Puerto Montt
27 de enero, 18.10 h
Después de saborear una segunda porción de sopaipillas pasadas, a las que le vertió la botellita de ron añejo que le habían dado en el avión, y en vista de que debía esperar por la dependienta, Cayetano aprovechó de explorar el aeropuerto. No había nada mejor que comer sopaipillas pasadas con su dosis de añejo durante una tarde de lluvia, pensó. Si Constantino había desaparecido allí, era probable entonces que la respuesta estuviese precisamente en la estructura del edificio.
—A menos que los de la CIA actuasen como unos perfectos pánfilos y Bento haya pasado frente a ellos sin que lo vieran —se dijo mientras se paseaba con las manos en los bolsillos, ufano de su impecable saco azul marino, comprado en Miami junto a la camisa blanca, de cuello abotonado, que lucía bien incluso sin corbata.
Caminó hacia las mangas que permiten el paso de las naves al edificio y se detuvo cerca de sus bocas a observar el desplazamiento de quienes arribaban. No notó nada extraño. Como en todos los aeropuertos del mundo, los pasajeros salían de su avión, cogían el pasillo y se dirigían a las cintas sin fin a retirar las valijas.
Mientras observaba la llegada de otro avión, vio que a través de las ventanas superiores del edificio se proyectaban en diagonal rayos de sol por entre las nubes. Desde niño le fascinaba mirar las partículas de polvo que se agitan en el aire y solo quedan expuestas al ojo humano gracias a una iluminación repentina. La visión de aquello lo arrojó a la infancia allá en La Habana, a los días en que su madre lo dejaba castigado en casa y él, aburrido y solitario, contemplaba desde el piso de baldosas frescas la magnífica danza silenciosa, semejante a la de universos lejanos que se ejecutaba de pronto ante sus ojos. Y ahora volvía a experimentar aquella nostalgia y a imaginar que desde otros mundos observaban tal vez la danza de nuestra galaxia como él observaba ahora esas minúsculas partículas de polvo bailando al compás de las corrientes de aire del aeropuerto.
—¿Busca algo? —dijo una voz a su espalda, arrancándolo de cuajo de las cavilaciones.
Era un guardia.
—Acabo de darme cuenta de que perdí mi carnet de identidad —mintió Cayetano—. Y tiene que habérseme caído al salir del avión. ¿Puedo devolverme hasta las mangas?
El guardia le dijo que podría hacerlo, que incluso él lo ayudaría, pero que debían aguardar a que terminasen de desembarcar los pasajeros de un avión atrasado. Al cabo de algunos minutos, acarreando su maletín con ruedas, Cayetano pudo dirigirse hacia la última puerta de desembarque acompañado por el guardia. Constató que la ruta de los pasajeros no tenía más que una salida, no había desvíos que Constantino Bento pudiese haber empleado para evadir a sus perseguidores.
—¿Todos los pasajeros que desembarcan cumplen este trayecto hacia las cintas sin fin? —le preguntó al guardia.
—Todos —repuso el hombre barriendo con la vista el suelo.
—¿No cree usted que esas partículas de polvo parecen universos lejanos? —preguntó Cayetano señalando hacia lo alto.
—¿Universos lejanos? —repitió el guardia y miró por los vidrios superiores hacia los rayos de sol que se abrían paso entre nubes negras—. A mí me recuerdan la película norteamericana esa donde Dios separa las aguas del mar para que pase Moisés.
Fue ese el instante en que algo atrajo la atención de Cayetano. Una mujer con dos niños salieron apresurados de la manga junto a un empleado de Lan y corrieron por el pasillo, pero en vez de ir por sus valijas, franquearon una puerta con clave electrónica.
—¿Y esa gente? ¿Adónde va? —preguntó Cayetano.
—Bajan a la loza. Acortan camino porque el Lan venía atrasado.
—¿Entonces no recorren el mismo trayecto que los demás?
—Es que tienen que apurarse.
—¿Y eso ocurre a menudo?
—Solo cuando el vuelo llega atrasado y un frente de mal tiempo obliga a las avionetas de Aeropuelche a despegar cuanto antes —explicó el guardia—. Es una línea aérea regional, que sale de aquí a lugares inalcanzables de otro modo.