11
El órgano de Beverley
—Me hago cargo de la situación, Byron. Pero no debemos sucumbir al pánico. Debemos pensar de forma lógica —dijo James por teléfono con respiración agitada. Había llamado nada más leer la carta de Byron—. Tenemos que repasar los hechos y pensar en lo que vamos a hacer.
Los hechos eran sencillos. Jeanie llevaba cinco días sin caminar, desde la excursión a la playa por el cumpleaños de Lucy. Según Beverley, no podía apoyar la pierna. En un primer momento, Walt la había animado a hacerlo prometiéndole golosinas; Beverley había llorado. La habían llevado al hospital. Walt había suplicado a los médicos que la ayudaran. Beverley había increpado al personal de enfermería. Pero todo había sido en vano. No había señales visibles de contusión, y sin embargo la niña parecía haberse quedado paralítica. Cada vez que intentaba levantarse, o bien se caía al suelo o bien se ponía a gritar. Ahora se negaba en redondo a moverse. Un vendaje le envolvía toda la pierna desde el tobillo. Algunos días se negaba incluso a comer.
Si la reacción inicial de Diana había sido de estupefacción, la segunda fue de frenesí. El lunes por la mañana metió a los niños en el coche y partió apresuradamente. Aparcó delante de la casa de Digby Road y cruzó el jardín con una bolsa de revistas y tebeos que había comprado por el camino. Por primera vez, Diana parecía más endeble y menuda que su amiga. Se mordía las uñas y se paseaba de aquí para allá mientras Beverley la observaba de brazos cruzados. Diana sugirió que fueran a ver a un médico cuyo nombre tenía apuntado en su agenda, pero cuando Beverley se enteró de que era un psicólogo, puso el grito en el cielo.
—¿Crees que nos lo estamos inventando? —chilló—. ¿Crees que estamos como cabras sólo porque vivimos en Digby Road? ¡Lo que necesitamos es ayuda, ayuda de verdad!
Y añadió que le sería más fácil y cómodo mover a Jeanie sobre ruedas; el problema eran sus manos, le dolían. Diana se fue a casa, cogió la vieja sillita de paseo de Lucy y regresó enseguida. Los niños se quedaron en el coche viendo cómo su madre enseñaba a Beverley a desplegar la sillita, al tiempo que se ofrecía para llevarla allí donde necesitara. Beverley se encogió de hombros. Dijo que la gente se mostraba muy amable cuando veía que tenías una niña paralítica. Te ayudaban a subir al autobús y te dejaban colarte en las colas de las tiendas, añadió con tono receloso.
Diana pasó el resto de la tarde en la biblioteca, consultando tomos de medicina. Al día siguiente, Beverley llamó para informarle de que los médicos le habían puesto un aparato ortopédico a Jeanie.
Ante todos estos hechos, James contestó con una frase lapidaria:
—La situación es crítica.
—Ya lo sé —susurró Byron. Oía a su madre dando vueltas en la planta de arriba; era como si no pudiera estarse quieta ni un segundo, y él no le había pedido permiso para usar el teléfono.
James resopló.
—Ojalá pudiese examinar personalmente las nuevas pruebas.
Jeanie pasó el resto de la semana sentada en una manta a la sombra de los árboles frutales de Cranham House, entretenida con los libros de colorear de Lucy y sus muñecas. Byron apenas podía mirarla. Cada vez que tenía que pasar por delante de la niña, daba un rodeo. Lucy se ató un pañuelo alrededor de la rodilla y dijo que quería su sillita de paseo, que la necesitaba. Hasta lloró.
—Las cosas como son, Diana —dijo Beverley desde la solana—: atropellaste a mi hija y te diste a la fuga. No reconociste tu culpa hasta que pasó un mes. Y ahora mi hija está paralítica, ¿sabes? Eso es lo que pasa. —Era la primera vez que Beverley amenazaba a Diana, pero aun así no sonaba como amenaza. Hablaba con un hilo de voz, casi como si se avergonzara de hacerlo, jugueteando con los botones de la blusa, de modo que, paradójicamente, sus palabras sonaban a disculpa—. Puede que tengamos que recurrir a la policía. A los abogados. Ya sabes.
