Berlín

26 de enero, 9.00 h

Lucio miró por la ventanilla del Embraer RJ-145 de LOT que despegaba en su vuelo diario a Varsovia, y buscó inconscientemente el antiguo trazo limpio y claro del muro que dividía a Berlín. Pero el Muro había caído en 1989, pertenecía a la historia, y muchos jóvenes ni siquiera sabían ya que había existido.

En el fondo, le dolía su desaparición, asociaba ese muro, que serpenteaba en forma sinuosa o avanzaba en línea recta dejando una franja desierta como cicatriz en medio de la ciudad, con su juventud e ideales políticos de entonces. ¿Cuánta gente había sido acribillada tratando de atravesarlo y cuánta procurando defender su significado en lejanos campos de batalla, donde los dos sistemas libraron guerras por el control del mundo? Pocos podrían entender los sentimientos que el Muro despertaba en su alma, pero en rigor ahora no debía sentir nada, porque todo aquello carecía ya de sentido.

Tal vez su ex camarada chileno, ahora un potentado, había tenido razón en la última conversación en el restaurante de la capital chilena: eran simples profesionales que cumplían órdenes superiores sin cuestionarse contenidos. El otro había comprendido temprano que la utopía social, posibilitada y simbolizada en Europa por el Muro, se hallaba desde hacía mucho en el basurero de la historia. A ellos les correspondía reconstruir sus destinos individuales porque los dirigentes velaban ya por su propio futuro. Sí, después de decenios en el poder dedicados a la construcción del socialismo, no debían terminar como Richter, viviendo al dos y al cuatro de una empresita de alarmas, ni como Malévich, de su centro de adiestramiento canino, despreciados y condenados por los mismos que antes los temían y vitoreaban. Sí, su camarada había dado el golpe de timón a tiempo, pero él se mantuvo fiel como un quijote a los principios de una causa revolucionaria que en verdad ya no existía. Cuando el desengaño se le hizo insoportable, rompió con todo. Y ahora que la edad se le venía encima y carecía de recursos para solventar una vejez digna, a sus antiguos jefes y a su ex camarada, por el contrario, les aguardaban años dorados incluso lejos del poder. La oportunidad de unirse a ellos había pasado irreversiblemente, por lo que disponía solo de dos opciones: seguir desterrado en la soledad pasmosa del último confín del mundo o imitar a sus ex camaradas y hacer lo que estaba haciendo: vender su servicio al mejor postor. Por ello no cejaría hasta cumplir el acuerdo con el cubano de Miami.

El inmenso manchón de casas y calles de Berlín iba difuminándose entre nubes desgarradas, cuando divisó a través de la ventanilla la ciudad donde residía Richter. No estaba mal esa casa de dos pisos y mansarda, construida en Bernau, al término del recorrido del S-Bahn. Bernau era un pueblo gris y tranquilo, de calles adoquinadas y rodeado por las ruinas de un muro medieval, donde los vecinos colaboraron con el régimen del SED y querían olvidar ese pasado al igual que sus abuelos olvidaron su apoyo al régimen nazi cuando las tropas rusas se instalaron allí para la ofensiva final sobre la cancillería de Hitler. Lucio no había imaginado que Richter, a pesar de su historial en la Stasi, pudiese sobrevivir en el capitalismo que tanto odiaba y dirigir el Comité de Ex Miembros de Servicios Especiales del desaparecido mundo socialista, KESE. La agrupación no era el gremio poderoso ni temible con que especulaban ciertos periodistas, pero solidarizaba con sus miembros, a menudo convertidos en simples parias en sus países.

—Te pondré en contacto con Thiermann, que tiene acceso a lo que queda del G-Bank, pero no quiere líos —le había anunciado el día de su llegada Richter, y viajaron después en el S-Bahn a una zona rural llamada Erkner—. Te dejaré para que negocies las condiciones y no pienses que deseo cobrar como intermediario.

—Te corresponde una paga por hacer el contacto, Joseph —le dijo en el tren—. No preguntes nada, pero si funciona el asunto con Thiermann, tendrás tu recompensa.

