8
La piña

Jim pasa toda la mañana sentado en su silla de Papá Noel, esperando en vano ver llegar a Eileen. A veces su mente le juega malas pasadas. Ve una silueta fornida enfundada en un abrigo verde cruzando el aparcamiento, y por unos instantes se ilusiona con que se trata de ella. Llega incluso a imaginar la conversación que mantendrán. Se parece a la mayoría de las conversaciones que oye junto a las puertas automáticas del supermercado. La única diferencia entre éstas y la que se desarrolla en su mente es que la segunda siempre acaba con Eileen invitándolo a tomar una copa y él aceptando sin vacilar.

Los abrigos que pasan junto a él, sin embargo, nunca son verde acebo. Las mujeres nunca son arrolladoras. Son delgadas, de aspecto pulcro, todas iguales. Sólo al ver todas aquellas negaciones de Eileen, Jim se percata de lo muy Eileen que es la propia Eileen. Y al permitirse el lujo de imaginar que está allí, debe reconocer también que no lo está. Es como si la echara el doble de menos.

Se imagina enseñándole la luz que baña el páramo en una noche de luna llena. La belleza del alba. Una carriza que bate las alas, leve como un pensamiento. El manzano cuyos frutos siguen colgando de las ramas desnudas, como adornos navideños cubiertos de escarcha. Eso también le gustaría enseñárselo. Le gustaría enseñarle el atardecer en invierno, la panza de las nubes teñida de fucsia mientras los últimos e incendiarios rayos de sol colorean las mejillas, la boca, el pelo de Eileen.

Pero ella nunca lo encontrará atractivo. Cuando se mira en el espejo de los lavabos, lo que ve Jim es una mata de pelo entrecano y dos ojos hundidos. Intenta sonreír y las arrugas le surcan el rostro. Intenta no sonreír y la piel le cuelga flácida. Ha dejado pasar la oportunidad de ser querido. Tuvo algunas ofertas, tiempo atrás, pero todas acabaron en nada. Recuerda a una enfermera que en cierta ocasión le dijo que tenía una boca bonita. Por entonces Jim era joven, al igual que ella. También había pacientes femeninas que se lo quedaban mirando. Lo observaban mientras estaba en el jardín y lo saludaban con la mano. Incluso en su vida fuera de Besley Hill ha habido algún que otro acercamiento. La mujer cuyo jardín se encargaba de rastrillar, por ejemplo, una señora de mediana edad y bastante buen ver, lo había invitado en varias ocasiones a compartir con ella un pastel de carne. Por entonces, Jim tenía treinta y pocos años. La señora le caía bien. Pero era como fingir que él era una taza nueva y reluciente cuando sabía que tenía una pequeña fisura. No tenía sentido acercarse a nadie, porque para entonces ya había empezado con los rituales. Además, sabía lo que pasaba cuando quería a alguien. Sabía lo que pasaba cuando intervenía.

Durante la pausa del almuerzo, Jim vuelve a ponerse el uniforme de camarero y visita el supermercado. Sus pasos lo conducen hasta la sección de papelería, donde se dedica a estudiar los bolígrafos. Los hay con punta de fieltro, de tinta líquida, de gel, retráctiles, fluorescentes. Vienen en todos los colores. Hasta hay uno especial para corregir. Al verlos allí expuestos, relucientes y funcionales, entiende lo que dijo Eileen. ¿Por qué iba nadie a regalar algo moribundo como un ramo de flores? Jim escoge varios bolígrafos y los paga en caja. No mira a la cajera a los ojos, pero ésta reconoce el sombrero naranja y la camiseta del uniforme y le pregunta qué tal va todo allá arriba. Aquí abajo las cosas están tranquilas, dice. La gente anda desanimada por culpa de la recesión. ¿Quién va a coger el coche y cruzar todo el páramo para ir a un supermercado, por mucho que lo hayan reformado?

—Suerte tendremos si conservamos el empleo el año que viene.

