10
El páramo

Desde una cabina telefónica, Jim explica a Eileen que las chicas de la cocina le han dado su número. Le pregunta si pueden verse después de trabajar. Se trata de una emergencia. Promete no robarle demasiado tiempo, pero tiene que decirle algo importante. Hay interferencias en la línea. En un primer momento, Eileen no parece reconocerlo ni entender de qué le habla. Le suelta que, si pretende venderle una reforma de la cocina o un seguro del hogar, puede irse a hacer gárgaras.

—Eileen, so… soy yo —farfulla.

—¿Jim? —Rompe a reír como si acabara de ver algo que le produce alegría.

Jim le pregunta una vez más si pueden verse. Ella le dice que estará allí en cuanto él le diga. Y añade que también quería verlo.

Jim se pasa el resto de la tarde aterrado. Olvida sonreír a los clientes. No se acuerda de repartir los folletos. ¿Debería volver a llamar a Eileen? A lo mejor podría decirle que ha recordado un compromiso previo. Ni siquiera sabe exactamente qué le dirá. Se trata de una emergencia, sí, pero cuando ella llegue él ya no será capaz de decírselo. ¿Cómo puede poner palabras a todo lo que bulle en su mente? Imágenes, recuerdos, cosas que ocurren en el fugaz instante que precede a las palabras. En todos los años que pasó en Besley Hill, y pese a los esfuerzos de enfermeras, asistentes sociales y médicos, nunca ha podido explicarlo. Su pasado es como los sonidos que bajan de las montañas, está hecho de aire. ¿Cómo puede hablar de él?

En la última sesión de grupo en Besley Hill, la asistente social aseguró a los pacientes que aquello era un punto de partida, no un final. Algunos empleados del centro también se habían quedado en el paro, añadió entre risas, y a juzgar por su forma de reír, no tardaría en sumarse a ellos. Empezaba un tiempo nuevo y extraño para todos. La asistente pidió que pensaran en lo que querían ser. Alguien dijo «Kylie Minogue», varios pacientes se echaron a llorar, otro gritó «¡Astronauta!», y todos rieron.

Después de la reunión, la asistente le comentó a Jim que el señor Meade había accedido a contratarlo por un período de prueba. Le explicó qué significaba eso y le dijo que podría hacerlo, que estaba convencida de ello. Jim quería decirle que él sólo aspiraba a ser un buen amigo, pero ella ya estaba hablando por el móvil, encargándose del papeleo.

Es Eileen quien sugiere ir hacia el páramo. Percibiendo el nerviosismo de Jim, propone buscar espacios abiertos. Siempre le ha resultado más fácil hablar en la oscuridad. Eileen conduce a una velocidad constante de sesenta y cinco kilómetros por hora y Jim va sentado en el asiento del pasajero, con las manos rígidas sobre el regazo. El cinturón de seguridad le ciñe tanto que le cuesta respirar.

Van en dirección opuesta a la ciudad, más allá de los nuevos restaurantes de comida para llevar y del solar donde pronto levantarán un centro comercial. Las vallas publicitarias alumbradas con potentes focos prometen mil cuatrocientas treinta plazas de aparcamiento, veinte puestos de comida, franquicias de las principales marcas comerciales y tres amplias plantas para comprar sin aglomeraciones. Eileen dice que pronto no quedará ni rastro del páramo, a lo que Jim no responde. Recuerda haber presenciado una demolición desde las vallas de seguridad. Había visto las excavadoras, las grúas, las palas mecánicas: un auténtico ejército para derribar un puñado de ladrillos y tabiques. No podía creer que todo se viniera abajo en tan poco tiempo.

En cuanto dejan atrás la rejilla de retención del ganado, el paisaje se vuelve agreste y la oscuridad lo engulle todo a ambos lados de la carretera. Las luces de las casas puntean las faldas de las colinas. Ante sus ojos no hay más que noche. Cuando Eileen aparca y pregunta si prefiere quedarse allí sentado y hablar, él dice que le apetece bajar. Ha pasado poco más de una semana desde la última vez que estuvo en el páramo. Lo ha echado de menos del mismo modo que otras personas echan de menos a sus familias, supone.

—Podemos hacer lo que quieras —dice Eileen.

Aparte el aullido del viento, la ausencia de sonidos allí arriba es sobrecogedora. Durante un rato, ninguno de los dos habla. Se limitan a avanzar despacio de cara al viento, que azota sus cuerpos y silba entre la hierba con furia marina. Las estrellas puntúan el cielo como ascuas, pero Jim no encuentra la luna. Sobre la vertiente occidental de la sierra, un resplandor ambarino perfila el horizonte. Son las farolas de las calles, pero él se siente tentado de creer que es una hoguera a lo lejos. A veces resulta desconcertante el hecho de mirar una cosa y saber que podría significar otra distinta con tan sólo cambiar de perspectiva. La verdad es imprecisa, recuerda Jim de pronto. Y sacude la cabeza como para desprenderse de ese pensamiento.

—¿Tienes frío? —pregunta Eileen.

—Un poco.

—¿Quieres darme el brazo?

—Estoy bien.

—¿Y tu pie, está bien?

—Sí, Eileen.

—¿Estás seguro de que puedes hacer esto?

Jim da pasos cortos para no resbalar. Tiene la garganta tan seca que apenas puede tragar saliva. Suelta pequeñas bocanadas de aire, como le enseñaron las enfermeras. Trata de vaciar la mente de pensamientos y visualizar los números 2 y 1. Por unos instantes, anhela la sensación de abandono que le brindaba la aguja del anestesista antes de las sesiones de tratamiento, aunque hace años que dejaron de aplicarlo en Besley Hill.