—¿Abogados? —replicó Diana, estupefacta.
—No te lo tomes a mal. Eres mi mejor amiga. Lo único que estoy diciendo es que tengo que pensar. Debo ser práctica.
—De eso estoy segura —repuso Diana con valentía.
—Eres mi mejor amiga, pero Jeanie es mi hija. Tú harías lo mismo. Eres madre. Pondrías a tus hijos por delante de mí sin dudarlo.
—¿De verdad crees que hay necesidad de meter a la policía en esto? ¿Y a los abogados?
—Estoy pensando en tu marido. Cuando se lo cuentes, seguramente querrá hacer las cosas como es debido.
Diana vaciló.
—No creo que sea necesario contárselo a Seymour —dijo.
A lo largo de los días siguientes, en su último y desesperado intento por rehuir la verdad, Diana parecía rozar más que nunca la perfección. Parecía más esbelta, más pulcra, más rápida. Limpiaba el suelo de la cocina cada vez que los niños lo pisaban, aunque sólo fuera para coger un vaso de Sunquick. Pero semejante perfección requiere una atención constante, y el esfuerzo empezó a pasarle factura. A menudo parecía distraída, como si no escuchara lo que le decían, o al menos no lo mismo que los demás. Empezó a confeccionar listas. Estaban por todas partes, no sólo en su libreta de notas, cuyas hojas arrancadas aparecían en la encimera de la cocina, en el baño, en su mesilla de noche. Y no eran sólo listas corrientes de la compra o de llamadas pendientes, sino inquietantes recordatorios de cosas difícilmente olvidables. Entre notas del tipo «Poner una colada de ropa blanca» o «Comprar un botón azul para la rebeca de Lucy», había otras como «Preparar la comida» o «Lavarme los dientes».
Pero por más que se esforzara, por más que lo hiciera todo a la perfección, que preparara desayunos saludables para sus hijos y que lavara su ropa, el infausto episodio siempre se las arreglaba para colarse en el presente. Era como si Diana fuese culpable de atropellar a una niña y darse a la fuga desde siempre, desde antes incluso de haber aprendido a conducir o de haber conocido a Seymour. Aquel accidente se convirtió en parte inseparable de su vida, y por mucho que intentara reparar el daño causado, nada de lo que hiciera sería suficiente. Además, Beverley había pasado a la acción. Las dos mujeres giraban ahora en direcciones opuestas.
—No lo entiendo —llegó a decir Diana en cierta ocasión, con los ojos clavados en el suelo como si buscara huellas que pudieran guiarla—. Tenía un corte en la rodilla. La primera vez que estuvimos en Digby Road dijeron que era leve. Un rasguño, dijeron. ¿Cómo es posible que ahora no pueda caminar? ¿Cómo puede haber pasado algo así?
—No lo sé —contestó Byron—. Puede que todo esté en su cabeza.
—¡Que no está en su cabeza! —replicó Diana con los ojos empañados—. No puede caminar. Los médicos le han hecho toda clase de pruebas y nadie se aclara. Ojalá todo estuviera en su cabeza. Pero se ha quedado paralítica, Byron. ¡No sé qué hacer!
A veces el chico le llevaba pequeños regalos que encontraba en el prado, una pluma, una piedra, cosas que en tiempos le habrían arrancado una sonrisa. Los dejaba allí donde su madre los encontraría por sorpresa. A veces, cuando iba a mirar, sus pequeños obsequios habían desaparecido. Algunos los encontraba más tarde; Diana los guardaba con aire ausente en sitios como el bolsillo de su abrigo.
La gota que colmó el vaso llegó a finales de aquella segunda semana de agosto. Había sido un día lluvioso y Beverley estaba de un humor de perros. Apostada ante las puertas acristaladas del salón, se masajeaba las articulaciones de las doloridas manos mientras, allá fuera, un violento aguacero azotaba la solana y el césped. Había gritado a Lucy por quitarle una muñeca a Jeanie.
