La Habana
19 de febrero, 23.00 h
Con el carro completamente detenido esperó a que el policía desmontara de la moto y se acercara. Tal vez los mecánicos habían visto la sangre y lo habían reportado. Si le disparaba al policía cuando estuviese junto a la ventanilla y lo echaba en el asiento trasero, podría ocultar el cuerpo en casa de Ángeles. Pensaba en eso cuando la moto arrancó con estrépito.
Lucio respiró aliviado.
—¡No te muevas! —le gritó otra voz.
Miró lívido hacia la calle y vio a otro motociclista policial a su lado. Intuyó que lo habían cercado y buscó el arma. Sin embargo, el motociclista aceleró de súbito por Quinta Avenida y se detuvo una cuadra más allá, en un cruce. De algún modo tendría que romper el cerco. Echó mano a la Luger, dispuesto a abandonar el Chevrolet, cuando vio el paso fugaz y sibilante de la caravana junto a su ventanilla. Distinguió con claridad los dos Mercedes bruñidos con la patente M0001 y los cristales oscuros que avanzaban entre los Ladalfa acondicionados en el Taller Uno del Ministerio del Interior. Por sus ventanas abiertas asomaban los escoltas de verde olivo y refulgían los cañones de sus AKM-45. Otro motociclista cerraba la caravana horadando la noche tropical.
¿Adónde iba el Comandante?, se preguntó sintiendo una frustración indescriptible. Quizá a una de las mansiones de protocolo de El Laguito, donde gustaba instalar a huéspedes extranjeros: a políticos de izquierda que obnubilaba con visiones utópicas, a líderes de derecha, que sucumbían ante su memoria prodigiosa, y a inversionistas poderosos, a los cuales ofrecía oportunidades inéditas. Cuadras más al oeste, la caravana presidencial viró hacia la costa.
El recuerdo de Kamchatka lo devolvió abruptamente a la realidad. Tenía que encontrarlo. No podía haberse alejado mucho ni desaparecer para siempre. Minutos más tarde ingresó a una calle oscura, bordeada por sitios eriazos con arbustos. Detuvo el carro cuando creyó vislumbrar a Kamchatka. Lo llamó, pero solo le respondió el murmullo agitado de la noche. Tal vez se equivocaba, si hubiese sido su perro, le hubiese obedecido, se dijo. Reanudó la marcha lento, expectante. Ahora le pareció que los focos del Chevrolet iluminaban a un perro entre las cañas de un patio abierto. Iba a bajarse para continuar la búsqueda a pie, cuando un soldado con metralleta emergió de la oscuridad y se aproximó al coche.
—No puedes estacionar aquí —anunció el militar.
—¿Y dónde entonces? Vivo cerca —alegó Lucio.
—No puedes estacionar aquí, muchacho.
Viró en U. No convenía contrariar a la escolta presidencial. Se estacionó en otra calle y salió a buscar a Kamchatka cubriéndose la mancha de sangre con un Granma que halló en el asiento trasero del auto. A juzgar por el despliegue de hombres, su objetivo no podía hallarse lejos. Curiosamente el azar le situaba al Comandante a tiro de piedra, facilitándole las cosas, ayudándolo a cumplir su misión, pero ahora a él le preocupaba solo una cosa: encontrar a Kamchatka antes de que oliese al jefe de la escolta verde olivo en esa desconcertante noche habanera.