Miami

10 de febrero, 17.38 h

Ana Cervantes bebió la tacita de espresso en la cocina, abrió el ventanal y, con el último New Republic bajo el brazo, salió a la terraza de su departamento en el piso 47 del Santa María del Mar, en Brickell Avenue. Era una tarde con nubes altas y de brisa grata que soplaba a ratos desde el norte. Se proponía leer un reportaje cuando el llamado de Rick Reyes le trajo a la memoria el recuerdo de Constantino Bento.

Sus noticias no eran buenas. Desde que Bento había retirado fondos de RD de bancos de Miami, nada se sabía de su paradero. El silencio de semanas podía significar que su amigo se hallara en aprietos o tal vez muerto, temió Ana.

—No vas a creer que se fundió con el dinero. Eso es una bicoca para él —comentó preocupada.

A lo lejos la carretera refulgía entre la selva densa de Key Biscayne.

—No importa lo que yo crea —aclaró Rick—. Lo que importa es lo que piensan los seguidores de Comesaña.

—¿Y qué piensan?

—Desconfían… Un millón de dólares es un millón de dólares.

Ella no desconfiaba de Bento. Lo conocía desde hacía años, a ratos quizá había estado enamorada de él, y ninguna de sus acciones le daban motivo para poner en duda su honorabilidad. Quizá Bento estaba ya muerto, pues él, como todos los integrantes del directorio de RD, estaba condenado a la pena capital por el régimen de La Habana. La isla jamás perdonaba a quien atentaba contra la vida del Comandante. En todo caso, se dijo acomodándose en la chaise longue mientras miraba a través del cristal de la baranda hacia los veleros y el puente de Key Biscayne, el silencio de Bento constituía una pésima señal.

Bento sabía lo que había que hacer para cambiar el destino de la isla. Con el correr de los años había arribado a una conclusión deprimente y tal vez injusta, pero que ella compartía: al régimen del Comandante no lo apartarían los cubanos. Los de la isla vivían pendientes de la subsistencia personal y familiar, de las vicisitudes del día a día, de no caer en desgracia con las autoridades; y habían terminado por creer que el tiempo, la muerte biológica del Comandante o el exilio se encargarían de resolver la crisis. Y los del exilio, como ella y sus amistades, se habían aggiornado en exceso a la vida fuera de la isla, pensó, mientras contemplaba la estela que dejaba una lancha bajo el puente de Key Biscayne. Su oleaje columpió varios veleros cercanos.

En fin, se dijo mirándose los muslos que ya comenzaban a acusar el estrago de los años, tal vez ella, a diferencia de sus padres, no extrañaba La Habana sencillamente porque nunca había vivido allí. En rigor, su imagen de La Habana la alimentaban las descripciones de familiares y amigos mayores, las calles y locales de la Little Havana, y la música y las películas de antes. A sus padres el Comandante les había arrebatado la isla, pero a su generación incluso el recuerdo de ella. Sus sobrinos y nietos ni siquiera cultivarían el recuerdo del recuerdo de Cuba. Bento tenía razón, había que acabar cuanto antes con el régimen y del modo que fuese.

Dejó caer la revista sobre el piso de mármol y pensó que sus compatriotas defraudaban a Bento al americanizarse en exceso, o al enviar remesas que perpetuaban el poder del Comandante o visitar la isla burlando la prohibición del secretario del Tesoro. Se levantó y volvió al aire frío del apartamento, se sirvió un campari con hielo y regresó a la terraza. Se apoyó en la baranda a contemplar la bahía. Ahora la lancha estaba empopada y sus tripulantes se asoleaban plácidamente en esas aguas tranquilas.

Constantino tenía razón: los cubanos ya no lograrían deshacerse del tirano, solo un extranjero profesional, que conociera la isla y a su gente, podría cumplir la tarea. Quien la asumiera debía carecer de vínculos con el exilio, que a esas alturas, como lo demostraban los hechos, era espiado noche y día por infiltrados de la DGI.

Hacía tintinear el hielo en el vaso cuando percibió algo parecido al revoloteo de un abejorro. De inmediato el ventanal a su espalda se convirtió en una tela de araña enceguecedora. Después sintió una punzada aguda en la sien, y la bahía comenzó a girar en torno suyo y se volvió imprecisa como un paisaje mal enfocado. No sintió dolor cuando su cabeza ensangrentada se azotó contra el piso, ni escuchó el motor de la lancha alejándose del Santa María del Mar.

Halcones de la noche
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