La Habana
7 de febrero, 11.45 h
Lucio se bajó del taxi que había cogido en el Ambos Mundos cerca del centro comercial La Copa, de Calle 42 y Primera Avenida, en Miramar. Pese a la humedad pegajosa, prefería caminar por esa avenida bordeada por cocoteros, con el acuario y el hotel Tritón a su espalda, explorando el reparto que frecuentaba en sus años de residencia en la isla. A pocas cuadras de allí, en el Chateau, se alzaba la antigua central de Tropas Especiales, en un edificio moderno, de paredes claras y pisos bruñidos, con el aire acondicionado siempre al máximo.
Dos días antes, Lety Lazo le había ayudado a encontrar cuarto en la casa de una pareja de pintores homosexuales que por quedar lejos de la costa dificultaba su misión. Simuló entonces ser un turista en busca de experiencias auténticas y salió a cenar con la mujer, que decía no tener novio y soñaba con dejar la isla. Después del postre habían terminado en el apartamento de un diplomático que estaba de viaje.
—¿Y qué diría tu familia si te vas? —le preguntó Lucio mientras la desnudaba al borde de una cama, frente a un ventanal que se abría al océano, y la dulce voz de Ibrahim Ferrer inundaba el apartamento.
—Se alegraría —Lety alzó los brazos para estirarse despreocupada, dejando que las manos ásperas de Lucio recorriesen sus pechos y la línea de sus caderas.
Sabía que en Cuba la suerte de su padre y la suya estaban echadas y solo le quedaba marcharse, si es que la autorizaban.
Lucio la recostó en la cama y la contempló desde la distancia, sin tocarla, como si ella fuese una estatua inalcanzable. En el horizonte las nubes se teñían de tonos ocres, y sobre las sábanas negras la piel de Lety adquiría un tono mate. Ella abrazó sus piernas y formó un ovillo, dejando a la vista la redondez de su pequeño culo blanco y, por entre los muslos, una carnosidad desdibujada por la penumbra. Habían terminado haciendo el amor en el balcón, mientras por el cielo cruzaban distantes y silenciosos los aviones entre Europa y Miami.
Abandonaron el departamento a la mañana siguiente y desayunaron en un paladar cercano, luego se despidieron, él apresurado, ella con el corazón roto. De inmediato Lucio reanudó su búsqueda entre la gente recomendada por Lety Lazo. Kamchatka se encontraba ya en la casa del diplomático ruso, y él solo precisaba una vivienda con jardín y acceso directo al mar. Buscó afanoso durante dos días hasta que alguien le dijo que cerca de allí, a la altura de Calle 30, una viuda poseía una casona que daba al mar. Y aunque le estaba vedado alquilar a extranjeros —a nacionales no lo hacía por miedo a que se tomasen la vivienda—, ofrecía cuartos en dólares. Lucio supuso que la viuda le pagaba al presidente del CDR para que no la denunciase, así que la casa ofrecería la cobertura necesaria.
No tardó en divisarla. Estaba a mano izquierda. Por sobre un muro de piedra y una fila de cocoteros emergían su segundo piso con balcones y tejado francés. Era evidente que antes de la revolución había conocido su época de esplendor, pero ahora los muros descascarados y algunas ventanas tapiadas con madera prensada pedían a gritos una restauración Lucio golpeó con la aldaba y esperó.
Abrió una mujer delgada, de rostro amable, pero distante. Llevaba un vestido de mangas cortas y el cabello plateado ceñido por un cintillo negro.
—¿Señora Ángeles?
—¿En qué puedo servirle?
—Me dicen que alquila cuartos.
—Es efectivo —dijo ella seria—. Pero le advierto que son caros y no admito relajo.
—El precio no importa, señora, y es el lugar indicado para mí. Vine a Cuba buscando paz y tranquilidad. ¿Me permite entrar?