Jim piensa en las impecables lazadas de los zapatos de Eileen y siente un cosquilleo en el estómago.

—¿Para qué quieres saberlo? —pregunta Paula cuando Jim le pregunta si sabe dónde vive Eileen—. ¿Quieres su teléfono?

Jim trata de aparentar una indiferencia que está lejos de sentir.

—Espero que vayas a la policía a ponerle una denuncia —dice la chica menuda, Moira, y le apunta la dirección y el número de teléfono de Eileen.

Paula añade que no para de recibir SMS de empresas de asesoría legal que ofrecen tarifas muy asequibles.

—Eso es lo que tendrías que hacer —dice Moira—. Ponerle una demanda.

—Conozco a una mujer que se rompió la crisma de un golpe en una tienda de muebles —comenta Paula—. Consiguió un sofá cama y vales para comer gratis en el restaurante. Se pasó un año entero alimentándose de albóndigas escandinavas.

—¿No tenéis nada que hacer? —ladra el señor Meade desde la barra.

Lo cierto es que Meade está de un humor de perros. Recursos Humanos ha revisado las cifras de negocio hasta la fecha y ha enviado un e-mail urgente. Las ventas han bajado en picado. Los gerentes de cada zona deberán tomarse el sábado libre para acudir a su «centro de excelencia» más cercano, donde pasarán el día entre actores, aprendiendo más sobre la eficiencia en el ámbito laboral y el espíritu de equipo. Habrá demostraciones y ejercicios de improvisación teatral.

—¿No se dan cuenta de que queda una semana para Navidad? —protesta—. ¿No se dan cuenta de que tenemos mucho que hacer? No pueden decirnos que nos vayamos de un día para otro, dejándolo todo a medias.

Jim, Paula y Moira contemplan la cafetería desierta. Sólo hay un cliente.

—¡Hola a todos! —saluda Darren, y levanta el pulgar por si han olvidado quién es.

El lunes por la mañana, todos se llevan una sorpresa cuando el señor Meade regresa del centro de excelencia rebosante de entusiasmo. Saluda a clientes y empleados, les pregunta qué tal están. Éstos contestan que están bien, o así, así, y el gerente replica con voz cantarina:

—Bien, bien. Magnífico. Me alegro mucho.

El secreto está en la afirmación, dice. En el poder del aquí y ahora. Ése es el nuevo punto de partida.

—Seguramente tiene los días contados —susurra Paula a Moira.

Meade se ríe con ganas, como si Paula hubiese dicho algo tremendamente gracioso. El motivo por el que la cafetería no va bien, sostiene, es la falta de confianza. La cafetería no cree en sí misma. No se comporta como una cafetería de éxito. Paula lo escucha con los brazos cruzados, apoyando el peso en una cadera.

—¿Significa eso que podemos tirar los sombreros naranja? ¿Que Jim puede dejar de ir vestido como un payaso?

—¡No, no! —contesta, y ríe con buen humor—. Los sombreros naranja funcionan. Nos hacen sentir unidos. Y el traje de Papá Noel de Jim es un maravilloso gesto de benevolencia. Necesitamos más cosas así.

—¿Más sombreros naranja? —pregunta Paula, escéptica.

—Más joie de vivre —contesta el señor Meade.

—¿Más qué de qué? —replica Moira.

—Podríais repartir bebidas gratis y tal —interviene Darren, que siempre olvida que es sólo un cliente.

—Eso no le haría ninguna gracia al departamento de Higiene y Seguridad —repone Meade, muy serio. Es evidente que guarda un as en la manga—. Lo que necesitamos, equipo, es hacer piña.

—Hacer piña —repite Paula con tono monocorde.

