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Jim

Jim vive en una autocaravana, en las lindes de la nueva urbanización. Todos los días al alba cruza el páramo a pie y todas las noches regresa en dirección opuesta. Trabaja en la recién reformada cafetería del supermercado, que ahora cuenta con internet y un punto de recarga de móviles, aunque Jim no necesita ni lo uno ni lo otro. Cuando lo contrataron seis meses atrás se encargaba de las bebidas calientes, pero después de que sirviera los capuchinos con un chorrito de jarabe de frambuesa y una barrita de chocolate, lo relegaron a limpiar mesas. Si la fastidia esta vez, no le quedará nada. Ni siquiera Besley Hill.

Jirones de nubes surcan el cielo negro, como mechones de pelo plateado, y el aire es tan frío que le corta la piel. Bajo sus pies, la tierra se ha helado y las botas crujen al pisar las quebradizas hebras de hierba. Ya alcanza a distinguir el resplandor de neón de Cranham Village, mientras a lo lejos los faros de los coches se persiguen en el páramo, como una sarta de lucecillas rojas y plateadas que enhebran la oscuridad.

Cuando tenía poco menos de veinte años lo encontraron allá arriba sin más atuendo que los calzoncillos y los zapatos. Había regalado su ropa a los árboles. Durante días había dormido al raso. Lo llevaron directamente al psiquiátrico.

—Hola de nuevo, Jim —dijo el médico como si fueran viejos amigos, como si también Jim vistiera traje y corbata.

—Hola de nuevo, doctor —contestó Jim para demostrar que no pretendía causar problemas.

El médico le prescribió una terapia de electrochoque que le produjo tartamudeo, y más tarde un hormigueo en los dedos que aún hoy perdura.

Así es el dolor, lo sabe de sobra. En algún rincón de su cerebro, lo que le ocurrió entonces se ha mezclado con otra cosa. Se ha transformado en algo distinto, ya no es sólo el dolor que sentía entonces, sino otro, más complejo, que tiene que ver con hechos acaecidos hace más de cuarenta años y con todo lo que ha perdido desde entonces.

Jim sigue la carretera que lleva a Cranham Village. Hay un letrero de bienvenida para que los conductores moderen la velocidad dentro de la urbanización. Al igual que la marquesina del autobús y los columpios infantiles, el letrero ha sufrido los efectos del vandalismo, por lo que ahora pone BIENVENIDOS A CRAPHAM[1] VILLAGE. Por suerte, es la clase de lugar que la gente sólo visita si su GPS se equivoca. Jim frota el letrero porque le da lástima verlo así, humillado, pero la ene se resiste a volver.

Las casas nuevas se apiñan. Cada una dispone de un jardín delantero, no más grande que una plaza de aparcamiento, y una jardinera de plástico en la que nada crece. Aprovechando el fin de semana, muchos de sus habitantes han adornado los canalones de las casas con luces navideñas, que Jim se detiene a contemplar. Las que más le gustan son las que parecen carámbanos de hielo parpadeantes. En lo alto de un tejado, un Papá Noel inflable parece estar desmontando la antena parabólica. Tal vez no sea la clase de hombre que uno quisiera ver bajando por la chimenea. Jim deja atrás el barrizal al que los lugareños llaman «la hondonada» y la acequia vallada del centro. Por el camino, recoge unas pocas latas de cerveza vacías y las lleva hasta el contenedor.

Al enfilar la calle sin salida en la que vive, se vuelve para mirar la casa que han alquilado unos estudiantes extranjeros, y luego la del anciano que ve cada día asomado a la ventana. Pasa por delante de la cancela con el letrero de «Perro peligroso» y el patio donde nunca recogen la colada. Al fondo, su autocaravana resplandece a la luz de la luna, como cubierta por una pátina de leche.

Un par de chicos pasan lanzados en una sola bici, chillando de emoción. Uno de ellos va sentado en el sillín, el otro haciendo equilibrios sobre el manillar. «Te… tened cuidado», les dice Jim, pero no lo oyen.

«¿Cómo he llegado hasta aquí? —se pregunta—. Antes éramos dos.»

El viento sopla, pero no dice nada.