La Habana
26 de febrero, 20.15 h
Cayetano Brulé se bajó del Pontiac en el parque que se extiende frente a la entrada del puerto de La Habana, y caminó presuroso entre los árboles hasta el Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Ahora solo le quedaba confiar en que el contacto se hubiese referido a la Plaza de la Catedral y no a la de la Revolución durante la breve conversación telefónica. Echó a correr por el asfalto de San Ignacio, pero al rato redujo el paso porque le ardía la rodilla y unos hombres de civil, de pelo corto y guayabera, lo observaban desde un portal.
¿Dónde diablos se había metido Morgan? Se preguntó. ¿No sospechaba acaso que podía producirse un atentado contra el Comandante durante su primera aparición pública? Esteban Lara los había engañado a todos marchándose de la isla y regresando bajo otra identidad. El cadáver de la pelirroja, los explosivos y los indicios de la existencia de un perro, sugerían que Lara ya tenía preparado su golpe maestro.
—Oye, ven acá —le dijo alguien a su espalda.
Se dio vuelta y se encontró con dos tipos de civil. Llevaban el cabello corto, el arma bajo la guayabera y bototos, como los del portal.
—Carnet de identidad —dijo uno de ellos.
Al ver el pasaporte de Cayetano, el policía se sorprendió.
—¿Turista extranjero? —preguntó hojeando el documento.
—Efectivamente. Y estoy apurado. Voy a escuchar a Fidel.
—Entonces corra, que ya comienza.
Llegó a la Plaza de la Catedral, donde había una multitud bulliciosa. Las mesas de El Patio estaban abarrotadas, los pintores exhibían óleos envueltos en plásticos, y la catedral brillaba nacarada contra la noche. Iba a ser difícil hallar a Morgan en ese mar de gente.
Cuando quiso acercarse a la entrada principal del Cristóbal Colón, constató que la calle Empedrado estaba cerrada de lado a lado con rejas metálicas. Calculó que el perro de Lara jamás podría salvarlas sin llamar la atención. Se abrió paso a empujones y llegó hasta las rejas, desde donde observó el hotel a través de las mallas de alambre. En las graderías la gente agitaba bandereas ante las cámaras de la televisión.
Cuando estaba por dirigirse al acceso posterior del hotel, divisó a Morgan entre la gente. Lo llamó varias veces, pero Chuck no podía oírlo, por lo que comenzó a abrirse paso entre la muchedumbre para aproximarse a él.
—Morgan, Morgan —gritó de nuevo.
Chuck pareció escucharlo, pero no sabía de dónde lo llamaban. Cayetano propinó empujones y codazos, y volvió a gritar su nombre.
Fue entonces que sus miradas se cruzaron. Le hizo señas para que se dirigiera hacia la catedral, e instantes después se reunieron en el atrio, donde había menos gente.
—Lara va a actuar hoy, no hay duda de eso —dijo Cayetano sudando, sofocado.
—¿Aquí? ¿Lara? ¿Está seguro? —preguntó Chuck incrédulo. Sus ojos recorrieron los balcones de las cercanías en busca de movimientos sospechosos—. No se atreverá, sería suicida, no podría disfrutar ni del pago.
—Hazme caso, Chuck —insistió Cayetano bajando la voz—. Esta noche va eso, pero no será como lo imaginas. Esteban Lara atacará antes de la ceremonia, y no por este frente. ¡Sígueme!