Santiago de Chile
27 de enero, 7.45 h
En el aeropuerto no lo esperaba su secretario Suzuki. Se suponía que se reunirían en el café ubicado frente a la llegada de vuelos internacionales. Suzuki le entregaría una maleta con la ropa que necesitaba en el verano de Chiloé y se quedaría con la maleta que él había llevado a Chicago. Tal vez Suzuki venía aún en camino, porque no estaba en la oficina ni en su casa. No le quedó más que esperar. Si Suzuki no aparecía antes de una hora, cogería un taxi a Valparaíso y allá se atrincheraría, pero su decisión ya estaba tomada, no aceptaba ser chantajeado. La dignidad y la independencia estaban por encima de todo.
Cuando el mozo le colocó sobre la mesa el tercer espresso y una copita de licor oscuro, Cayetano lo olfateó y dijo:
—Yo no pedí ese oporto.
—Ya lo sé —repuso el mozo con una sonrisa insegura y las manos en los bolsillos de su chaqueta blanca—, es un obsequio de un señor que pagó su consumo y me entregó este sobre para usted.
El sobre tenía efectivamente su nombre impreso y carecía de remitente. Lo abrió sorprendido mientras el mozo se alejaba a atender a otros pasajeros. Adentro encontró solo un número telefónico. Cayetano se puso de pie y se acercó al mesero.
—¿Cómo era la persona que le entregó el sobre? —le preguntó.
—¿No lo conoce? —la incredulidad se marcó en el rostro del mesero.
—¿Cómo era?
—No sé, común y corriente. Estatura mediana, pelo negro, bigote, anteojos de sol, con chaqueta, no sé. Me dijo que era amigo suyo y que quería darle una sorpresa.
—¿Chileno?
—Pues, creo que sí.
Cogió su maletín de mano y buscó un teléfono público y llamó de inmediato al número apuntado en el sobre.
Contestó la voz de Suzuki.
—Suzukito, coño, ¿dónde estás? —preguntó Cayetano—. ¿Por qué no llegaste como lo habíamos acordado?
—Estoy bien, jefazo, estoy bien.
—¿Pero dónde andas y por qué hablas como si te hubiesen metido un trapo en la boca?
—Escuche, jefazo, no puedo hablar mucho. Me ordenaron que le dijera lo siguiente…
—Habla, coño, habla.
—Me ordenaron que le describiera la sala en la cual estoy.
—Pero, Suzukito, ¿dónde carajo andas?
—Me dijeron que le describiera la sala —insistió Suzuki. Le costaba pronunciar las palabras, hablaba lento y daba la impresión de que estaba leyendo lo que decía—. Es una sala con paredes grises, tubos fluorescentes, una ventana de vidrio calobar y una cama alta de un cuerpo.
Entendió de plano el mensaje y sintió que la ira se le agolpaba en el estómago. Hubiese apuñeteado con gusto el rostro de Morgan, ese tipo joven, cínico y despreciable que lo tenía en sus manos.
—No se preocupe, jefazo —dijo Suzuki con voz pausada, sin inflexiones—. Si usted sigue cumpliendo el acuerdo que firmó, me aseguran que volveré de inmediato a mi casa.
—Pero ¿dónde estás, Suzuki? ¿Todavía en Valparaíso?
No obtuvo respuesta. La comunicación se había cortado.