6
Buscando cosas menudas
El coche de Eileen está aparcado bajo un letrero de PROHIBIDO APARCAR. Jim sale por la puerta de servicio y se da cuenta de que es su coche. El pánico le eriza el vello de la nuca y se extiende como un hormigueo por la columna hasta las piernas. Intenta dar media vuelta pero la puerta ya se ha cerrado a su espalda.
No le queda más remedio que fingir que es otra persona. Alguien que no lleve un pie recién escayolado, por ejemplo. Eileen lo mira fijamente y en su rostro se dibuja una impaciente sonrisa de reconocimiento. Lo saluda con la mano. Bien, Jim necesita cambiar de táctica. Debe fingir que ella es otra persona y que no la conoce de nada.
Se dedica a escudriñar objetos en la penumbra: los carritos del supermercado encajados unos en otros, la parada del autobús, el cajero automático. Los examina uno tras otro como hechizado, incapaz de fijarse en nada más, y como si ese estado fuera a durarle varias horas. Tararea para dar mayor credibilidad a su actitud absorta. Y en todo momento, mientras estudia esos objetos inanimados tan fascinantes, lo que ve en realidad es a Eileen. Su imagen aparece impresa en su campo de visión. Es lo único que hay. Su abrigo verde. La llamarada de su pelo. Su sonrisa radiante. Es como si estuviera hablándole.
Jim descubre una mancha de lo más interesante en el suelo. Se agacha para examinarla de cerca. Luego aparenta ver otra mancha incluso más interesante unos metros más allá. Si continúa así, si se las arregla para seguir un rastro de manchas interesantes, quizá consiga llegar al otro lado del aparcamiento.
Ya está muy cerca del coche de Eileen. Sin necesidad de mirar, percibe en todo su costado izquierdo que ella lo está observando. Su cercanía lo aturde. Y entonces, cuando está a punto de alcanzar la seguridad, olvida que esas manchas tan fascinantes sólo se hallan en el suelo y levanta la cabeza. Sus ojos se topan con los de Eileen.
La puerta del coche se abre de golpe y ella se apea por el lado del pasajero.
—¿Has perdido algo, Jim?
—Ah, hola, Eileen. No te había visto ahí sentada en tu coche.
Jim no se explica por qué ha dicho eso, puesto que ahora ha quedado claro que la ha reconocido desde el primer momento. Echaría a correr hacia la entrada del supermercado, pero sólo puede renquear. Por desgracia, Eileen también lo sabe. Lo ve todo. El pie escayolado, el calcetín terapéutico.
—¡Jim! —exclama—. ¿Qué ha pasado?
—Na… na… na… —Es incapaz de decirlo. Es incapaz de pronunciar la palabra, con lo pequeña que es.
Eileen se limita a esperar. Y todo el rato, mientras persigue la sílaba huidiza con los labios entreabiertos, la barbilla en alto, Jim se consume por dentro. Es como buscar a tientas palabras que jamás podrán brotar de sus labios.
—¿Cómo volverás a casa? —pregunta Eileen por fin. Por lo menos no ha relacionado el pie de Jim con su Ford—. ¿Quieres que te acerque?
—El se… se… señor… se… señor Meade.
Eileen asiente y se produce un silencio. La pausa se alarga hasta convertirse en algo más tangible.
—¿Te echo una mano? —pregunta ella al fin—. Has perdido algo, ¿no?
En el resplandor de las potentes farolas del aparcamiento, sus ojos son del mismo color que los jacintos. De un azul casi escandaloso. ¿Cómo no se ha dado cuenta antes?
—Sí —contesta Jim. Es la palabra equivocada. Quiere decir «no». No, no me eches una mano. Aparta su mirada de Eileen y clava los ojos en el suelo. Seguramente estarán más a salvo ahí abajo.
¡Oh, pero qué pequeños son sus pies! Eileen calza zapatos marrones acharolados, de puntera recta, que brillan a la luz de la farola. Se ha anudado los cordones formando lazos que recuerdan pétalos.
—¿Cómo es de grande? —pregunta Eileen.
Jim no sabe a qué se refiere. Sólo puede pensar en sus piececillos. Son tan perfectos que resultan desgarradores.
—¿Perdona?
—Esa cosa que buscamos.
—Ah. Pequeña.
Es la primera palabra que le viene a la cabeza, porque sigue fascinado por sus zapatos. Debe dejar de mirarlos fijamente. Debe apartar la vista.
Eileen le dedica una sonrisa franca, directa. Sus dientes son tan hermosos como sus pies.
