15
Quemar el pasado

—Fue un terrible error.

Cuando Byron confesó la verdad, el rostro de James perdió el escaso color que tenía. Escuchó el relato de la niña que se había precipitado a la calzada en el preciso instante en que se añadieron los dos segundos, y se le formó un surco entre las cejas, tan profundo que parecía cortado a cuchillo. Mientras Byron le explicaba que había intentado mantenerlo en secreto pero no había podido, James se enroscaba el flequillo en torno al dedo. Durante un buen rato se quedó sentado con la cabeza entre las manos. Byron empezaba a temer que hubiese sido un error acudir a él.

—Pero, Byron, ¿qué hacíais en Digby Road? —preguntó al fin—. ¿Tu madre no sabe que es un lugar peligroso? Una vez le dispararon a alguien a las rodillas. Y algunas casas ni siquiera tienen lavabo.

—No creo que mi madre pensara en eso. Nos dijo que había estado allí antes.

—No entiendo cómo ha podido pasar algo así. Es una conductora muy prudente. La he observado. Algunas madres no son buenas conductoras. Como la señora Watkins, que es un peligro. Pero tu madre no es como ella. ¿Se encuentra bien?

—No dice nada. Ayer lavó el coche dos veces. Si mi padre se entera habrá follón. No sé qué pasará este fin de semana.

—Pero no es culpa suya. El accidente ocurrió por culpa de los dos segundos.

Byron dijo que era una suerte que James hubiese leído acerca del tiempo añadido. Era un gran alivio contar con su apoyo.

—¿Estás seguro de haber visto a esa niña? —preguntó James.

—Sí.

—Si te parece bien, puedes decir «correcto».

—Correcto, James.

—¿Y tu madre no la vio?

—Correcto. Así es.

—No queremos que vaya a la cárcel. —Aunque esto último también era correcto, Byron notó un nudo en la garganta que le impidió pronunciar la palabra—. Si la niña hubiese muerto, nos habríamos enterado. Habría salido en el diario. Así que podemos descartar esa posibilidad. Si hubiese ido a parar al hospital, también lo habría sabido. Mi madre no lee el Times, pero está al tanto de todas esas cosas porque habla con las voluntarias de la tienda del Partido Conservador. Además, aunque tu madre se diera a la fuga, no era consciente de lo que había hecho. Eso es importante.

—Pero no se le da muy bien mentir. Acabará contándolo. No podrá evitarlo.

—En ese caso, tenemos que pensar qué hacer. —James sacó el escarabajo de bronce del bolsillo de la chaqueta y lo apretó en el puño. Cerró los ojos y empezó a mover los labios. Byron esperó pacientemente mientras su amigo reflexionaba. Tenían que pensar de un modo científico, dijo James despacio. Debían ser muy lógicos y precisos—. Para salvar a tu madre —prosiguió—, necesitamos un plan de acción.

Si no hubieran sido alumnos de Winston House, Byron lo habría abrazado. Sabía que todo saldría bien, ahora que tenía a James de su parte.

—¿Por qué me miras con esa cara rara? —preguntó éste.

—Te estoy sonriendo —contestó Byron.

Por suerte Byron no tuvo que preocuparse por Seymour. Ese fin de semana su madre se vio obligada a guardar cama por culpa de una jaqueca. Sólo bajó a cocinar y hacer la colada. Estaba demasiado indispuesta para reunirse con ellos en torno a la mesa. El Jaguar no salió del garaje y Seymour no salió del estudio. Byron y Lucy estuvieron jugando sin hacer ruido en el jardín.

El lunes, Diana llevó a los niños a la escuela, pero Byron tuvo que recordarle en dos ocasiones que controlara el retrovisor y no se apartara del carril izquierdo. Su madre se había cambiado de ropa varias veces antes de salir de casa. Era como si, ahora que tenía esa nueva información sobre sí misma, tratara de averiguar quién era y qué aspecto debería tener. También llevaba puestas las gafas de sol, a pesar de que el día había amanecido encapotado. Hicieron un recorrido distinto de camino a la escuela, cruzando las colinas para evitar la salida de Digby Road. Byron le dijo a Lucy que lo hacían porque la nueva ruta tenía mejores vistas. Porque a su madre le gustaba el páramo.

—Pero a mí no me gusta —protestó la niña—. No hay nada que ver.

El plan de acción de James era exhaustivo. Había pasado todo el fin de semana trabajando en él. Empezó por comprobar si la prensa recogía alguna noticia de Digby Road, o de cualquier otro accidente que pudiera relacionarse con los dos segundos de más. No halló ninguna. Había elaborado una lista de los atributos de Diana, por si resultaban necesarios como referencia, con copia para Byron. Su letra era meticulosa. Cada punto ocupaba un renglón aparte.

Numéro un: el accidente no fue culpa suya.

Numéro deux: D.H. es una buena madre.

Numéro trois: D.H. no tiene aspecto de delincuente ni piensa como tal.

Numéro quatre: cuando su hijo Byron empezó a ir a la escuela, D.H. fue la ÚNICA madre que visitó el aula.

