Epílogo

Cayetano Brulé pudo regresar tres días después a Valparaíso, justo cuando el Granma informaba sobre el hallazgo de dos mujeres asesinadas en una casona de Miramar. Chuck Morgan no volvió a llamarlo. En rigor, no lo llamó nunca más. Desapareció sin dejar huellas, al igual que Tom Depestre, el presidente de la asociación internacional de detectives privados que lo había invitado a Chicago. Semanas más tarde, Cayetano leyó un cable breve, fechado en Washington D. C., que informaba sobre la aparición del cadáver de un oficial de la CIA en el ascensor de un centro comercial de la capital norteamericana. Se sospechaba que lo habían asesinado para despojarlo de la billetera. Su apellido, solo el apellido mencionaba la noticia, era Morgan, y Cayetano recordó con tristeza y escalofríos que Chuck Morgan era un hombre que sabía demasiado.

Por cierto, Cayetano no pudo nunca cobrar lo que Chuck le había prometido, aunque sí disponer de la tarjeta dorada recibida en el Phillies de Chicago. La usó a discreción hasta que una noche, al pretender pagar la cena a la que había invitado a Débora Pessoa al Café Turri, la tarjeta le fue rechazada por falta de fondos. No le quedó otra que pedirle fiado al dueño del local y reanudar su existencia franciscana en la casa del paseo Gervasoni, que mira hacia la bahía y los cerros porteños, y volver cada día a su despacho ubicado en el entretecho de un antiguo edificio de Valparaíso con la esperanza de que aparecieran nuevos clientes, algo difícil en una ciudad en decadencia perpetua.

Volvió a frecuentar los cafés y boliches llenos de humo, a jugar al cacho en las mesas del antiguo Bar Inglés, a conversar con el profesor Inostroza en torno a una copa de oporto, y a sostener apasionados encuentros con Débora, quien se tornó más bella, fogosa y locuaz de lo que era antes de su viaje a Chicago.

Pero una mañana, mientras desayunaba a solas un cortado y un berlín en el Café Riquet, tuvo que admitir que su retorno a la rutina no era nada más que un espejismo y que su vida jamás volvería a ser lo que había sido, pues un secreto inconfesable lo separaría de sus amigos para siempre.

Una noche de lluvia, después de echarse unos tragos en el antiguo Bar Inglés con el profesor Inostroza y sus amigos del puerto, cuando ya caminaba solo y algo mareado por Esmeralda, presto a subir la escalera del cerro para llegar a casa, frenó a su lado, silenciosa y mullida, una Expedition con los vidrios ahumados.

—¿Cayetano Brulé? —preguntó una voz de hombre. El vidrio del copiloto bajaba lentamente.

El detective dio unos pasos hacia el vehículo, pero un reflector lo encandiló. Se detuvo en la calle desierta, a merced de quien le hablaba y de la lluvia que caía ahora tupida. Un trueno retumbó portentoso a lo lejos, después de un furibundo latigazo de luz.

—Yo soy Cayetano Brulé —dijo sintiendo que la lluvia humedecía su frente y sus mejillas, y le perlaba el bigotazo.

—¿No se acuerda de mí?

Escuchó la pregunta a través del bateo del agua contra los techos de calamina y el rumor sordo del vehículo.

—La verdad es que no —repuso y alzó el cuello de su saco azul con botones dorados y zurcido en la espalda.

—Se olvidó de mí pese a lo mucho que me buscó —dijo la voz detrás del foco.

—No tengo idea de quién pueda ser usted.

—Una lástima. En fin, solo quería verlo una vez más para despedirme. Como van las cosas en este mundo, es probable que tropecemos de nuevo en otra esquina de esta puta vida, Brulé.

—Momento. ¿Quién coño es usted?

—Mi nombre no importa, Brulé, pero algunos me dicen Lucio Ross.

La Expedition alzó lentamente el vidrio del copiloto, apagó el foco lateral y reanudó su marcha por Esmeralda. Cayetano Brulé permaneció con las manos en los bolsillos y el cuello del saco en ristre, contemplando bajo la fría lluvia del Pacífico el vehículo sin patente que se desvanecía en la distancia.

Iowa City-Roma-Big Sand Lake,

26 de julio de 2004

Halcones de la noche
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