas. Para que no me salgan arrugas.

James se terminó el pastel de carne y lo tragó con un sorbo de agua. Cuando Byron se dio cuenta de que su amigo no pensaba decir nada más, y que se echaba sal en el plato, comprendió que ése era el secreto.

—Pero no lo entiendo. Tú no tienes arrugas, James.

—Eso es porque uso la crema Pond’s, Byron.

He aquí otro ejemplo de lo previsor que era James.

Byron decidió intentar enmendar el error que había cometido revelando a su madre lo del accidente. Al salir de la escuela fue hasta el lavadero, donde ella estaba separando la ropa sucia para poner una lavadora. Le dijo que estaba equivocado. Que se había confundido. Que ella no había hecho nada en Digby Road.

—¿Quieres dejarlo de una vez? —replicó ella, lo que era realmente extraño, pues hacía cinco días que Byron no tocaba el tema.

Él jugaba a mantener el equilibrio con un pie encima del otro, como si ocupando menos espacio pudiera dejar de ser un estorbo.

—Verás, no hay ninguna prueba —dijo—. El coche no tiene ningún rasguño.

—¿Me pasas el almidón?

—Si hubiésemos atropellado a esa niña, el Jaguar tendría alguna abolladura. —Le pasó el almidón y Diana espolvoreó generosamente la ropa blanca—. Y no hay ni una —concluyó—. Lo he comprobado. Varias veces.

—Pues entonces está claro.

—Además, nadie nos vio en Digby Road.

—Vivimos en un país libre, Byron. Podemos ir donde nos dé la gana.

A él le hubiese gustado contestar: «Bueno, papá dice que no debemos ir a Digby Road y que a los malos habría que mandarlos a la horca, y eso no sugiere la idea de libertad», pero era una frase complicada y además intuía que no era buen momento. Su madre metió la colada en el tambor de la lavadora y la cerró con fuerza. Byron repitió que seguramente estaba equivocado, pero ella ya iba hacia la cocina.

Sin embargo, esa tarde empezó a comprender que su madre no podía dejar de pensar en lo que él había dicho. Pese a sus protestas, Byron la sorprendió en varias ocasiones ante las puertas acristaladas con un vaso en la mano, la mirada perdida. Cuando su padre llamó para comprobar que ella seguía pendiente de él y que todo iba según lo previsto, Diana contestó: «Perdona, ¿qué has dicho?» Y cuando él se lo repitió, ella llegó incluso a levantar la voz: «Cariño, ¿qué crees que puede haber pasado? Nunca quedo con nadie. Nadie tiene ni la más remota idea de dónde vivo.» Remató la frase con su risa cantarina, pero, a juzgar por cómo enmudeció de pronto, no parecía que aquello le resultara especialmente gracioso.

¿Cómo había podido olvidar una verdad tan obvia? Al fin y al cabo, habían dado una fiesta por Navidad, y todas las madres de la escuela sabían dónde vivía. Byron achacó el error a esa angustia que cada vez se le hacía más patente.

—Lo siento, lo siento, Seymour… —dijo su madre al teléfono. Colgó y se quedó inmóvil.

Así que, una vez más, Byron intentó tranquilizarla. Si bien lo que le había dicho antes no era cierto, empezó, si bien era verdad que ella había atropellado a la niña y no se había detenido, el accidente no era culpa suya.

—¿Qué? —replicó su madre, como si Byron le hablara en una lengua desconocida. Luego meneó la cabeza y le dijo que la dejara en paz, que tenía cosas que hacer.

—El caso —añadió él— es que el accidente pasó en un tiempo que no era normal, sino añadido. Un tiempo que nunca debió existir. Y que no habría existido si no hubiesen parado todos los relojes para añadir esos dos segundos de más. Así que nadie puede echarte la culpa de nada, porque no la tuviste. Puede que haya una conspiración detrás de todo esto, como la del presidente Kennedy o el montaje del hombre en la Luna.

El hecho de repetir las palabras de James brindaba un mayor peso a las suyas, aunque Byron no tuviera ni idea de lo que estaba diciendo.

Su madre no se dejó impresionar.

—Pero el hombre sí ha llegado a la Luna. Y el tiempo no se ha detenido. Ésa es la gracia del tiempo, que no se detiene jamás.

Byron trató de explicarle que a lo mejor el tiempo no era tan previsible como parecía, pero ella ya no lo escuchaba. Mientras los niños cenaban, Diana hojeó una revista, pasando las páginas tan deprisa que era imposible que leyera nada. Bañó a los niños pero se había olvidado de comprar Crazy Foam. Y cuando Lucy pidió, como todas las noches, que les leyera un cuento impostando voces graciosas, su madre soltó un suspiro y preguntó si no tenía bastante con una sola voz.

