13
El huevo de oca y el abandono del tiempo
James estaba en lo cierto respecto al recital. Cuando Byron sugirió la idea, los ojos de Beverley relucieron de emoción.
—¿Cómo? ¿Yo sola? —trinó—. ¿Delante de todas las madres?
—No entiendo a qué te refieres. ¿Qué clase de recital? —receló Diana.
Byron repitió las palabras de James. Le explicó que podían invitar a las madres a Cranham House; venderían entradas a fin de recoger fondos para Jeanie y redactarían unos programas, y también habría un bufet. Le explicó que los chicos abrirían las puertas acristaladas de par en par y sacarían las sillas del comedor a la solana formando un semicírculo para acomodar al público, y mientras él hablaba, Beverley lo miraba fijamente, asintiendo y murmurando «ajá, ajá…», como si se hubiese propuesto atrapar al vuelo cada una de sus frases. Diana lo escuchaba en silencio. Sólo cuando Byron concluyó su exposición empezó a negar con la cabeza, pero Beverley se le adelantó:
—Oh, no podría hacerlo… ¿o sí? —dijo, conteniendo la respiración—. ¿Tú crees que podría, Di?
Diana no tuvo más remedio que asegurarle que sí, por supuesto que podría.
—Necesitaré un vestido nuevo, y algunas partituras más, pero creo que Byron tiene razón. Será bueno para Jeanie.
—¿De qué puede servirle algo así? —murmuró Diana—. No lo entiendo.
Pero Beverley ya se dirigía al recibidor para coger el bolso y la sillita de paseo de Jeanie. Tenía que irse a casa y ponerse a practicar sin pérdida de tiempo, dijo.
Seymour no fue a casa ese fin de semana. Tenía que acabar un trabajo antes de irse a Escocia de cacería. Cuando llamó, Diana le dijo que lo echaba de menos. Prometió lavar sus prendas sport, pero dejaba las frases a medias, como si tuviera otras cosas en la cabeza.
Byron se despertó temprano el domingo, y cuando fue a la habitación de su madre descubrió que ésta ya se había levantado. Miró en la cocina, en el cuarto de baño, en la habitación de Lucy y en el salón, en vano. Pero sabía dónde buscarla.
La encontró acurrucada en la hierba, con un vaso entre las manos, junto al estanque, en cuya superficie oscura y quieta flotaban las suaves frondas verdes de las lentejas de agua. A pesar del calor de mediados de agosto, los setos vivos seguían cargados de flores blancas, al igual que la zarzaperruna, cuyos pétalos recordaban corazones rosados. Byron avanzó con cuidado para no asustarla y se agachó a su lado.
Su madre no se volvió, pero advirtió su presencia.
—Estoy esperando que la oca ponga un huevo —dijo—. El secreto es tener paciencia.
Las nubes empezaban a acumularse sobre el páramo como cumbres de granito. Llovería.
—¿No crees que deberíamos entrar y desayunar? —dijo Byron—. Puede que Beverley no tarde en venir.
Su madre siguió con los ojos puestos en el estanque, como si el niño no hubiese hablado.
—Estará practicando —dijo al fin—. No creo que venga hoy. De todos modos, la oca no tardará mucho más. No se ha movido del nido desde que ha salido el sol. Y si yo no cojo ese huevo, lo harán los cuervos.
Señaló con el vaso hacia la valla. Tenía razón. Los cuervos se habían posado en torno al estanque, su aterciopelado plumaje negro recortado contra el telón de fondo del páramo.
—Parecen verdugos. Esperando el final —dijo Diana y rió.
—A mí no me lo parecen.
La oca ahuecó sus sedosas plumas blancas. Permaneció muy quieta en su lecho de ortigas, con el cuello ligeramente erguido. Sus ojos azules, perfilados del mismo naranja que el pico, apenas parpadeaban. En los fresnos que orillaban el prado se oyó el grajear hueco de los cuervos y el susurro de las hojas; estaban por todas partes, a la espera de ese huevo. Byron entendió por qué su madre quería salvarlo. El ganso picoteaba junto a la orilla.
Diana se llevó el vaso a los labios.
—¿Crees que Jeanie volverá a caminar? —preguntó de pronto.
—Claro que sí. ¿Tú no?
—No tengo ni idea de cómo acabará todo esto. ¿Sabes que han pasado casi tres meses desde que empezó? Parece que hayan sido años. Pero Beverley está contenta con el recital. Has tenido una gran idea, Byron. —Y volvió a fijar la mirada en el estanque.