Esta nueva percepción lo inquieta a tal punto que trata de fijarse en otra parte de Eileen. Y entonces, con un nuevo sobresalto, se percata de que sus ojos han ido a posarse en el seno izquierdo de ella. Mejor dicho, en el contorno de su seno, como una loma suave y firme bajo los pliegues del abrigo verde.
—¿Seguro que te encuentras bien, Jim? —pregunta ella.
Para alivio de Jim, un hombre trajeado de mediana edad pasa entre ambos empujando un carrito. Va hablando por el móvil. Jim y Eileen retroceden bruscamente, como si los hubieran sorprendido haciendo algo indebido.
—Lo siento, pareja —se disculpa el hombre. Lo dice como si ambos fueran una sola cosa, y a Jim se le acelera el pulso.
El hombre parece tardar una eternidad en pasar. Lleva el carro hasta los topes con botellas, comestibles navideños y un ramo de azucenas envuelto en celofán que se tambalea en lo alto del cargamento. No puede evitar que las ruedas del carro se atasquen una y otra vez en las juntas del suelo. El ramo de flores, seguramente un regalo de Navidad, resbala y cae, pero el hombre sigue adelante sin darse cuenta.
Al ver las azucenas, el corazón de Jim late desbocado. Las corolas cerradas sobre sí mismas son tan blancas y relucientes que parecen de cera. Alcanza a olerlas. No sabe si se alegra mucho o todo lo contrario. Seguramente ambas cosas. A veces sucede; los recuerdos surgen como una señal procedente de otra parte de la vida, de otro contexto, como si dos momentos sueltos del pasado y el presente pudieran confluir y adquirir nueva trascendencia. Jim ve una iglesia repleta de azucenas, un recuerdo lejano, y también el abrigo que Eileen hizo caer de una silla pocos días atrás. Los recuerdos inconexos se mezclan, se funden para dar origen a algo nuevo, gracias a esas flores que yacen a unos metros de distancia. Jim ni siquiera se detiene a pensarlo: se agacha y las recoge.
—Tenga —dice, devolviendo el ramo al desconocido. Le hubiese gustado regalárselas a Eileen.
Cuando el hombre se marcha, el espacio ahora vacío entre ambos parece tan vivo que casi esperan que emita un sonido de algún tipo.
—Odio las flores —confiesa Eileen al fin—. Quiero decir, me gusta verlas en la tierra, plantadas. No entiendo por qué la gente se empeña en regalar flores cortadas, moribundas. Yo prefiero que me regalen algo útil. Bolis y cosas así.
Jim intenta asentir con ademán cortés, como sugiriendo que le interesa lo que le está contando. No sabe adónde mirar. A la boca, a los ojos, al pelo de Eileen. Se pregunta si preferirá bolígrafos o rotuladores de punta fina.
—Aunque tampoco es que me regalen flores muy a menudo —añade ella encogiéndose de hombros—. Ni bolis, la verdad sea dicha.
—No. —Pronuncia la palabra una sola vez, no es la que hubiese querido decir.
—Hablo demasiado.
—Sí. —Otra palabra equivocada.
—¿Estás seguro de que no quieres que te lleve? Podríamos ir a tomar una copa.
—Gracias —dice Jim. Y entonces, como una revelación, se da cuenta de lo que acaba de decir Eileen. Lo ha invitado a tomar una copa.
O quizá lo ha entendido mal, quizá ha dicho otra cosa completamente distinta, del tipo «Qué ganas de tomar una copa», porque ahora es Eileen quien clava los ojos en el suelo como si buscara algo. Jim se pregunta si también ella habrá perdido algún objeto, pero entonces recuerda que él no ha perdido nada, que simplemente finge. Así que allí están los dos, uno al lado del otro, casi tocándose, sólo casi, ambos buscando cosas que puede que estén y puede que no estén allí.
—¿Cómo es de grande lo tuyo? —pregunta Jim.
—¿Lo mío?
—Bueno, parece que… también has perdido algo.
—Ah —replica Eileen, ruborizándose—. Sí, bueno. Lo mío también es muy pequeño. Casi ni se ve. Imposible encontrarlo.
—Es una pena.
—¿Cómo dices?
De pronto, es Eileen la que parece no saber dónde mirar. Sus ojos azules están por todas partes. Se estrellan contra la boca de Jim. Su pelo. Su chaqueta.
—Es una pena perder algo.
—Ya —contesta ella—. Una mierda.
Jim no sabe si las palabras que están usando significan aquello que ambos quieren decir o si han tomado un nuevo significado. Al fin y al cabo, están hablando de naderías. Sin embargo esas palabras, esas naderías, son lo único que tienen, y Jim desearía que llenasen diccionarios enteros.
