Ciudad Juárez / El Paso
11 de febrero, 19.30 h
Ciudad Juárez no es tan peligrosa como la pintan, sino peor. Allí reinan las mafias de narcotraficantes, los coyotes que cobran en dólares por infiltrar a gente en territorio estadounidense, y desaparecen personas sin que nadie investigue jamás. Si uno está obligado a viajar hasta allá, lo mejor es evitar el área céntrica al oeste de la avenida Juárez, donde los delincuentes arrastran a la gente a laberintos en los cuales la policía no osa internarse.
Ciudad Juárez, en el lado mexicano, y El Paso, en Texas, crecen en el desierto más árido del mundo separadas por una frontera fortificada de tres mil kilómetros de largo, construida para impedir el paso ilegal de los latinoamericanos al «sueño americano». A pesar de los agentes de la Migra, los perros adiestrados y los equipos de vigilancia, cada año cientos de miles de indocumentados cruzan a Estados Unidos poniendo en riesgo su vida con tal de escapar de la miseria. Pero Constantino Bento y Lucio Ross se hallaban a buen recaudo, pues cenaban en el Grill Plaza del céntrico Holiday Inn Lincoln, a minutos del paso fronterizo puente Córdova-Américas, en medio de un colorido distrito de tiendas, restaurantes y clubes nocturnos. Acababan de arribar en vuelos diferentes al aeropuerto local.
—¿Viaja usted todavía bajo su nombre? —le preguntó Lucio. En México, la DGI contaba con el apoyo de la policía política, a la que había infiltrado a partir de los setenta.
—Todavía, pero en Estados Unidos lo haré con otro pasaporte —respondió Bento.
—Pues más le vale. Si dan con usted, no lo van a perdonar. Ya ve lo que hicieron con su compañera…
Bento guardó silencio con la vista baja.
—Disculpe, Constantino —dijo Lucio—. No quise herirlo.
Lucio se sentía confiado. Antes de la cena, mientras revisaba la prensa cubana en un cibercafé de la avenida Triunfo de la República, comprobó con satisfacción que su sospecha inicial se consolidaba: la inauguración del hotel del magnate escocés tendría lugar dentro de dos semanas. Y el amplio espacio que le dedicaba el reportaje del Granma al hotel de «última generación», al que presentaba como un punto de giro en la inversión europea en la isla, aún le permitía alimentar la suposición de que sería inaugurado por el Comandante. Calculó su itinerario, las jornadas que aún le quedaban por delante, y pensó que todo podría coincidir como dos piezas de un rompecabezas.
—¿Entonces el contacto me esperará en Key West? —preguntó.
—En la cabaña cuatro de The Banyans encontrará lo que me pidió.
—Es imprescindible que el contacto en Key West cumpla mis instrucciones y consiga el animal preciso.
Cruzaron la frontera sin problemas después de comer fajitas con camarones. Bento lo hizo por el puente Córdova-Américas llevando en un coche alquilado el manto para Kamchatka y los walkie-talkie que actuarían como activadores. Lucio, por su parte, cruzó a pie por el céntrico puente Santa Fe empleando el pasaporte que Bento había conseguido de un cubano-americano que descansaba en Cancún.
Media hora más tarde se reunieron en el parqueo del La Quinta Inn, a dos kilómetros del aeropuerto, hasta donde Lucio llegó en yellow cab. Lucio subió después al Hyundai y permaneció dentro de él, mientras Bento iba al lobby y alquilaba un cuarto con acceso al parqueo. No tardaron en llegar a la habitación. Lucio examinó el pasaporte americano y pensó que ahora comenzaba una parte crucial para la misión y su futura tranquilidad: cruzar Estados Unidos sin dejar huella alguna de su paso.