Miami
26 de enero, 12.10 h
Pedro Laínez esperaba a Cayetano Brulé hojeando libros en La Universal, de la Calle Ocho en La Pequeña Habana.
—¡Apareciste, camaján! —exclamó Laínez sonriente. Era un librero de Manhattan que se había retirado hacía años a vivir en una casa de un piso de Key Biscayne. Residía desde el inicio de la revolución en Estados Unidos porque nunca le había creído a Fidel Castro que no fuese comunista. Delgado, fibrudo, de anteojos y larga cabellera blanca, a los setenta años Laínez era un tipo sano, vital, un archivo andante del exilio cubano—. ¿Y qué te trajo por estas tierras, Cayetano?
—La investigación de un asuntico, mi socio, y antes de seguir a Chile, pensé que podrías ayudarme. Por eso te llamé anoche desde Chicago.
—Coño, estás hecho un tronco, un verdadero maceta, compadre —dijo Laínez golpeando a su amigo en la espalda—. Para ayudar estamos. ¿Prefieres hablar aquí o en otro sitio?
—Llévalo mejor al Versalles o al Exquisito, que están cerca, y aprovechan de comer algo —gritó Salvat, el dueño de la librería, desde el otro extremo del local.
Laínez compró una edición nueva, de lujo, de Fuera del juego, los poemas escritos en Cuba por Heberto Padilla, y se la regaló a Cayetano con la condición de que lo leyera. Después salieron al parqueo.
Laínez manejó hasta El Exquisito. Allí pidieron de aperitivo mojito, y luego puerco asado con moros y cristianos, plátanos maduros y yuca con mojo, los manjares predilectos de Cayetano cada vez que visitaba Miami.
—¿Y entonces qué es lo que te preocupa? —preguntó Pedro Laínez. Ya se habían puesto al día en materia de chismes locales.
—Chico, la famosa RD. ¡Qué lío se formó con ella y la conspiración Foros!
Laínez se puso serio, cogió una tostada untada en ajo, se la echó a la boca y dijo:
—Pues la cosa está jodida, mi hermano. Fracasó esa conspiración, el tipo de la barba metió presa a media humanidad y aquí asesinaron a dos miembros de la RD.
Les trajeron los mojitos con abundante yerbabuena y un trozo de caña de azúcar incrustado en el hielo del vaso. Estaban junto a un fresco naïfe que representaba el Malecón habanero. Aquel sitio era una catedral de la nostalgia y ofrecía comida criolla sabrosona, admitió Cayetano.
—¿Y quién liquidó a esa gente? —preguntó sorbiendo el mojito.
Laínez echó una mirada hacia la Calle Ocho, por donde fluía un río de vehículos, y repuso:
—Es lo que nunca se sabrá. Puede haber sido cualquiera.
—¿Y la RD tiene arrastre masivo acá?
—El exilio está desperdigado, Cayetano, eso tú lo sabes. Cada cual hace aquí lo que le ronca de los timbales —dijo Laínez molesto y bebió un sorbo del mojito—. Por eso no vamos a ninguna parte, compay. Mientras Castro centraliza todo allá, aquí hay mil organizaciones opositoras descoordinadas. Imagínate, atomizadas y en el exilio.
—Nunca había oído mencionar a esa organización.
—Es que ellos son conspiradores, mi hermano. Casi una organización secreta. Hacen sus cosas en completo silencio. En eso se diferencian de los demás, aunque lo único que une a todo el mundo aquí es el deseo de que la isla vuelva a la democracia, Cayetano.
El mozo apareció con una fuente con masitas del puerco asado y en platos aparte la yuca, los moros y los maduros. Aquello despedía un aroma delicioso, que le hizo agua la boca a Cayetano. Apuraron el mojito y pidieron cerveza fría.
—Mientras la gente siga reuniéndose todos los días en el Versalles a tumbar a Castro entre el aperitivo y el café, estamos jodidos, compay —gritó Pedro Laínez—. Así el tipo seguirá allá medio siglo más, y nosotros chivados aquí al frente, enterrando a los muertos en el cementerio que está a la vuelta.
—¿Y qué se dice de Constantino Bento? —preguntó Cayetano tras degustar el puerco y probar la yuca bañada en mojo sabiamente condimentado con ajo—. ¿Lo conoces?
—Es un tipo honesto, rico y siempre ha tratado de tumbar al Comandante. Pero, qué va, seguro Foros se jodió porque alguien se fue de lengua —Laínez estaba irritado—. En fin, Cuba en su tragedia de siempre, pero tú aún no me dices qué buscas por Miami, camaján.