San Petersburgo
8 de febrero, 10.30 h
Al cerrarse la pesada puerta de madera a su espalda, Cayetano Brulé quedó envuelto en una humedad espesa, pasada a creolina, y comenzó a subir a tientas los peldaños de madera porque no halló el interruptor de la luz.
Estaba en el número 49 de la Málaya Morskaya, la dirección que le había indicado Chuck Morgan en Valparaíso. Pésimo lugar el de Dimitri Malévich para residir: más que un edificio, parecía la parte trasera de un escenario. ¿Por qué Chuck no había conseguido más datos sobre el ruso? ¿Y qué haría al encontrarse ahora con él? ¿Mostrarle acaso la foto de Esteban Lara para ver cómo reaccionaba? Estaba en aprietos, no podía repetir el fracaso de Bernau, Chuck terminaría por creer que quería arruinarlo todo y podría salirle caro. Se detuvo en un descanso a darle respiro a la rodilla. Se había untado Bengay por la mañana, lo que calmaba su dolor, pero lo hacía oler como vieja con reumatismo.
Divisó a través de la baranda a una mujer de delantal y pañuelo a la cabeza, que trapeaba las tablas del último piso. Era el único nivel donde había luz, una luz lóbrega que emanaba de una bombilla desnuda. La mujer tenía a su lado un cubo con agua. Estaba tan inmersa en lo suyo que soltó un grito cuando vio a Cayetano.
—¿Malévich? —preguntó el detective.
—¿Dimitri Malévich? ¿Boris Malévich? —repuso ella. Tenía las mejillas rojas, unas manazas grandes y lo escrutaba, tratando de establecer el origen de ese hombre de calvita insinuada, anteojos gruesos y unos bigotazos que asociaba con películas de bandoleros mexicanos.
—Dimitri o Boris, me da lo mismo, tía —dijo Cayetano.
—Dimitri niet Saint Petersburg —dijo la mujer, o al menos así creyó entender Cayetano—. Boris, da Saint Petersburg.
—Bueno, entonces Bo-ris Malévich.
—Niet, niet —dijo la fregona y añadió algo que no le pudo entender.
Optó por volver a la calle. El idioma ese era del carajo. La mujer lo siguió por las escaleras murmurando. Un piso más abajo, en medio de la oscuridad, ella gritó enardecida, lo que lo hizo temer que se asomara gente a los pasillos. No le quedó más que detenerse a ver qué quería. De pronto se encendió una luz y la mujer sonrió. Acababa de instalar una bombilla en el zoquete de una pared descascarada.
—Cuartira —dijo la mujer mostrando hacia una puerta—. Cuartira Malévich.
—¿Cuartira Bo-ris Malévich?
—Niet cuartira Boris Malévich. Da cuartira Di-mitri Malévich.
—Bo-ris, ¿niet cuartira? —preguntó Cayetano, sorprendido de su repentino dominio del idioma de Dostoievski, convencido de que hasta el profesor Inostroza estaría orgulloso de él.
La mujer asintió. Ahora sí la situación calzaba con el cuadro pintado por Chuck: el departamento era de Dimitri Malévich, pero él no estaba en casa. Y al parecer Boris sí estaba allí, o eso creyó entender. ¿Y quién sería Boris Malévich? Se acercó a la puerta y tocó varias veces.
—Niet, niet —gritó la mujer.
Entre asustado e irritado, Cayetano retrocedió unos pasos mientras la fregona le indicaba con la mano que no había nadie en ese departamento.
—Necesito hablar con algún Ma-le-vich, coño —dijo Cayetano impaciente.
Ella lo cogió del brazo y apuntó un dedo grueso sobre la esfera del Poljot.
—Ah, dosvidaña, abuelita, entonces volveré en una hora.
Y continuó bajando las escaleras a tientas. Necesitaba un café para matar el tiempo y ordenar las ideas.