Byron pensó que, a lo largo de las vacaciones, su madre se había convertido en otra persona. Ya no parecía una madre. Por lo menos no la clase de madre que te chinchaba con que te lavaras los dientes y te frotaras detrás de las orejas. Se había convertido en algo más parecido, quizá, a una amiga de tu madre o a la hermana de ésta, si no fuera porque Diana carecía de ambas cosas. Poco a poco, se había transformado en alguien que comprendía que tener los dientes limpios y frotarse detrás de las orejas no siempre resultaba importante, y por tanto hacía la vista gorda cuando decidías incumplir alguna de esas normas. Era una suerte tener una madre así. Byron podía considerarse afortunado. Pero también resultaba inquietante. Era un poco como estar a la intemperie, como si un muro se hubiese venido abajo, un muro encargado en cierto modo de sostener su mundo. Eso significaba que a veces Byron sentía el impulso de preguntarle a su madre si se había lavado los dientes o se había frotado detrás de las orejas.
Se levantó una ligera brisa y las plumas del ganso se erizaron en torno a las ancas, como suaves volantes blancos. Byron notó las primeras gotas de lluvia.
—He estado pensando… —Diana no acabó la frase, como si le fallaran las fuerzas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué has pensado?
—En algo que dijiste hace mucho. Sobre el tiempo.
—Creo que va a caer un chaparrón.
—Dijiste que no deberíamos jugar con el tiempo. No somos quién para hacerlo, dijiste. Tenías razón. Cuando provocas a los dioses, estás jugando con fuego.
—No recuerdo haber dicho nada de los dioses —comentó Byron, pero su madre parecía ensimismada.
—¿Quién puede asegurar que el tiempo es real sólo porque tenemos relojes para medirlo? ¿Cómo afirmar que todas las cosas se desplazan hacia delante al mismo ritmo? A lo mejor todo está yendo hacia atrás, o hacia los lados. Una vez también me comentaste algo sobre eso.
—Vaya —repuso el chico—. ¿Eso dije?
Las gotas de agua punteaban la superficie del estanque. La lluvia era sorprendentemente ligera y tibia, y olía a hierba fresca.
—Podríamos tomar las riendas del tiempo. Podríamos mover las manecillas de los relojes. Podríamos hacer con ellos lo que quisiéramos.
Al chico se le escapó una risotada que, muy a su pesar, le recordó a Seymour.
—No creo.
—Me refiero a por qué somos esclavos de una serie de reglas impuestas. Sí, nos levantamos a las seis y media. A las nueve llegamos a la escuela. Almorzamos a la una. Pero ¿por qué?
—Porque si no lo hiciéramos viviríamos en el caos —respondió Byron—. Unos se irían a trabajar, otros almorzarían y otros se meterían en la cama, todo al mismo tiempo. Nadie sabría qué es lo correcto y qué no.
Diana se mordisqueó la comisura izquierda del labio, como si sopesara las palabras de su hijo.
—Empiezo a creer que subestimamos el caos —dijo.
Entonces se desabrochó el reloj de muñeca, se lo quitó y lo encerró en el puño. Sin que Byron pudiera impedirlo, levantó la mano y lo arrojó al estanque. El reloj dio vueltas en el aire, lanzando destellos plateados, y rasgó la piel oscura del agua, que lo engulló con un sonido hueco y se quebró en incontables ondas expansivas. El ganso miró hacia arriba, pero la oca no se inmutó.
—Hala —dijo Diana entre risas—. Adiós, tiempo.
—Espero que papá no se entere. Te regaló ese reloj. Seguramente costó mucho dinero.
—Pues ya no hay vuelta atrás —repuso ella a media voz.
Los interrumpió la oca, que en ese momento se alzó sobre los muslos al tiempo que estiraba el cuello. Luego abrió y cerró las alas varias veces, tal como hacía Byron a veces para relajar hombros y brazos. Y entonces, donde no había más que plumas blancas, surgió una suave boca rosada que se contraía y dilataba. Asomó unos instantes, como un guiño, y luego volvió a desaparecer.
Diana se incorporó.
—Ya viene —dijo, y respiró hondo.
Los cuervos también sabían que la oca estaba a punto de poner el huevo. Se lanzaron desde los fresnos y sobrevolaron el estanque desplegando sus alas como guantes.
