Chicago
25 de enero, 21.15 h
—El asunto es simple, señor Brulé —dijo Chuck—. O usted colabora con nosotros y nosotros dejamos caer la acusación en contra suya, o Ismael se hace cargo de usted por tráfico de cocaína. Usted decide.
—Y colaborar debo entenderlo como aceptación de sus condiciones, ¿verdad?
—Si usted prefiere llamarlo así.
Sobre Chicago flotaba pesada la noche; había dejado de nevar. Cayetano y Chuck viajaban en el compartimento hermético trasero de una Ford Expedition negra con vidrios calobares, que conducía un gigantón de cuello grueso y cabellera rasurada. El Lake Shore Drive se perdía en el sur, interrumpido a trechos por la luz de los semáforos. A la izquierda, reducido a una negrura espesa, estaba el lago Michigan y a la derecha, por encima de las copas desnudas del Grant Park, asomaba nítida la línea de rascacielos.
—¿Le gustan los blues? —preguntó Chuck colocando un CD de B. B. King en la radio de la consola que separaba sus butacas.
Chuck era un tipo blanco, de ojos café y cabellera corta y oscura. Por sus venas circulaba tal vez sangre latina, pensó Cayetano. Lo grave era que estaba convencido de que todo cuanto hacía en nombre de su país era justo, necesario y correcto, y por eso no le merecía reparos que lo hubiesen mantenido incomunicado durante tres días en una cárcel clandestina. Y a esto se añadía que era demasiado joven para estar al mando de lo que estaba a cargo.
—Soy más bien de boleros —precisó.
—Es música de viejos, pero tiene su cosa.
Después de unos aplausos, la guitarra de B. B. King arrancó preparando la entrada de su voz lánguida. La Expedition viró lento hacia el este, tomó por una calle de edificios antiguos con tiendas; tras cruzar un puente entró a un barrio con avenidas anchas, casas bajas y coches abandonados. En minutos la faz moderna de Chicago se había tornado un barrio del Tercer Mundo.
—Nos sigue un carro —dijo Cayetano.
—Ignórelo —ordenó Chuck y la Expedition se detuvo en la desolada playa de estacionamiento de unas bodegas—. Póngase este abrigo, y salgamos.
Afuera Cayetano sintió que el frío le horadaba las orejas, pero agradeció el abrigo que le quedaba a la medida. El otro vehículo se mantenía a distancia, encandilándolos con las luces altas. Echaron a caminar por una calle en penumbras, los vehículos detrás de ellos.
—¿Está de acuerdo entonces? —preguntó Chuck. Iba con el cuello del abrigo en ristre y las manos en los bolsillos.
—¿Qué otro camino me queda?
—Ya le dije: rechazar la oferta y vivir per sécula detrás de rejas.
—Ya ve, no me queda más que aceptar.
—Pero que sea una colaboración constructiva. Si nos engaña, usted sabe, disponemos de una mano larga que no lo dejará en paz.
El rumor ronco y las luces de las Expedition los seguían.
—Fíjese, Chuck —dijo Cayetano—, acepto pero a sabiendas de que no cometí delito alguno y que ustedes me tendieron la celada para chantajearme.
Se detuvo en medio de la noche a contemplar una fuente de soda encallada en la década del cuarenta, cuyas amplias vidrieras formaban una punta de diamante. Era un oasis de claridad en ese barrio desolado. Se llamaba Phillies. A través de los cristales divisó a una pareja que bebía café en la barra. Desde un extremo un hombre de terno azul y sombrero, vestido igual que el acompañante de la mujer, los contemplaba mientras un mozo de delantal y gorrita lavaba platos. La escena le recordó a Cayetano un local que creía haber visto antes en alguna parte, pero que no acertaba a identificar.
—Me plantaron el paquete y ahora me dicen que escoja —reclamó—. Ustedes atacan como halcones en la oscuridad.
—Todos somos halcones en algún momento de la vida, señor Brulé. Pero lo que le ofrezco no implica mancharse las manos con sangre —insistió Chuck mirando a la mujer de la barra, una pelirroja de rostro pálido y vestido rojo—. Se trata de impedir un atentado contra Fidel Castro, algo que debería apoyar, según lo que sabemos de usted.