Byron pasó la mayor parte de la noche en vela, intentando averiguar el modo de ayudar a su madre. Por la mañana estaba tan agotado que apenas podía moverse. Su padre llamó por teléfono y, como de costumbre, Diana le aseguró que no había nadie más con ellos. «Ni siquiera el repartidor de leche», dijo entre risas. Y enseguida añadió: «No, no pretendía sonar grosera, cariño.» Mientras escuchaba la réplica de su marido, Diana iba clavando la puntera del zapato en la moqueta, una y otra vez. «Por supuesto que me importa. Por supuesto que tenemos ganas de verte.» Un día más, colgó y se quedó mirando el teléfono, ensimismada.

Acompañaron a Lucy hasta la escuela y volvieron caminando al coche. Diana estaba muy callada y suspiraba cada poco. Byron estaba convencido de que algo la atormentaba, y de que sólo podía ser el accidente.

—Nadie lo sabe —afirmó.

—¿Cómo dices? —replicó Diana.

—Si lo supieran ya te habrían detenido, y no lo han hecho. No han dicho nada en el Times. Tampoco lo han mencionado en «Nationwide».

Diana levantó las manos y soltó un suspiro de impaciencia.

—¿No vas a dejarlo nunca?

Y tras decir esto, casi como si le hablara a la acera, echó a andar tan deprisa que Byron tuvo que correr tras ella.

Al llegar al coche, Diana arrojó su bolso al suelo.

—Mira —dijo, señalando la carrocería plateada—. No hay una sola marca. Y no la hay porque no hubo ningún accidente en Digby Road. Estás confundido. Lo has imaginado.

Recogiéndose la falda por encima de las rodillas, se acuclilló en la acera. Otras madres que volvían a sus coches hacían ademán de acercarse, pero Diana no se molestaba en mirarlas ni saludarlas; tenía los ojos clavados en Byron, como si nadie más le importara.

—¿Lo ves, lo ves? —seguía diciendo.

Byron se veía obligado a sonreír a las madres que pasaban para demostrarles que todo iba bien, y le suponía un esfuerzo tan grande que le dolía la cara. Lo único que quería era subirse al coche.

Agachándose, se acercó a su madre.

—¿No deberíamos hacer esto en casa?

—No. Estoy harta. No hay manera de que pares. Salgo al jardín, me pongo a hacer la colada, y tú dale que te pego. Quiero que compruebes por ti mismo que todo está como siempre. —Deslizó los dedos por la chapa, para que viera lo reluciente que estaba. Tenía razón. Brillaba como la hoja de un cuchillo, y resplandecía por efecto del calor y la luz. Las uñas de Diana parecían pequeñas conchas nacaradas—. Ni un solo rasguño. Nada. ¿Lo ves? —Alargó el cuello para mirar debajo de la carrocería—. ¿Lo ves? ¿Lo ves, tesoro?

Byron tenía los ojos arrasados en lágrimas. Por fin lo entendía. Entendía que tenía que estar equivocado, que no había habido ningún accidente, que no había visto lo que creía haber visto. El bochorno lo invadió como una oleada de calor. Entonces su madre dio un grito ahogado y se apartó del coche cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Diana intentaba ponerse en pie pero la falda remangada le ceñía las piernas. Se había llevado una mano a la boca, como si tratara de impedir que algo se le saliera.

Byron escudriñó el coche pero no acertó a ver nada. Ayudó a su madre a levantarse y ésta se puso de espaldas al Jaguar, como si no tuviera fuerzas para mirarlo. Estaba pálida, y en sus ojos había una mirada de pánico. Byron temió que estuviese a punto de vomitar.

El chico se arrodilló en el suelo, insertó los dedos en la rejilla frontal y observó de cerca el punto que ella había señalado. Notó olor a aceite recalentado, pero no vio nada. Y entonces, justo cuando estaba a punto de reír y decir «No te preocupes», la vio. Allí estaba la prueba. El corazón le latía con fuerza, como alguien llamando a una puerta. De hecho, era como si ese alguien estuviera dentro de él aporreándole las entrañas. Se acercó más al tapacubos.

—Sube al coche —gimió su madre—. Ahora mismo.

Allí estaba. Una diminuta muesca, justo por encima del logotipo de Jaguar grabado en la chapa. Apenas un rasguño.

No se explicaba cómo no lo había visto antes. Era rojo. Del mismo color que la bicicleta.