—Voy a necesitar algunas cosas, Diana —dijo de pronto—. Ahora que Jeanie se ha quedado paralítica.
Diana frunció el entrecejo y cogió aire.
—No hace falta que te pongas así —le reprochó Beverley—. Sólo trato de ser práctica.
Diana asintió, con el tórax henchido.
—¿Qué tienes en mente?
Beverley hurgó en su bolso, sacó una lista y se la tendió. Echando un vistazo de soslayo, Byron vio que guardaba un asombroso parecido con las que elaboraba James, salvo la letra, pues la de Beverley era más apretada y menos inteligible, y que estaba confeccionada en una hoja mal arrancada de un bloc de niña. Figuraban cosas menores: esparadrapo, analgésicos, bolsitas de té, un nuevo protector impermeable para el colchón.
—Las otras cosas que tengo en mente son más prácticas, claro está.
—¿Qué otras cosas? —preguntó Diana.
Los ojos de Beverley recorrieron la cocina modular.
—Cosas que te simplifican la vida. Como… yo qué sé… tu arcón congelador.
—¿Quieres mi arcón congelador?
—El tuyo no, Diana. Lo necesitas. Pero me gustaría tener uno igual. Todo el mundo se ha comprado uno. La parálisis de Jeanie me absorbe por completo, por lo que debo sacar el máximo partido al tiempo. Me necesita para hacer las cosas más básicas, ni siquiera puede vestirse sola. Y luego está mi artritis. Ya sabes que hay días en que no puedo ni mover los dedos.
Extendió las manos, como si Diana necesitara que le recordasen qué eran los dedos, y a juzgar por cómo los miró boquiabierta quizá fuera cierto.
—No entiendo cómo puede un arcón congelador ayudar a Jeanie —intervino Byron.
—Bueno, podría pedir un coche, pero a lo mejor tu padre se daría cuenta.
—¿Un coche? —repitió Diana—. No lo entiendo. ¿Quieres un coche?
—No, no. No necesito un coche. No sé conducir. Fue Walt quien mencionó esa posibilidad. Como le dije a mi vecino el otro día, ¿qué tiene de malo el autobús? Cientos de minusválidos cogen el autobús.
—Pero te llevo adonde quieras. —Una vez más, Diana hablaba con cuidado, como si no dominara el idioma—. Eso no es problema.
—Lo es para Jeanie. Subirse a tu coche le trae recuerdos. Tiene pesadillas. Por eso estoy tan agotada. Lo que me gustaría… —Hizo una pausa—. No, no. No puedo decirlo.
—Inténtalo —la animó Diana con un hilo de voz.
—Lo que me gustaría de verdad es tener un órgano.
Byron tragó saliva y le vino a la mente la imagen de Beverley con un corazón ensangrentado en las manos. Como si le leyera el pensamiento, ésta sonrió.
—Un hogar necesita música.
Esta vez fue Diana la que rompió el silencio.
—¿Entonces no quieres un arcón congelador?
—No.
—¿Ni un coche?
—No, no.
—¿Pero sí un órgano?
—Un Wurlitzer. Como ese del concierto al que fuiste sin mí. Tienen uno expuesto en el escaparate de los grandes almacenes.
Diana se quedó sin palabras.
—Pero… ¿cómo…? Quiero decir, me las puedo arreglar para conseguir las cosas pequeñas de la lista, pero… —Dejó la frase inacabada, tal era su estupor—. ¿Qué le diré a Seymour? ¿Y desde cuándo sabes tocar el órgano?
—No sé tocarlo. Pero tengo la corazonada de que se me dará bien si me lo propongo. En cuanto a Seymour, tendrás que volver a tirar del truco del talonario en blanco. Ha funcionado antes, Di. Experiencia no te falta.