—El caso es que siempre estoy perdiendo cosas —dice Eileen—. El bolso. Las llaves. ¿Sabes qué es lo que más me saca de quicio?
—No.
Jim sólo sonríe porque ella lo hace. Aún no ha dicho nada gracioso. Pero lo hará.
—Lo que más me saca de quicio es que me digan «¿dónde lo has perdido?». —La risa de Eileen brota en forma de carcajada incontenible, haciendo que le tiemblen los hombros y le lagrimeen los ojos. Se los seca con un dedo—. ¿No te jode? Vaya una pregunta más tonta. —No lleva anillo de casada—. Pero la verdad es que también he perdido cosas grandes.
—Ah —repone Jim. No se le ocurre nada más.
—No me refiero a minucias como coches o dinero. —Jim es consciente de que tiene que esforzarse para seguir su razonamiento. Los coches y el dinero no se le antojan minucias. Eileen añade a bocajarro—: Si te soy sincera, a veces me cuesta trabajo seguir adelante. ¿Sabes a qué me refiero?
Jim dice que sí, que lo sabe.
—No puedo levantarme. No puedo hablar. No puedo ni lavarme los dientes. Espero que no te importe que te cuente todo esto.
—No.
—Es una línea delgada la que separa a la gente que está en Besley Hill de la que está fuera. Muy delgada. —Eileen vuelve a reír pero Jim ya no sabe si pretende sonar graciosa. Ambos miran al suelo de nuevo—. Así que ya podemos seguir buscando lo que sea que no hemos encontrado aún. ¿A que sí, Jim?
Y en todo momento, mientras caminan de aquí para allá con la cabeza agachada, Jim es consciente de la presencia de esa mujer robusta a su lado. Se pregunta si sus miradas se cruzarán en el suelo, si convergirán allí abajo en algún punto de intersección. No bien lo piensa, se le dispara el corazón. Bajo sus grandes pies y los piececillos de ella, las losas heladas relucen como cubiertas de lentejuelas. Nunca un suelo le ha parecido tan hermoso.
Un alarido los interrumpe y Paula se acerca, seguida por Darren, que aprieta el paso para no quedarse atrás.
—¡No me lo puedo creer! —exclama la joven a gritos—. ¿No le has hecho bastante daño ya?
Eileen se da media vuelta. Enfundada en su abrigo verde acebo, su presencia es ineludible.
—Primero lo atropellas —le espeta Paula—, y luego lo acosas. Por tu culpa está yendo a terapia.
Eileen la mira boquiabierta y casi puede oírse cómo se le descuelga la mandíbula. Lo que más sorprende es que no suelte ninguna palabra soez. Se queda mirando a Jim como si no lo reconociera, como si varios fragmentos de su persona estuviesen cambiados de sitio.
—¿Cómo que lo he atropellado? —dice despacio—. ¿Cómo que está yendo a terapia?
—Después de que lo arrollaras dando marcha atrás, tuvo que ir al hospital. Eres una calamidad. No deberían dejarte conducir.
Eileen no contesta. Permanece inmóvil, encajando las palabras de Paula sin rebatirlas, sin pestañear siquiera. Es como asistir por la tele a un combate de boxeo, esperando que el actual campeón aseste un golpe devastador al aspirante, y comprender que no va a hacer nada. Es como ver el otro lado de ese campeón, el lado frágil, humano, que debería estar en casa, sentado a nuestro lado en un sillón, y resulta incómodo.
—Jim podría demandarte —le espeta Paula—. Deberías estar encerrada.
Eileen mira a Jim con una expresión confusa, tan tierna, tan infantil, que él no logra sostenerle la mirada. De pronto, desearía no estar allí. Desearía estar en su autocaravana. Pero antes de que acierte a moverse siquiera, Eileen se aleja reculando de Paula, de Darren, de él, y se precipita hacia el coche. Ni siquiera se despide. Enciende el motor y arranca bruscamente.
—No ha quitado el freno de mano —apunta Darren.
Como si lo hubiese oído, el coche se detiene con una sacudida. Eileen vuelve a arrancar y sale despacio del aparcamiento cubierto de escarcha. En el cielo hay sólo media luna, envuelta en un halo verde amarillento que parece arder en la oscuridad. El páramo centellea como sembrado de pequeños susurros.
Jim no irá en coche con Eileen. No tomará una copa con ella. Piensa fugazmente en lo serena que parecía mientras hablaba de perder cosas, en cómo ha encajado los gritos de Paula sin despegar los labios. Era como verla con una ropa completamente distinta, ropa ligera de verano.
Se pregunta si era verdad que se le había caído algo al suelo. Y luego piensa que, de ser así, le gustaría pasar el resto de su vida buscándolo.