Al parecer, Jim no es el único que respira con dificultad. Eileen también jadea y resopla, como si le costara arrancar cada bocanada de aire de los pulmones. Cuando por fin le pregunta a qué venía todo eso de la emergencia, lo único que puede hacer Jim es negar con la cabeza.

Un ave nocturna surca el cielo planeando en el viento, tan veloz y oscura que parece haber sido arrojada, como si el páramo se entretuviera jugando con ella, como si no volara en absoluto.

—Si no quieres hablar, no pasa nada, Jim. Ya me encargo yo. Lo difícil será que me calle. No me vendrían mal algunos de tus silencios. —Se ríe y luego añade—: ¿Por qué no has contestado a mis llamadas? Llamé al súper, te dejé mensajes. ¿No te los dieron?

Una vez más, Jim niega con la cabeza. Parece agitado.

Eileen se para. Señala el pie de él sin inmutarse.

—¿Te hice yo eso?

Jim intenta pronunciar la palabra «accidente», pero ésta se le resiste.

—Mierda —dice Eileen.

—Por favor, no te enfades.

—¿Por qué no me lo dijiste? Podrías demandarme si quisieras. Últimamente la gente se demanda por cualquier chorrada. Si hasta los putos niños demandan a sus padres. Eso sí, no tengo gran cosa que darte, a no ser que quieras mi coche y una mierda de tele.

Jim no está seguro de que Eileen hable en serio. Trata de aferrarse a las cosas que quiere decirle. Cuanto más habla ella, más le cuesta a él recordar.

—Por lo menos podrías haberme denunciado a la policía. ¿Por qué no lo hiciste?

Eileen lo observa, esperando una respuesta. Jim abre y cierra la boca y emite pequeños sonidos, tan cargados de tensión que en realidad duelen.

—No tienes que decírmelo ahora mismo —añade Eileen—. Podemos hablar de otra cosa.

El fuerte viento agita las ramas de los árboles, que se mecen como faldas al vuelo. Jim los nombra. Eileen se cubre las orejas con el cuello del abrigo, y hay momentos en que él se ve obligado a gritar para hacerse oír.

—Ese de ahí es un fresno. Tiene la corteza plateada, las yemas negras. Los fresnos se distinguen porque los brotes apuntan hacia arriba. A veces, las semillas cuelgan como hebras sueltas.

Estira una rama hacia abajo, le enseña las yemas puntiagudas, las semillas. Apenas si tartamudea.

Eileen le dedica una amplia sonrisa, pero más allá de las comisuras de la boca sus mejillas ruborizadas parecen dos grandes fresas. Se ríe como si Jim le hubiese hecho un regalo.

—Vaya, no tenía ni idea de todo eso.

Ya no dice nada más, pero le continúa lanzando miradas furtivas y se sonroja cada vez más. Sólo cuando ya están de vuelta en el coche, añade:

—A ti no te pasa nada malo, Jim. ¿Cómo es que estuviste tanto tiempo en Besley Hill?

Él empieza a temblar de tal modo que le cuesta mantener el equilibrio. Ésa es la pregunta que más anhela contestar. Implica todo aquello que quiere que ella sepa. Se ve a sí mismo siendo un hombre joven, gritando al agente de policía, aporreando las paredes. Se ve a sí mismo con una ropa que no es la suya. Las vistas desde una ventana con barrotes. El páramo. El cielo.

—Cometí un error.

—Todos cometemos errores.

Jim no se detiene.

—Éramos dos. Hace muchos años de eso. Un amigo y yo. Ocurrió algo. Algo terrible. Fue culpa mía. Todo fue culpa mía.

No puede continuar.

Cuando queda claro que ha terminado y no puede añadir nada más, Eileen cruza los brazos por debajo de su generoso escote y suelta un largo suspiro.

—Lamento lo que pasó con tu amigo. ¿Sigues en contacto con él?

—No.

—¿Iba a verte a Besley Hill?

—No.

Le resulta tan difícil decir estas cosas, estos fragmentos de verdad, que desiste. Ya no es capaz de distinguir dónde empieza el cielo y dónde acaba la tierra. Recuerda lo mucho que anhelaba recibir una carta, cómo esperaba día tras día, seguro de que llegaría. De tarde en tarde, los pacientes recibían alguna tarjeta navideña, un detalle por su cumpleaños. Nunca había nada para Jim. Percatándose de su angustia, Eileen tiende la mano hasta tocarle la manga. Se ríe, y la suya es una risa dulce, como si intentara mostrarle el modo de unirse a ella.

—Tómatelo con calma. Volverás al hospital si no tenemos cuidado. Y eso también será culpa mía.

Pero es en vano. La mente de Jim da vueltas sin cesar. No sabe si está pensando en algo que ella ha dicho o en Besley Hill, o en otra cosa, algo que sucedió mucho tiempo atrás.

—Fue un accidente. Te perdono. Tenemos que perdonar.

O al menos eso es lo que intenta decir. Las palabras se le pegan a la boca. No son más que un conjunto de sonidos que no alcanzan la categoría de lenguaje.

—De acuerdo, Jim. No pasa nada, cariño. Vamos a llevarte de vuelta.

Jim espera y desea con todas sus fuerzas que ella lo haya entendido.