El señor Meade, en cambio, está tan entusiasmado que da saltitos, apoyando su peso ora en un pie, ora en el otro. Luego abre mucho los brazos y flexiona los dedos para alentar a sus escasos empleados a acercarse. Paula arrastra los pies hacia delante, seguida por Darren. Moira juguetea con el pelo y avanza despacio, un pasito tras otro. Jim se mueve con dificultad a causa de la cojera; más bien parece estar vadeando un curso de agua.

—¡Acercaos más, acercaos! —los anima el encargado entre risas—. ¡Que no muerdo!

Moira y Paula se adelantan a regañadientes. Jim se pregunta si alguien se daría cuenta si desapareciera. No de repente, sino retrocediendo poco a poco, con sigilo.

Meade alarga los brazos hasta rozar los hombros de las chicas. En torno a él, el grueso de la plantilla permanece inmóvil y rígido.

—¡Hagamos piña! —exclama—. ¡Vamos, Jim! ¡Únete a la piña!

El encargado les hace señas para que se acerquen más, mueve las manos en el aire como cuando ayuda a las clientas a aparcar sus Range Rovers.

—¿Qué hay de Darren? —pregunta Paula.

—¿Qué pasa con él? —repone el señor Meade.

—¿Se supone que también tiene que hacer piña?

El hombre contempla a los tres integrantes de su plantilla: una se dedica a estirarse las puntas del pelo, otra lo observa con gesto ceñudo y el tercero parece retroceder ligeramente.

—¡Ven a hacer piña, Darren! —concede finalmente Meade.

El joven se precipita y rodea la cintura de Paula con un brazo. Su otro brazo, el que queda más cerca del señor Meade, se mueve como si no acabara de pertenecer a nadie.

—¡Hacedle un hueco a Jim! —ordena el encargado.

Paula alarga la mano para acogerlo en el seno de la piña. No tiene escapatoria. De pronto, Jim se siente acalorado, agobiado por la claustrofóbica situación. Se pregunta si empezará a gritar. La mano izquierda de Paula se posa en su hombro derecho y descansa allí como un pajarito. La mano derecha del señor Meade, en cambio, se desploma pesadamente sobre su hombro izquierdo.

—¡Piña, piña! —canturrea el encargado. Un embriagador olor a suavizante flota en el aire. Supuestamente evoca una mañana veraniega, pero sugiere algo de lo más desagradable—. ¡Acercaos más, vamos!

En silencio y a regañadientes, el reducido grupo se va arracimando poco a poco. Sus pies emiten pequeños chirridos al arrastrarse por el linóleo. Están tan pegados unos a otros que los rostros se vuelven borrosos a los ojos de Jim. Se siente abrumado por una intimidad no deseada, por la sensación de que van a succionarlo como una aspiradora. Su cabeza descuella por encima de todos.

—¡Abrázame, Jim! —ordena el señor Meade.

Jim levanta la mano y la posa en el hombro del encargado. Allí se queda, y nota el dolor de sus músculos agarrotados.

—¿A que sienta bien? —pregunta Meade.

Nadie contesta.

—En el centro de excelencia éramos unos veinte —cuenta el gerente—. Puestos directivos y personal. Y los actores eran profesionales, por supuesto. Fue un poco distinto.

—¿Hemos terminado ya? —pregunta Paula.

El señor Meade vuelve a reír.

—¿Terminado? Esto es sólo el primer paso. Lo que quiero que hagáis ahora, equipo, es pensar en la persona que tenéis al lado.

—¿Se refiere a Darren? —pregunta Paula.

—Y también a Jim. Pensad en algo positivo. Pensad en lo que realmente os gustaría decir acerca de ellos.

Silencio sepulcral.

—¿Y si no podemos? —aventura Moira al fin. Su mano sigue posada en el hombro del señor Meade.

Éste no contesta. Cierra los ojos y le tiemblan los labios, como si las palabras se amontonaran en su boca dispuestas a salir en tromba. Jim también cierra los ojos, pero todo le da vueltas y los abre de nuevo. Darren observa la escena con una expresión tan ceñuda que su rostro recuerda un gurruño de papel.

