La Habana
20 de febrero, 18.20 h
El ex encargado de avituallamientos del Comandante ocupaba ahora una casita de dos cuartos en el barrio de Marianao. Con su tronadura había perdido los símbolos del poder: casona en Miramar, ropa de marca, alimentos y bebidas sin restricciones, celular y automóvil con chofer. Ahora, sudoroso y desastrado, mal vestido y al volante de un viejo taxi, parecía un fantasma del Menéndez de los años dorados.
Cayetano se sentó sobre los resortes vencidos de un sofá desteñido y contempló los retratos de Fidel y el Che que colgaban de una pared desconchada, mientras Menéndez introducía el caset en el videocasetero. Al comienzo el aparato mostró solo rayas horizontales, pero al cabo de unos segundos una línea vertical dividió la pantalla en dos con tomas en blanco y negro. La de la izquierda mostraba un dormitorio, la otra un baño con un espejo y una tina.
—No hay nada de lo que te imaginas, Cayetano —advirtió Menéndez acomodando una pierna sobre el brazo del sillón. A través de la guayabera desabotonada asomaba su barriga blanca y velluda—. El tipo no llevó nunca a nadie al Ambos Mundos. Más casto que la virgen. Una lástima, Brulé, con todo lo que nos costó.
—¿Bajo qué nombre se registró?
—Fernando Obregón.
—¿Y el pasaporte?
—Venezolano. No vale nada en el mercado internacional. ¿Un cafecito?
Cayetano aceptó el ofrecimiento con la vista fija en la pantalla. El sudor le corría por las sienes y mejillas, y el bigote le agravaba la sensación de calor. Tal vez se estaba convirtiendo en un latinoamericano del Cono Sur, pensó, y poco le quedaba de la resistencia caribeña ante el sol. Quizá ya ni siquiera era tan bullicioso ni gesticulador como la gente de su patria nativa, se había tornado un ser reservado y quitado de bulla como los del sur. El lente ojo de pescado de la cámara estaba oculto en un extremo superior del cuarto, de allí se veía una cama, el piso de cerámico y unas ventanas altas. Que Lara no llevase mujeres al cuarto lo desconcertó en un sentido, aunque lo alentó en otro: una jinetera le hubiera servido como informante para obtener detalles valiosos, pero la ausencia de aventuras amorosas podía deberse a que Lara tenía una misión demasiado importante como para distraerse.
—Tal vez el tipo prefiere acostarse con hombres en posadas —comentó Menéndez desde la otra salita, donde estaba la cocinilla a gas. A través del pasillo Cayetano vio parte de una cama en desorden y la puerta abierta de un baño con un cubo bajo el lavamanos—. Vaya uno a saber, por cuestión de gustos se rompen telas.
De pronto la pantalla mostró a Lara entrando en la habitación. ¡Al fin lo veía en su versión actualizada, al fin su nombre se convertía en un ser de carne y hueso, que se desplazaba, que actuaba! Tenía cerca de cincuenta años, el cabello negro y corto, era fornido, atractivo. Al menos con esa imagen la búsqueda se le haría más fácil. Pero ¿qué se proponía concretamente Esteban Lara en la isla? ¿En verdad asesinar al Comandante? Lo vio ordenar periódicos sobre el escritorio y después entrar al baño, donde orinó y se contempló en el espejo. Le pareció que tenía ojos claros. Ahora se lavaba el rostro y cepillaba los dientes, y cuando notó que se untaba crema en el rostro y los brazos con un esmero poco usual en un hombre, recordó las cremas antialérgicas que le habían llamado la atención en la cabaña de Chiloé.
—Te quedaste sin habla —gritó Menéndez desde la cocina. Revolvía el café en un jarrito de aluminio. Cayetano miró hacia la calle por la puerta abierta y creyó ver al Plymouth derritiéndose bajo el sol y a unos muchachos jugando béisbol sin camisa—. Debe ser el primer hombre que viene solo a Cuba y no tiempla.
—Su abstinencia me jode por completo el caso.
—No te desanimes, Brulé, que los muchachos, tocados por tu mala suerte, agregaron por el mismo precio fotos de tu hombre y unas tomas del día de su salida.
Menéndez oprimió el forward en el instante en que el grifo del baño comenzaba a escupir agua con una especie de tos asmática. Anunció de inmediato que iba a aprovechar de lavarse el cabello. Cayetano quedó solo en la salita y pudo ver con tranquilidad a Lara en la recepción pagando en efectivo antes de marcharse del Ambos Mundos. Después lo vio cruzar el lobby seguido de un botones que le cargaba la maleta. Antes de llegar a la puerta del hotel, el botones le dijo algo a Lara y le entregó un billete, que Lara guardó en su pantalón.
Cayetano volvió a repetir la secuencia.
Constató que, efectivamente, el botones le entregaba algo a Lara, lo que resultaba a todas luces extraño, puesto que era el huésped quien debía entregarle propina al botones y no a la inversa. Volvió a examinar la escena, esta vez situándose cerca de la pantalla, y comprobó que Lara no recibía un billete, sino un papel, algo que bien podía ser un mensaje plegado.
Dejó que la cinta siguiera corriendo, vio a Lara y al botones pasar frente a la cámara. Cuando la toma los mostró por la espalda, Cayetano creyó reconocer la mochila. Se asemejaba a la de la cartulina con instrucciones que había recogido en la cabaña de Chiloé. Creo que es la misma mochila, pensó vaciando la taza con cierta emoción: ¡ese era el contacto de Bento en el fin del mundo y el visitante del apartamento de San Petersburgo! Su investigación parecía verse corroborada de golpe hasta en los detalles. Solo lo torturaba una pregunta y se la hizo a Menéndez:
—¿Adónde se marchó este tipo después del Ambos Mundos?
—Ese día cogió un taxi para el aeropuerto —dijo Menéndez volviendo del baño con la cabellera estilando agua y una toalla sobre los hombros.
—¿Se fue al extranjero o se quedó en la isla?
—Lo ignoro.
—¿Y qué tal si me lo averiguas?
Menéndez comenzó a secarse el pelo con la toalla.
—Eso sí que no, camaján, eso sí que no —gritó descontrolado—. Eso ya es meterse entre las patas de los caballos.