Puerto Montt
27 de enero, 17.25 h
Así que ese era el aeropuerto donde Constantino Bento se le había hecho humo a los agentes de la CIA, pensó Cayetano Brulé al arribar en el Boeing 737 de Lan Chile a El Tepual. Allí entonces, en ese acogedor edificio de madera que servía de puente hacia el último rincón del mundo, comenzaba una investigación que hubiese preferido eludir, pero a la cual no le quedaba más que resignarse ahora que Chuck Morgan había demostrado de cuánto era capaz. Esa misma mañana, tras aterrizar en Santiago y enterarse de lo que ocurría, había cogido el próximo avión al sur de Chile.
Entró a la fuente de soda del aeropuerto, ocupó una mesita desde donde podía observar a los pasajeros desembarcando de los aviones, ordenó un café y sopaipillas pasadas en chancaca, deseando que liberasen pronto a Suzuki. Total, a él no le quedaba otra que cumplir el acuerdo de Chicago. Fuera llovía tupido, del cielo colgaban nubes negras y barrigonas, y soplaba el viento que había sacudido con furia a la nave durante el aterrizaje. En el sur el verano nunca estaba garantizado, pensó, y bien podía diluirse entre lluvias y temporales, obligando a las familias a permanecer en torno a una cocina a leña, mientras comían churrascos, tomaban mate o comentaban lo que ocurría en la lejana capital. En verdad el mundo era un pañuelo, antenoche paseaba por las calles nevadas de Chicago, la tarde anterior almorzaba masitas de puerco asado con Pedro Laínez en la Calle Ocho, y ahora esperaba sopaipillas en el extremo austral del planeta, la región donde Constantino Bento se había esfumado.
Desde la mesa comprobó que tras el desembarque los pasajeros entraban al pasillo que conducía a la sala para el retiro de valijas y después salían a coger taxi, el bus o su vehículo. No había dónde perderse. Los hombres que siguieron a Bento habían actuado como correspondía: uno hizo de avanzada al irse al hotel reservado por el cubano, mientras otro simulaba aguardar junto a la cinta por su equipaje. A simple vista era evidente que Bento no podía haber desaparecido en la calle ni en la sala de equipajes. La única posibilidad era que se hubiese tardado más de la cuenta en el pasillo que lleva a la sala de valijas. Revisó sus documentos y sus dedos tropezaron con la tarjeta que Chuck le había entregado en el Phillies, la constatación de que nada de cuanto le ocurría era un sueño y de que sus empleadores eran de carne y hueso.
—Aquí tiene su pedido, caballero —dijo la dependienta y colocó el café con leche y el plato hondo con sopaipillas sobre la mesa.
Tenía las manos pequeñas y blancas. Y cuando Cayetano alzó la vista, se encontró con su rostro pálido y una boca menuda. Vestía delantal blanco y no tendría más de veinticinco años.
—Busco un sitio donde alojar en la isla de Chiloé —le dijo—. ¿Puede recomendarme algo?
Ella sonrió, tenía los ojos verdes y las mejillas cubiertas de pecas, debía descender de alemanes, como tanta gente del sur.
—Con este ventarrón no sale el ferry —afirmó ella—. No hay nadie que se atreva a cruzar el canal de Chacao con esta tormenta.
—¿Y entonces? —Cayetano arrojó tres cubitos de azúcar en su taza.
—¿Entonces qué?
—¿Entonces dónde se queda uno?
—Aquí nadie se muere por una lluvia —repuso ella y se alejó.
Se sintió descorazonado. Probó las sopaipillas, que estaban blandas y bien pasadas, y encontró el café aguado. En fin, no se le podía pedir peras al olmo. Al menos ya no valía la pena seguir martirizándose por haberse doblegado ante el chantaje. Si en un momento había jugado con la idea de desconocer el acuerdo y convertirse en un fugitivo de la CIA, ahora, con Suzuki secuestrado, el panorama cambiaba abruptamente. Ahora solo le correspondía hacer lo que estaba haciendo, investigar en conciencia y confiar en que así podría desligarse airoso de todo aquello. Tal vez nunca nadie se enteraría de su papel en la lucha por impedir un atentado contra el hombre más protegido del mundo, y si llegaba a trascender, pocos lo creerían, como postulaba Chuck Morgan. Le había vendido su alma a Mefistófeles y no le quedaba más que cumplir con él, pensó cortando una sopaipilla con el canto de la cuchara.
Consultó el Poljot. Eran las seis y cuarto de la tarde. Colocó un billete grande sobre la mesa, recordando que Chuck le había dicho que solo necesitaba saber justificar los gastos. La muchacha se allegó a cobrar.
—Le traigo en seguida el vuelto —dijo ella.
—No se preocupe. El vuelto es suyo.
Ella se sonrojó.
—Pero, si ni siquiera le recomendé hotel para esta noche —dijo insegura.
—No se preocupe. Seguro pueden ayudarme en una agencia de turismo.
—Lo enviarán al hotel más caro de la isla, y antes lo harán pasar una noche en el más exclusivo de Puerto Montt.
—¿Y entonces qué me sugiere? ¿Me quedo a dormir en esta fuente de soda?
Ella sonrió con el billete en sus manos, miró hacia la caja, donde el dueño leía el diario con un ojo atento a lo que sucedía en su local, y luego dijo con disimulo:
—Mi turno termina a las siete. Si me espera, puede irse conmigo. Cerca mío está la pensión de doña Carmela. Cocina fantástico y tiene buena estufa. ¿Qué le parece?