Allí estaba, el huevo de oca, un diminuto ojo blanco que parpadeaba en el centro del esfínter rosado. Desapareció y volvió a asomar casi al instante, pero esta vez con el tamaño y el brillo nacarado de una pelota de ping-pong. Observaron en silencio cómo la oca erguía las plumas de la cola, empujando y estremeciéndose, hasta que el huevo salió y cayó sobre el lecho de ortigas. Era perfecto. Diana se levantó despacio y, valiéndose de un palo, pinchó a la oca para que se levantara. El animal abrió el pico y soltó un bufido, pero se alejó pesadamente. Parecía demasiado agotada para oponer resistencia.
—¡Date prisa! —la urgió Byron, porque el ganso había oído a la hembra e iba derecho hacia ellos mientras los cuervos se acercaban al nido dando saltitos.
Diana se inclinó para coger el huevo y se lo pasó. El chico lo notó tan cálido y pesado que era como sostener una criatura viva. Necesitaba las dos manos. La oca se alejaba a regañadientes, siseando, con las plumas inferiores manchadas de barro por haberse acuclillado en el suelo para forzar la salida del huevo.
—Ahora me siento fatal —se lamentó Diana—. Quiere recuperarlo. Está sufriendo.
—Si no lo cogieras tú, lo harían los cuervos. Y menudo huevo de oca nos llevamos. Me alegro de que hayamos esperado. —La llovizna colmaba el aire y caía sobre el pelo de Diana como un velo de diminutas cuentas. Las hojas y briznas de hierba crujían bajo el leve peso del agua—. Volvamos dentro.
Mientras se encaminaban a la casa, Diana tropezó y Byron tuvo que tenderle una mano para ayudarla a incorporarse. Su madre sostenía el huevo de oca como si fuera un tesoro y caminaba sin apartar los ojos de él. Volvió a tropezar en la linde del jardín. Byron le sujetó el vaso vacío y el huevo mientras ella abría la cerca.
Desde la arboleda que había más allá, los cuervos lanzaron un graznido estridente que rasgó el aire saturado de humedad. Byron deseó que su madre no los hubiese descrito como verdugos. Deseó que no hubiese dicho que parecían esperar el final.
—No los dejes caer —le advirtió Diana.
El chico prometió tener cuidado.
Al final, el huevo de oca nunca llegó a usarse. Diana lo dejó sobre la repisa de la ventana, en un plato. Byron vio a los cuervos allá fuera, batiendo las alas para mantener el equilibrio sobre unas ramas que parecían demasiado frágiles para sostener su peso. Dio unas palmadas para espantarlos y salió para asegurarse de que se marchaban.
—¡Largo, largo! —gritó.
Pero, tan pronto como les daba la espalda, los cuervos regresaban con sigilo y se posaban en los árboles, a esperar.
Lo mismo pasaba con el tiempo, pensó, y con la pena. Ambos esperaban, al acecho. Y por mucho que los ahuyentaras con aspavientos y gritos, sabían que eran más fuertes que tú. Que antes o después acabarían derrotándote.
Seymour volvió a casa para recoger la ropa y la escopeta y sólo se quedó unas horas. Apenas habló. («Eso es porque está nervioso», dijo Diana.) Inspeccionó varias habitaciones y hojeó las páginas del calendario de Diana. Cuando preguntó por qué estaba el jardín tan descuidado, ella dijo que el cortacésped se había estropeado, y quizá fuera cierto; cada vez resultaba más difícil distinguir entre lo real y lo imaginario. Seymour dijo que no se podían descuidar las apariencias. Diana se disculpó y prometió tenerlo todo a punto para su regreso.
—Que lo pases bien —le dijo—. Llama cuando puedas.
Seymour le pidió la crema solar y el repelente de insectos, y Diana se llevó las manos a la cabeza. Lo había olvidado por completo, dijo. Cuando lo besó, sus labios chasquearon en el aire.
En los días sucesivos, se fueron concretando los planes de Beverley para el recital. Practicaba a diario y ya dominaba una decena de piezas. Por su parte, James contó con entusiasmo a Byron que su madre se había sumado a la causa. Andrea Lowe se había encargado de llamar a las demás madres, animándolas a asistir al espectáculo y a llevar un pequeño tentempié. James también había hecho tíquets para vender en la entrada, y programas para repartir. Había decidido la distribución de las sillas y estaba rescribiendo el discurso de Diana. Llamaba todas las noches.
Cuando Byron le preguntaba si estaba seguro de que todo aquello era buena idea, o comentaba que a veces su madre parecía triste, o se atrevía incluso a aventurar que Beverley podría irse de la lengua y contar a las demás madres lo que había hecho Diana, James sencillamente hacía oídos sordos. Lo más importante, insistía, era que él pudiera ver las pruebas con sus propios ojos.