El órgano se entregó en Digby Road después del fin de semana. Diana había ido derecha a los grandes almacenes y había extendido un talón. Según Beverley, la mitad de los vecinos de la calle se había congregado delante de su casa para ver cómo los cuatro mozos descargaban el instrumento del camión y trataban de acarrearlo a través de la cancela y a lo largo del sendero del jardín. La mayoría de los habitantes de Digby Road nunca había visto una furgoneta de reparto, no digamos ya un órgano Wurlitzer. Hubo que sacar la cancela de sus goznes para poder introducirlo en el jardín. Beverley comentó que lo mejor era que, una vez devuelta a su sitio, la cancela ya no chirriaba.
El órgano se instaló en la sala de estar, frente a las nuevas puertas de vaivén que daban a la cocina. El instrumento venía con un taburete de dos plazas cuyo asiento tapizado en piel se levantaba para poder guardar las partituras. Cuando Beverley enchufó el aparato a la corriente eléctrica, éste se encendió con un susurro y una ristra de lucecillas verdes y rojas bailoteó por encima de las teclas.
A lo largo de los siguientes días, las visitas de Beverley a Cranham House cesaron por completo. Diana empezó a preocuparse de nuevo. Pasó dos veces en coche por delante de la casa de Digby Road, aunque no se detuvo. No había señales de vida, dijo, y el tendedero estaba vacío. Finalmente, el jueves, Beverley llamó desde un teléfono público. Jeanie llevaba unos días especialmente mal de la pierna, explicó. Por eso no había ido a visitarla. Byron se sentó a los pies de su madre y escuchó todas sus palabras.
—Jeanie lo ha pasado tan mal que no he podido salir de casa —añadió Beverley—. Pero tengo buenas noticias.
—¿De veras? —Diana pegó el auricular a la oreja y llegó incluso a cruzar los dedos.
—Se trata del órgano —dijo Beverley, con la voz un poco distorsionada por las interferencias.
—¿Cómo dices? —preguntó Diana.
—El Wurlitzer. Es como si llevara toda la vida tocándolo.
—Ah. Me alegro.
Diana tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero se esforzaba por sonar risueña.
—Sí, Walt no puede creérselo. Practico día y noche. Ya sé tocar cinco piezas de memoria. Dice que tengo un talento innato.
Y comentó que pasaría a verla al día siguiente.
Un nuevo plan tomó forma esa misma noche, y fue idea exclusiva de James: un recital de Beverley. Dijo que se le había ocurrido de golpe, como un todo, y que podía verlo de principio a fin. Hablaba tan alto que Byron se vio obligado a apartar el auricular de la oreja. Organizarían un espectáculo musical en Cranham House, como en el teatro del muelle, para que Beverley tocara su nuevo órgano. Venderían entradas y refrigerios con el fin de recoger fondos para Jeanie, e invitarían a todas las madres de la escuela. James acompañaría a la suya, y de ese modo podría examinar por sí mismo el estado de Jeanie. Diana daría un discurso en el que presentaría a Beverley y daría las gracias a los chicos por su ayuda.
—No creo que funcione —objetó Byron—. Un órgano es algo muy pesado. No es fácil de trasladar. Harían falta varios operarios. Y Beverley no les cayó bien a las madres de la escuela.
Pero James se empecinó. Siguió hablando deprisa y sin dejarle meter baza. Dijo que se encargaría de redactar el discurso de Diana. En realidad, ya lo había hecho. Se serviría un bufet con aperitivos en el jardín; todas las madres llevarían algo de comer. La zona del comedor haría las veces de escenario. Byron se encargaría de subir y bajar el telón, mientras que James acompañaría a las invitadas a sus asientos. A lo mejor podrían dejar que Lucy los ayudara a repartir los programas que James escribiría de su puño y letra. Hablaba casi sin pausa.
—Pero mi madre no puede preparar aperitivos para tanta gente. Y Beverley no puede dar un recital. Apenas sabe tocar.
James no lo escuchaba. Sí, repetía una y otra vez, aquélla era la mejor idea que se le había ocurrido nunca. Era un plan especial al más puro estilo James Lowe. Byron debía contárselo a Beverley en cuanto llegara.
—Confía en mí —añadió James.