Chicago

23 de enero, 12.30 h

Cayetano despertó lentamente en una sala de contornos imprecisos y silencio de ultratumba. Del cielo un tubo fluorescente protegido con malla irradiaba una luz mortecina. Volteó su cuerpo en la cama dura y estrecha y sobre un velador vio sus anteojos. Se los calzó con manos temblorosas. Recién ahora pudo distinguir una mesa con dos sillas, una puerta metálica con botones en lugar de chapa, y una ventana con vidrio reflectante opalino, a través de la cual seguramente lo espiaban.

Se sentó en el borde de la cama con las piernas colgando. Llevaba aún la chaqueta azul marino, pero le habían despojado de la corbata y los cordones de los zapatos para que no se suicidara. Trató de ordenar sus pensamientos. Estaba mareado y le pesaba la cabeza. Lo último que recordaba era la escena de los agentes que lo interrogaban en el hotel. ¿Era cierto todo aquello o solo soñaba?

Comenzó a enhebrar sus recuerdos: Débora, Suzukito y el profesor Inostroza en el Riquet, la invitación de Depestre extendida en la Casa de Suecia, el viaje para asistir al congreso, la inexistencia de Depestre y de la International Detective Association de Chicago. Sí, Débora lo había llevado en carro al aeropuerto de Santiago, donde se habían despedido. Aún la recordaba diciéndole que lo aguardaría con ansias y nuevas sorpresas, prometiéndole más encuentros apasionados entre las sábanas, besándolo y abrazándolo sin pudor frente a las cabinas de inmigración.

Y ahora estaba preso en esa sala, en una situación delicada, con policías que le consideraban un narcotraficante. La puerta metálica se abrió con un sonido eléctrico y dejó entrar al agente que lo había interrogado en el hotel.

—Puede llamarme Ismael —dijo el agente antes de sentarse a una silla. Traía un bloc de apuntes, que dejó sobre la mesa, y tenía suelto el nudo de la corbata y el cuello de la camisa desabotonado.

—Bien, Ismael, quiero irme de aquí ahora mismo —dijo Cayetano.

Ismael sonrió y dijo:

—Me da la impresión de que usted aún no calibra en lo que está metido, señor Brulé.

—No tengo nada que ver con la droga esa.

—Eso lo dicen todos —aseveró Ismael y comenzó a hojear el bloc con páginas garabateadas—. Sea original, por lo menos.

—Ya le dije. Vine a participar en una conferencia internacional…

—… que no existe. Déjese de estupideces, señor Brulé. No hay congreso de detectives aquí, no existen la IDA ni Depestre. Mejor confiese para que no perdamos tiempo.

Cayetano posó los pies sobre el piso, intentó caminar, pero volvió a apoyarse en la cama. Sentía las rodillas aguadas y no lograba coordinar los movimientos. Si hubiese intentado propinarle un puñetazo a Ismael, algo que hubiese hecho con el mayor placer del universo, no habría podido porque no lograba articular los movimientos. ¿Cómo era posible que agentes de la ley lo drogaran? Intuyó con tristeza que desde los atentados terroristas de 2001, desde aquellas escenas infernales en que los aviones de pasajeros se incrustaban y estallaban convertidos en bolas de fuego y las Torres Gemelas caían derrumbadas como un diabólico juego de dominó sobre el centro de Manhattan, las cosas habían cambiado drásticamente y para siempre en Estados Unidos.

—Usted se está metiendo en líos conmigo —afirmó Cayetano acariciándose las puntas del bigotazo en el borde de la cama.

—¿Ah, sí?

—Me ha secuestrado y soy ciudadano naturalizado.

—Usted viaja a veces con pasaporte estadounidense y a veces con uno chileno. Eso es ilegal y habría que retirarle nuestro documento, señor Brulé.

—Si usted sigue manteniéndome secuestrado, cuando salga voy a secarlo a usted en la cárcel. Necesito un abogado, es mi derecho.

—Su situación es demasiado grave como para bravuconear. Mejor díganos quién le entregó la cocaína.

—Ya le dije. No sé nada de nada. Soy un tipo decente y bien intencionado.

—Entonces va a quedarse años sin derechos, señor Brulé.

—¿Cómo? —volvió a ponerse de pie, pero no pudo alejarse de la cama. El piso flameaba como una bandera al viento e Ismael continuaba sentado allí, de piernas cruzadas, mirándolo a veces a los ojos, a veces examinando el bloc de apuntes—. ¿Cómo dijo?

—Que va a quedarse por años sin derechos ni juicio —repitió Ismael—. ¿Sabe por qué?

—Vamos a ver qué estupidez me endilga ahora.

—Ya averiguamos quién esperaba por usted en el Hilton.

—Pues saben más que yo.

—El tipo, además de que está confeso, lo involucra a usted.

—¿A mí? Si yo no tengo nada que ver en todo esto —dijo Cayetano y se afincó los lentes sobre la nariz.

—Usted es un tipo afortunado, señor Brulé —anunció Ismael con sonrisa gélida—. Ya no irá a acompañar al general Noriega a Miami. Como su contacto es un árabe vinculado a Al Qaeda, se marchará al calor de nuestra base en Guantánamo, donde lo reuniremos con otros miserables como usted.

Halcones de la noche
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