Numéro cinq: D.H. tiene carnet de conducir y el adhesivo que acredita haber pagado el impuesto de circulación.

Numéro six: cuando el amigo de su hijo (don James Lowe) sufrió la picadura de una avispa, D.H. se llevó la avispa a otra zona del jardín pero se negó a matarla alegando motivos humanitarios.

Numéro sept: D.H. es preciosa.

El punto siete estaba tachado.

—Pero ¿qué haremos con la prueba? —preguntó Byron.

James también había pensado en eso. Los chicos reunirían dinero para sustituir el tapacubos, pero hasta entonces Byron debía ocultar la muesca roja con esmalte Airfix plateado. James le aseguró que tenía una buena provisión.

—Mis padres se empeñan en regalarme maquetas militares por Navidad, y el pegamento me da dolor de cabeza.

Sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño frasco de esmalte, junto con un pincel especial. Enseñó a Byron a mojar sólo la punta del pincel, a limpiar la pintura sobrante en el borde del frasco y a aplicar el color con pinceladas leves. Le hubiese gustado hacerlo él mismo, pero no podía ir a Cranham House.

—Tienes que hacerlo cuando nadie te vea —le advirtió.

Byron sacó del bolsillo el croquis de Digby Road que había dibujado y James asintió en señal de aprobación. Sin embargo, cuando le preguntó si había llegado el momento de informar a la policía, los ojos de James se abrieron tanto que Byron se volvió para comprobar que no había nadie a su espalda.

—¡Olvídate de la poli! —susurró James con vehemencia—. No podemos delatar a tu madre. Además, ella nos salvó en el estanque, ¿recuerdas? Te sacó del agua y me dijo que no tenía la culpa de nada. Fue muy buena con nosotros… Bien, necesitaremos un código secreto para referirnos a la cuestión. Il faut que le mot est quelque chose au sujet de ta mère. Para que no se nos olvide.

—Que no sea una palabra francesa —pidió Byron.

James eligió la palabra «Perfecta».

Al día siguiente, James se las arregló para pasar junto al Jaguar aparcado y detenerse a su lado. Se acuclilló en el suelo, fingiendo anudarse el cordón de un zapato. Más tarde, le dijo a Byron que había hecho un buen trabajo. Que era imposible ver la muesca a menos que uno supiera dónde mirar.

A lo largo de esa semana Diana parecía olvidarse por momentos de lo ocurrido en Digby Road. Jugaba con los niños a Serpientes y Escaleras, o bien preparaban magdalenas, pero se detenía de pronto mientras agitaba el dado o tamizaba la harina, y se marchaba. Minutos después estaba llenando un cubo con agua jabonosa. Frotaba la carrocería del Jaguar de arriba abajo y lo enjuagaba con varios cubos de agua. Finalmente, le sacaba brillo con una gamuza, describiendo círculos despacio, con parsimonia, tal como a Seymour le gustaba. Sólo cuando llegaba al tapacubos parecía vacilar. Se acercaba a él con la cabeza ligeramente hacia atrás, el brazo estirado. Se diría que apenas se atrevía a tocarlo.

En el patio de la escuela, Diana casi no hablaba. El jueves, cuando otra madre le preguntó cómo estaba, se limitó a encogerse de hombros y apartar la mirada. Byron se dio cuenta de que ocultaba sus verdaderos sentimientos. La otra madre no pareció entenderlo.

—Te preocupas por ese Jaguar tan nuevecito, ¿verdad? —comentó—. A mí me daría pánico conducirlo.

Sólo trataba de ser amable, pero Diana la miró con el rostro desencajado.

—Ojalá no lo tuviese —dijo.

Byron sólo había visto aquella expresión una vez, cuando Diana había recibido la noticia del fallecimiento de su madre. La mujer, sorprendida por lo desabrido de la réplica, intentó reír para quitarle hierro, pero Diana dio media vuelta y se alejó. Byron sabía que su madre no pretendía ser maleducada. Sabía que estaba a punto de llorar. Se sintió tan consternado que en lugar de seguirla se quedó allí con la mujer, dándole conversación y esperando a que su madre volviera. Comentó el tiempo que hacía y añadió que el Jaguar estaba en perfectas condiciones, que no le pasaba nada malo. Su madre era una conductora muy prudente. Nunca había tenido un accidente. Deseó poder contener su propia verborrea.

—¡Válgame Dios! —dijo la mujer, mirando en derredor. No había ni rastro de Diana. Miró a Byron con una sonrisa forzada y le dijo que le encantaba charlar con él, pero tenía cosas que hacer y debía darse prisa.

Esa noche un ruido extraño, como de chasquidos, despertó a Byron. Se asomó a la ventana de su habitación y vio que el jardín estaba a oscuras, pero había un resplandor ambarino a un lado de la casa, junto a la cerca. Cogió su albornoz y la linterna y fue a la habitación de su madre, que estaba desierta. Miró en el baño y la habitación de Lucy. Ni rastro de Diana. Algo nervioso, fue abajo, pero la casa estaba a oscuras. Se puso los zapatos y salió en busca de su madre.