—¿Y desde cuándo el Comandante es aliado suyo?
—No es aliado, pero temporalmente coincidimos con él, señor Brulé. Eso es todo. ¿No le parece loable desbaratar un crimen político?
—Los crímenes en general me causan náusea —repuso Cayetano. Seguían detenidos en medio del frío, frente al Phillies—. Hasta los tiranos merecen un juicio justo. Pero, dígame: ¿cómo saben que hay una conspiración para asesinarlo?
—Por algo simple. La principal organización anticastrista, que acaba de fracasar en su intento de apartarlo del poder, sacó misteriosamente un millón de dólares en efectivo de sus cuentas. Esa suma solo puede estar destinada a financiar el asesinato del Comandante. Y nosotros debemos impedirlo. Usted no puede negarse a ayudarnos a dar con el mercenario que Restauración Democrática debe haber contratado.
—Nada bueno surge mediante asesinatos, así que ese no es el problema, Chuck. Mi asunto es la forma sucia e indigna en que intentan reclutarme.
—A mí tampoco me gusta este estilo, señor Brulé, pero cuando cayó en mis manos su expediente, intuí que usted era el hombre ideal.
—¿Por qué?
—Porque dispone de fuentes propias y de experiencia callejera cotidiana. Digamos que su metodología atípica nos atrae poderosamente.
—Como proletario de la investigación, me bato con lo que tenga a mano —afirmó Cayetano temblando de frío—. Eso implica ser camaleón y contar con una red de gente de confianza, que no cobre. Pero su respuesta aún no me aclara todo.
—Voy a ser más directo entonces: el hombre que nos interesa es un cubano como usted y se nos extravió en Chile, país donde usted vive. Queremos saber por qué un millonario cubano que sueña con liquidar al Comandante se va a Chile, y no a Cuba. ¿Pasamos?
Entraron al Phillies y se sentaron de espalda a la calle, donde aguardaban las Expedition. La mujer se pintaba los labios con un rojo intenso como el vestido. Su compañero escrutó a Cayetano fugazmente, mientras el otro hombre, sentado a la izquierda de Chuck, contemplaba ensimismado su taza vacía. A falta de espresso, Cayetano y Chuck ordenaron café americano. De una radio llegaba la voz de Billie Holiday.
—¿Y qué garantías tengo de que esto vaya en serio? —preguntó Cayetano.
—¿Y qué cree? ¿Que estoy aquí jugando a los bandidos? ¿No se ha preguntado por qué pude rescatarlo de las garras de Ismael y traerlo hasta aquí en un carro oficial?
El mozo puso las tazas sobre la barra y retiró el salero y el pimentero.
—Y si no averiguo la razón por la cual Bento viajó al último confín del mundo, ¿entonces qué? —preguntó Cayetano endulzando el café.
—Nos basta con que realice una labor concienzuda y meticulosa, como la que suele hacer. Es todo lo que necesitamos.
Cayetano admitió que era preferible estar en el Phillies negociando con Chuck Morgan a soportar un cautiverio indefinido en Guantánamo.
—Si firma ahora, le entrego de inmediato una tarjeta con una generosa línea de crédito —dijo Chuck extrayendo de su saco pliegos impresos—. Es para sus gastos. Basta con que sepa justificarlos razonablemente.
—¿Habla en serio?
—Y aquí tiene un número telefónico —agregó Chuck al entregarle un pliego—. Da lo mismo dónde se encuentre, mediante este número siempre estará en contacto con nosotros. Y ahora solo queda que estampe su firma aquí.
Cayetano examinó el documento. En rigor era una declaración oficial suya.
—¡Pero aquí me autoinculpo como narcotraficante! —reclamó.
—Arrojaré ese papel a mi chimenea en cuanto usted cumpla su parte —dijo Chuck, y Cayetano creyó advertir que intercambiaba una mirada furtiva con los hombres de terno y sombrero—. Si firma ahora, le doy la tarjeta, sus documentos y su libertad y después puede salir con esa dama, que lo mira desde hace rato. Pero si firma y luego nos defrauda, sepa que seremos implacables. Vamos, señor Brulé, la noche de Chicago es joven aún.