En Erkner cogieron un taxi que los condujo hasta una casona semiabandonada, de rejas mordidas por el óxido y varias ventanas tapiadas. En su interior hallaron una librería de viejo, que también vendía antigüedades de dudosa utilidad. La construcción, anclada en el pasado comunista, estaba repleta de estantes con libros viejos y olía a azumagado.

Thiermann era un anciano de mirada huraña y cejas alborotadas que leía fumando pipa detrás de un mesón. No había nadie más en el local. Examinó a Lucio con desconfianza. Aunque también era miembro del KESE y conocía a Richter, el chileno no le agradó. A menudo los latinoamericanos colaboraban con la inteligencia cubana. En años recientes habían registrado intentos cubanos por infiltrar al KESE. La Habana le temía a la agrupación porque miembros suyos conocían detalles comprometedores del régimen.

El aroma a café tuvo la virtud de reanimarlo. La aeromoza llevaba una cruz en el pecho, lo que a Lucio le evocó el movimiento Solidarnosc y con ello el principio del fin del socialismo. Al verterle el café en su taza, le dijo que llegarían pronto a Varsovia y no perdería la conexión a San Petersburgo.

Thiermann guardaba en aquella casa de las afueras de Berlín parte del banco de olores, más conocido como G-Bank, y estaba dispuesto a separarse de las prendas que él necesitaba por cinco mil euros. El banco había sido creado por la Stasi a finales de los años setenta para reprimir mejor a los disidentes. El sistema era simple: oficiales almacenaban en frascos y bolsas herméticas prendas de opositores, que servían para adiestrar a perros en su búsqueda e identificación. Erich Mielke, ministro del Interior e inspirador del G-Bank, desarrolló así archivos de olores en todas las provincias de la extinta República Democrática Alemana, aunque el banco principal se hallaba en Berlín-Blankenburg. Durante las manifestaciones opositoras, que derribaron en octubre de 1989 al régimen, miembros de la Stasi trasladaron esos archivos a escondites, asumiendo que la restauración comunista volvería a necesitarlos. Thiermann integró el comando especial que rescató los archivos de Berlín-Blankenburg fingiendo pertenecer a un grupo de exaltados anticomunistas.

—Cinco mil euros es una barbaridad —reclamó Lucio.

—Lo toma o lo deja, no hay más —dijo Thiermann a través de la traducción de Richter.

—¿Y son auténticas? Pregúntale si son prendas auténticas.

Tras escuchar a Richter, el viejo masculló algo que solo podía ser un insulto y que Richter prefirió no traducir.

—¿Y el almacenamiento se ha mantenido en forma adecuada?

—Dígale a su amigo que si no confía en la calidad de lo que le ofrezco, mejor que no sigamos hablando y se vaya. Estoy harto de provocadores —repuso Thiermann a través de Richter. Le temblaba la barbilla mal afeitada.

—Me está pidiendo cinco mil euros por esto, abuelo.

—No soy su abuelo, y usted por fortuna no es mi nieto. Usted desconfía, pero viene y se va, y puede denunciarme o incluso pagar con billetes falsos. Pero yo vivo aquí y si tuviese un reclamo, sabe dónde encontrarme.

Thiermann no tardó en regresar con lo que Richter le había pedido dos noches atrás: frascos de cristal y bolsas de plástico transparentes con prendas. Todo venía rotulado y parecía bien conservado. Lucio examinó las etiquetas, los timbres casi ilegibles de la Stasi y los sellos intactos.

—Si no son auténticos, ya sabe dónde trabajo —dijo Thiermann contando malhumorado los euros detrás del mesón.

Retornaron a Bernau. Mientras el S-Bahn corría suave y raudo hacia Berlín, Lucio sintió que había dado un paso decisivo para cumplir el acuerdo con Constantino Bento. Fue entonces que la aeromoza de LOT le retiró presurosa la bandeja y le ayudó a rectificar la posición de su asiento. El Embraer RJ-145 se aproximaba a Varsovia.

Halcones de la noche
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