La Habana

10 de febrero, 8.30 h

Cayetano Brulé desayunó en la cafetería de la terraza del Ambos Mundos leyendo el artículo del Granma sobre el juicio al general De la Serna. Sostenía que este, al igual que otros once militares, había confesado que con el apoyo de la CIA y el exilio pretendía asesinar al Comandante e instalar un régimen contrarrevolucionario. En primera plana aparecían también dos fotos del líder máximo. En una conversaba con el presidente de la central de trabajadores y en la otra con un deportista que acababa de rechazar una oferta millonaria para incorporarse al boxeo profesional estadounidense.

—¿Más café? —le preguntó la dependienta. Era una mujer de unos treinta años, delgada y de grandes ojos verdes, con el rostro tranquilo de las mujeres que solía pintar Víctor Manuel.

—¿Cómo voy a rechazar la oferta de una dama como usted? Con leche, por favor.

Ella le sirvió con una sonrisa y el café despidió un aroma reconfortante. A la sombra de las enredaderas que colgaban del techo, la ciudad olía bien y parecía hasta próspera. A Cayetano le atrajeron la mirada intensa y la cabellera oscura de la dependienta; le preguntó a mansalva:

—Disculpe, ¿le molestaría conversar conmigo en algún lugar tranquilo?

—Aquí es muy tranquilo —dijo ella, seria.

—Me refiero a conversar fuera de este ambiente de trabajo… conversar, solo eso.

Las mejillas de ella enrojecieron. No llevaba anillo matrimonial, pero eso no significa mucho, pensó Cayetano, como tampoco significaría mucho que lo llevase. Aguardó su respuesta esperando que la mujer no lo rechazara. Además, se sentía bien, la rodilla no le molestaba, lo que era señal de que sus huesos también disfrutaban La Habana. La mujer ordenaba la mesa para ganar tiempo.

—Es solo para conversar, sin compromiso ninguno. —insistió Cayetano con voz grave. El aroma a tabaco que lo alcanzó desde una mesa cercana le infundió deseos de fumar—. ¿Cómo se llama usted?

—Gloria.

—Bello nombre. ¿Y qué piensa, Gloria?

—Es que yo no soy jinetera ni guaricandilla.

—Eso se nota a la legua. No tiene para qué decírmelo. Si yo pensara que usted fuese algo por el estilo no le habría preguntado como le pregunté. ¿Cenamos tal vez?

Gloria estaba nerviosa. Se preguntaba si podía aceptar la invitación de un extranjero sin que la considerasen jinetera en una isla donde las jineteras monopolizaban a los turistas, y la policía daba por sentado que todas las cubanas que salían con turistas eran putas. Ser puta se había tornado en uno de los negocios lucrativos y en el mundo era un secreto a voces que no había otro país en donde el turismo sexual fuese más placentero, diverso y económico que en la isla.

—¿Qué tal si la espero hoy en el Mil ochocientos treinta, a las siete? —preguntó Cayetano.

—Esta noche estoy complicada —dijo ella bajando la voz. Desde la Plaza de Armas llegaba apaciguado el rumor de la ciudad—. Mejor el sábado, porque el domingo lo tengo libre. Pero solo a cenar, ah, y después cada uno para su casita.

Halcones de la noche
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