La Habana
26 de febrero, 18.00 h
—¿Vio el carro que acaba de pasar?
—¿El carro?
—Un Chevrolet viejo, negro, negro, con techo blanco. ¿Es de por aquí?
La dependienta le anunció que llamaría a Vladimiro, un mozo que atendía las peticiones insólitas de los turistas. Cayetano bajó a la vereda.
—¿Le interesa comprar el carro? —le preguntó Vladimiro, quien apareció en un dos por tres en la puerta del paladar.
—Tal vez —dijo Cayetano desde la calle, abanicándose con el mapa que le habían entregado en La Fontana. No podía distinguir la patente del Chevrolet que ahora, con luz verde en el semáforo, doblaba por Quinta Avenida hacia El Vedado—. ¿Es de por aquí?
—¿Chevrolet negro con techo blanco, dijo?
—Ese que va allá, compadre. ¿No lo ves? Lo veo yo, que no veo nada.
El mozo bajó a la vereda y miró hacia Quinta. Alcanzó a ver el carro de costado.
—Ese es un Bel Air, año cincuenta, de dos puertas y visera, una joyita, señor —y regresó de inmediato al local dejando a Cayetano solo.
Estaba seguro de que el conductor era Esteban Lara. Llevaba horas recorriendo Miramar con la convicción de que alguien debía conocerlo. Si el carro era del reparto, no sería difícil dar con la casa del dueño. En cuanto supiera la ubicación, llamaría a Chuck, y era de esperar que esta vez atendiera alguien el maldito teléfono.
—Ya sabía yo —exclamó Vladimiro regresando con los ojos encendidos de entusiasmo—. Es de una compañera de aquí cerca, de Miramar.
—¿Y sabes dónde vive?
—¿Lo va a comprar, señor? Pregunto yo, por la comisión.
—Tal vez o quizá solo lo alquilo por unos días.
—Da lo mismo. Por una u otra cosa, comisión es comisión. Aquí se ve pasar mucho dinero, pero a la hora de la propina son todos una mano de miserables.
Cayetano extrajo de su guayabera un billete de cincuenta dólares, que era más de lo que el mesero ganaba en un mes, y se lo entregó diciéndole:
—Chico, ¿qué tal si me acompañas hasta la casa de la compañera esa?