Un último arrebol bañaba las laderas más elevadas del páramo, mientras que abajo, al pie de las colinas, reinaba una oscuridad sólo rota por los rebaños de ovejas, pálidas como piedras. Las flores se erguían, altas e inmóviles, y las de onagra semejaban lamparitas amarillas. Dejó atrás el césped, la pérgola del rosal, los frutales, el huerto, siguiendo el crepitar del fuego y su fulgor. Aunque la fruta no había madurado aún, un perfume dulzón impregnaba el aire como una promesa. Una luna rosada descansaba sobre el horizonte, delgada como una sonrisa que anidara entre las mejillas del páramo.

No le sorprendió descubrir a su madre calentándose las manos junto a las llamas. Al fin y al cabo, solía hacer hogueras en el jardín. Lo que le sorprendió fue ver que sostenía un vaso y un cigarrillo. Nunca la había visto fumar, aunque a juzgar por cómo se llevaba el cigarrillo a los labios y sorbía con ansia, daba la impresión de que le gustaba. Profundas sombras surcaban su rostro, y tanto su piel como su pelo resplandecían. Se agachó para sacar algo de una bolsa que tenía a sus pies. Luego se detuvo un momento para dar otra calada y otro trago, antes de arrojar lo que quiera que fuese a la hoguera. Las llamas se arredraron bajo el peso del objeto, pero luego escupieron una lengua de fuego.

Una vez más, su madre se llevó el vaso a los labios. Bebía de un modo metódico, como si fuera el vaso el que quería que ella lo vaciara, y no al revés. Le dio una última calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con la puntera del zapato como si fuera un error.

—¿Qué haces aquí fuera? —preguntó Byron. Su madre se volvió sobresaltada—. Soy yo.

Byron se echó a reír y se alumbró con la linterna para confirmarle que era él. El intenso haz de luz lo cegó. De pronto, todas las cosas parecían atravesadas por un agujero azul, incluida su madre. Tenía que seguir mirándola para asegurarse de que no se había quedado ciego.

—No podía dormir —añadió para que no pensara que la estaba espiando.

Los agujeros negros empezaron a desvanecerse.

—¿Sueles salir al jardín cuando te desvelas? —preguntó ella.

—No, nunca.

Diana sonrió con tristeza y Byron tuvo la sensación de que si hubiese contestado «sí, salgo a menudo», ella habría dicho algo que encauzara la conversación y sirviera de algún modo para aclarar las cosas.

Su madre sacó otro objeto de la bolsa. Parecía un zapato de puntera afilada y tacón de aguja. También lo arrojó al fuego. El aire crepitó cuando las llamaradas se elevaron como dedos.

—¿Estás quemando tu ropa? —preguntó, alarmado. No estaba seguro de cómo le explicaría semejante novedad a James.

Al parecer, su madre no fue capaz de responder.

—¿Es la que llevabas puesta aquel día? —aventuró Byron.

—Era anticuada. Nunca me ha gustado.

—A papá le gustaba. Él te la compró.

Ella se encogió de hombros y bebió otro trago.

—Ya, bueno… Ahora ya es tarde.

Recogió la bolsa del suelo y vertió todo su contenido sobre las llamas. La bolsa pareció bostezar. Dos pares de medias salieron junto con el otro zapato y la rebeca de lana de oveja. Una vez más, las llamas se elevaron y Byron vio cómo la ropa ennegrecía y se desintegraba. Un halo de calor derritió la oscuridad.

—No sé qué voy a hacer… —dijo Diana.

Era como si hablara con otra persona, como si Byron observara la escena desde fuera, temiendo lo que vendría a continuación. Pero su madre no dijo una sola palabra más. Lo que sí hizo fue empezar a temblar. Encorvó la espalda para detener los espasmos, en vano, y todo su cuerpo empezó a sacudirse con aquel movimiento, un no-no-no, del que hasta su ropa pareció contagiarse. Byron se quitó el albornoz y se lo puso sobre los hombros. En ese momento tuvo la extraña sensación de que era literalmente más alto que su madre, de que había crecido en el tiempo que habían pasado junto al fuego. Ella le cogió la mano.

—Tienes que volver a la cama, tesoro —dijo—. Mañana hay clase.

Mientras regresaban a la casa, cruzando el prado y luego el jardín, la silueta cuadrada de la vivienda se recortaba sobre el negro promontorio del páramo. Las ventanas relucían como cristaleras en la oscuridad. Pasaron por delante del estanque, en cuya orilla se adivinaba el contorno borroso de las ocas. Su madre resbaló con los tacones, como si se hubiese descoyuntado la articulación del tobillo, y Byron alargó el brazo para que no perdiera el equilibrio.

Pensó en su amigo. Pensó en el escarabajo de la suerte de James y en su plan de acción. Pensó en la recolecta para el tapacubos. Juntos, James y él serían como el albornoz que cubría los hombros de su madre. La protegerían.

—Todo saldrá bien —le aseguró—. No tienes nada que temer.

La condujo hasta la casa y la acompañó escaleras arriba.

Cuando Byron fue a mirar a la mañana siguiente, la ropa de su madre se había convertido en una pila de cenizas.