Key West
18 de febrero, 23.00 h
La Cigarrette zarpó del muelle histórico de Key West y se alejó hacia el sur en medio de la noche. Unos nubarrones ensombrecían a ratos la luna, que derramaba su resplandor sobre la corriente del golfo coruscando la marea. Aquel paisaje nocturno le evocó a Lucio la guerra en las costas de Angola y Nicaragua.
—En hora y media estaremos allá, esta es la lancha más veloz del planeta —dijo Santiago, el patrón de la nave, que comenzaba a coger velocidad dando tumbos sobre la superficie marina. Las luces de Key West quedaban atrás—. No se preocupe por el desembarco, tengo la pequeña Cadet conmigo.
Se refería a la lancha inflable que Lucio emplearía durante las últimas millas del viaje. Era una Cadet S310, que alcanza veinte millas por hora, tenía menos de cuatro metros de largo y en cosa de minutos podía ser reducida al tamaño de una maleta. Asistido por un GPS del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, Lucio arribaría al punto deseado, aun en medio de la oscuridad más espesa.
—Es la mejor hora para viajar —gritó Santiago quizá para calmarlo. Al regreso se encargaría de sus pertenencias en The Banyans—. No hay cómo perderse, el resplandor de Key West está siempre detrás de uno hasta que aparece el de La Habana.
—¿Y Guajiro? —preguntó Lucio.
—Va sedado —Santiago llevaba una gorra que le cubría las orejas y una casaca para protegerse del viento de la noche caribeña, que por la madrugada podía calar los huesos de quienes viajaban a la intemperie—. Lo inyecté hace una hora. Despertará a las cinco. Tendrá tiempo para desembarcarlo.
Había visto a Guajiro en la casa de Santiago después de recoger del portal de los Rubin el paquete de UPS con la plasticina disimulada dentro de unas gualetas de hombre rana. Aunque su rostro carecía de la ferocidad del perro ruso, el animal era una réplica perfecta de Kamchatka. Lucio estaba satisfecho, el contacto de Bento había resultado en realidad una joyita. Miró hacia Key West y recién ahí tomó conciencia de que se alejaba del último cayo norteamericano para cumplir la misión Sargazo en la mayor de las Antillas. La llovizna que dispersaba el oleaje le humedeció el rostro, insondable bajo el manto de la noche. Llevaba todo consigo, las bolsas con plasticina dispuestas en franjas, el GPS, el doble de Kamchatka y sus dos mantos preparados, los walkie-talkie que activarían el sistema y la radio para comunicarse con Santiago. Por último, él conocía de memoria la rampita de la casa de Ángeles, donde debía atracar esa madrugada.
—Recuerde que cuando yo reciba su mensaje demoraré dos horas en recogerlo —gritó Santiago. El motor de la Cigarrette llenaba la noche.
Lucio divisó las luces de los barcos que cruzaban el estrecho, y las de los aviones que pasaban parpadeando entre Miami y Europa. Si la suerte los acompañaba, los guardacostas cubanos no los detendrían, y si lo intentaban no lograrían darles alcance. Las misileras rusas apenas patrullaban debido a la escasez de combustible y repuestos.
Una hora más tarde, Lucio no divisó ya el resplandor de Key West, pero frente a él resplandecía ahora la cúpula de La Habana en el cielo. Ahora no había retorno. Sintió una presión en el pecho mientras la nave avanzaba como caballo encabritado sobre las olas coronadas de espuma.
—¡La hora de los mameyes! —le gritó a Santiago tratando de insuflarse ánimo, pero el capitán no lo oyó.
Navegaba con la vista fija en la espesura de la noche.