—Ya lo tengo —afirma Paula.

—¿Podemos dejarlo ya? —pregunta Moira.

—No, no —repone el señor Meade—. Tenemos que decirlo en voz alta.

—¿Decir lo que estamos pensando? —pregunta Moira con tono afligido.

Pero el encargado rompe a reír como si todo aquello fuera hilarante.

—Yo empezaré, para que veáis un poco cómo se hace. —Se vuelve hacia Paula—. Paula, te admiro. Eres una joven muy decidida. Cuando te entrevisté para el puesto tenía mis dudas, porque llevabas un aro en la nariz y todos esos piercings en las orejas. Me preocupaban cuestiones relacionadas con la sanidad y la seguridad. Pero tú me has enseñado a no tener prejuicios.

Paula se pone del mismo color que su pelo. Meade continúa:

—Jim, tú nunca llegas tarde. Eres una persona en la que puedo confiar. Moira, tú aportas un punto creativo al ambiente de trabajo, y espero que tu madre se mejore pronto de esa erupción cutánea. Y en cuanto a ti, Darren, he acabado tomándote afecto.

—Vaya, qué bonito… —comenta Paula—. Me recuerda a una conocida que escribió a todos sus amigos para decirles lo mucho que les quería, y ¿sabéis qué pasó al día siguiente?

—No —repone Darren. Es el único que sigue con los ojos cerrados.

—Se murió de un infarto.

—Silencio —dice el señor Meade—. ¿Quién quiere ser el siguiente?

Se hace un silencio incómodo, como si ninguno de los cuatro estuviera del todo presente. Moira parece absorta en la contemplación de un mechón de pelo especialmente interesante. Paula frunce los labios y sopla como haciendo un globo de chicle. Darren parece haberse dormido. Jim emite una serie de chasquiditos. El encargado suspira un poco decepcionado, aunque sin perder el ánimo todavía.

—¡Vamos, equipo! —dice sonriendo—. Alguien tendrá algo positivo que decir.

Una voz rompe tímidamente el silencio.

—Jim, eres un buen hombre. Limpias todas las mesas y nunca te dejas ninguna. Señor Meade, tiene usted unas ideas muy raras, pero supongo que intenta que el mundo sea un lugar mejor, y me gusta su coche. Moira, tienes unos pechos bonitos.

—Gracias, Darren —dice Meade, pero Darren no ha terminado.

—Pero Paula… Oh, Paula… Me encanta cómo te mordisqueas las uñas cuando estás pensativa. Me encanta lo suave y tersa que es tu piel, sobre todo detrás de las orejas. Cuando te pones a hablar te estaría escuchando toda la vida. Llevas unas faldas chulísimas. Tus ojos son como dos almendras.

Silencio absoluto, aunque distinto del anterior. Es un silencio infantil, en el que la ausencia de palabras tiene que ver con el asombro, no con la emisión de juicios.

—Menos mal que esa arpía de Eileen no está aquí —dice Paula—. Me gustaría decirle un par de cositas.

El silencio colectivo se convierte en risa colectiva.

—¿Jim? —sugiere el señor Meade—. Te toca.

Pero Jim está anonadado. En su mente no hay sitio para nada que no sea una mujer de pelo llameante, pies diminutos y un abrigo ceñido. Comprende la verdad con la fulminante urgencia de un accidente: la consejera psíquica tenía razón. Jim debe soltar amarras. Debe asumir su propio pasado, por más que no sepa muy bien qué significa eso. Y el único lugar, lo ve tan claro que las palabras parecen chillar dentro de su cabeza, el único lugar lo bastante grande para albergar todo ese caos es Eileen. Ella es su única, su última oportunidad.

—Perdón… —dice una voz en la cafetería.

La piña se deshace como una hidra de cinco cabezas tocadas con sombreros naranja. Una mujer los observa desde la barra con gesto receloso.

—¿Es demasiado tarde para pedir un «especial navideño»?