Miami
15 de enero, 9.30 h
El Antigua navegaba aquella mañana al oeste de Cayo Largo, mientras sus tripulantes desayunaban en la popa bajo una sombrilla verde. La vela mayor flameaba con la brisa de cinco nudos que mantenía tirante la escota y causaba un cabeceo suave y rítmico, al compás del oleaje calmo en ese día de nubes nacaradas y gaviotas que planeaban impacientes alrededor de la nave. Al mando de Constantino Bento, su patrón y dueño, el Antigua había zarpado temprano con sus pasajeros de Black Point, en el sur de Miami, una marina arrasada en los noventa por el huracán Andrew.
—Pueden acusarme de lo que quieran, pero no de haber traicionado la causa ni de malgastar un solo peso de nuestros fondos. Las cuentas están claras —repitió Bento a los comensales sentados a la mesa. Lo acompañaban Rick Reyes, dueño de la cadena de supermercados, Ana Cervantes, la heredera del imperio inmobiliario, y José Brito, un hombre bajo, gordo y calvo, el sucesor de Joe Comesaña en la dirección de RD—. Acabo de perder a mi mujer a manos de la DGI, pero seguiré luchando, pues somos los únicos que podemos cambiar el destino de Cuba. Y el que también hayan asesinado a nuestro compañero Comesaña comprueba que somos el peor enemigo de la tiranía.
—¿Pero qué propones en concreto, Bento? —preguntó Reyes, harto de fracasos—. Todos aquí compartimos tu dolor, pero no podemos seguir solo con declaraciones, faltan hechos. Hemos perdido a Linda, a Comesaña y De la Serna y no podemos permanecer de brazos cruzados después de estos traspiés.
—¿Traspiés? ¿Los llamas traspiés? Son tragedias —corrigió Ana Cervantes escandalizada detrás de las gafas oscuras—. Hemos perdido a dos amigos, Constantino está amenazado y nuestros oficiales en la isla detenidos, ¿y lo llamas traspiés? Por favor.
Se hizo un silencio incómodo, que algunos aprovecharon para beber o para probar la ensalada de frutas. La nave se balanceaba con suavidad en el mar resplandeciente. Hacia el sureste, bajo las nubes borrosas en el horizonte, estaba Cuba, su gran obsesión, pensó Bento. ¿Es que acaso él, al igual que su padre, iba a morir en el exilio sin retornar jamás al otro lado del estrecho?
Dirigió su mirada a Brito, el imperturbable, que guardaba silencio bajo su guayabera finamente bordada. Entre sus dedos sostenía un vaso y un pañuelo blanco. Nadie de aquel grupo, que representaba la unidad ya vulnerada de RD, sabía hasta cuándo Brito lograría contener a sus seguidores más exaltados, quienes sospechaban que Bento estaba detrás de la muerte de Comesaña.
—¿Qué opinas? —le preguntó Bento.
—No donaremos un peso más a esta organización que ha fracasado —repuso Brito golpeando con el índice el borde de la mesa—. Lo que corresponde ahora es gastar de forma razonable los fondos. Después nos retiraremos de RD.
Así Restauración Democrática pasará a engrosar el vasto panteón de las organizaciones anticastristas fenecidas, pensó Bento. Sin embargo, se sintió aliviado: el anuncio le permitía presentar su última propuesta para impedir que el régimen continuase rematando la isla entre europeos, canadienses y sus testaferros cubanos. Castro usaba palos blancos extranjeros para reinvertir las divisas que conseguía mediante la venta de empresas estatales a los inversionistas foráneos. Las perspectivas eran dramáticas: la dirigencia no solo cimentaba el despojo definitivo de los antiguos propietarios en el exilio, sino que se adueñaba además de la economía isleña a través de sus agentes, que de la noche a la mañana aparecían en América Latina con fortunas legalizadas con informes tributarios cubanos.
—Yo les pido solo una cosa —dijo después de llenar su vaso con agua mineral y recordó con emoción la promesa hecha a Linda en Coconut Grove. El sol encendía los cristales de la primera línea de casas de Cayo Largo. Por el oeste, con un zumbido lejano, se aproximaba una lancha—. Les pido que me otorguen poderes plenos para reclutar a quien puede cumplir nuestra tarea. Durante años he buscado a esa persona, y estoy convencido de que la encontré.
El grupo se miró en silencio, sorprendido, atraído por esa idea vaga y novedosa, pero sospechando a la vez que Constantino Bento podía haber perdido la razón con la horrenda muerte de Linda. Bento esperó. Un momento después Ana hizo escuchar su voz:
—¿Hablas de una persona que existe?
—Hablo de una persona de carne y hueso.
—¿Y qué garantías ofrece? —preguntó Rick.
—Que no vive en la isla ni en el exilio, ni es cubano, pero conoce al dedillo el sistema —repuso Bento—. Todas nuestras operaciones fallan porque estamos infiltrados. El régimen comenzó a infiltrarnos con la primera ola emigratoria. No podemos hacer nada sin que lo sepa La Habana.
—Es un extranjero, entonces —dijo Rick dejando pasar lentamente las palabras por su boca de labios mezquinos.
—Así es.
—¿Y no será un agente plantado por el castrismo?
—De ninguna manera. A ese hombre lo he estudiado a fondo y durante años; está libre de toda sospecha.
—Lo que no entiendo es qué esperas de nosotros.
Bento bebió un sorbo de agua y colocó lentamente el vaso sobre la superficie de la mesa. Sabía que todo dependería de la selección de sus palabras.
—Si el directorio me otorga facultades especiales para negociar un plan y el monto del pago, la misión se cumple —dijo—. Pero es preciso que confíen en mí. En Florida están mis inversiones —añadió con la voz quebrada—, mi apellido tiene prestigio, no soy aventurero ni sinvergüenza, y estoy convencido de que encontré al hombre que necesitamos.
—¿Propones acaso que te demos un cheque en blanco? —masculló Brito. No era una decisión que fuese a ser comprendida fácilmente por los suyos, menos ahora, pensó. RD aún contaba con fondos jugosos y pocos aprobarían entregárselos a Bento a ciegas.
—Es que esos fondos ya están ahí —dijo Bento—, y como Foros fracasó, tardaremos años en planear algo sólido, más ahora que el FBI nos sigue de cerca… ¿Me otorgan las facultades para operar en nombre de RD?
Los directores guardaron silencio. Por el sur la lancha continuaba aproximándose al Antigua, y arriba las gaviotas graznaron desanimadas. Con el fin de permitirle al directorio deliberar con tranquilidad, Bento se marchó a la proa del velero. Era un Tartan de 30 pies, construido en Ohio, en 1978, el año legendario de esa serie. Lo amaba porque era ideal para el cruising y navegaba veloz, y en él había pasado momentos dichosos junto a la familia. Permaneció largo rato acodado en la baranda mirando hacia el sur, mientras recordaba la promesa hecha a Linda. Nunca había estado tan convencido de la conveniencia de impulsar el plan definitivo. Volvió lentamente a la popa, donde aún conversaban los miembros de RD, y preguntó:
—¿Y qué decide el directorio?