La Habana
4 de febrero, 17.05 h
En cuanto llegó al Ambos Mundos, Lucio dio un timbrazo a Malévich para anunciarle su paradero y el envío de nuevas instrucciones. Construido en 1923 en las esquinas de Obispo y Mercaderes, los cinco pisos del Ambos Mundos acogieron a menudo entre 1932 y 1939 a Ernest Hemingway, quien escribió en el cuarto 511 la novela Por quién doblan las campanas. Años más tarde, enamorado de la ciudad, decidió comprar una finca no distante de ella, donde residió durante veinte años.
Tras ducharse y aplicarse el protector solar, Lucio viajó en taxi al exclusivo reparto de Miramar con un propósito: alquilar una casa en la costa. Mientras avanzaba por las avenidas bordeadas por mansiones de diplomáticos, empresarios extranjeros y dirigentes de gobierno, y el aire salobre entraba por la ventanilla abierta del carro, recordó sus años en Cuba, cuando creía a ciegas en los cambios radicales para América Latina. ¿Y qué era él ahora, tanto tiempo después de aquello? ¿Un simple hombre decepcionado o un vengador sin escrúpulos?
Durante la mañana, tras el desayuno, había estudiado con minuciosidad los diarios locales impresos y electrónicos en busca de información sobre el Comandante. Necesitaba pistas que sugirieran su presencia en algún acto público. Era una empresa complicada, puesto que la prensa no solía revelar con antelación los programas del mandatario, menos aun después de Foros. Tal como lo había supuesto, no encontró nada importante, pero confiaba en que el tiempo corría a su favor.
Estacionó el vehículo en la Calle 24, a escasa distancia de Avenida Primera, y echó a caminar bajo el sol protegido por un sombrero de yarey. Vio las mansiones frente al mar, calles amplias y rectas, con jardines y árboles que aún mantenían el antiguo esplendor prerrevolucionario. Caminaba recordando sus años en Tropas Especiales, época en que manejaba un Volga ruso por La Habana y se dedicaba a infiltrar agentes en países europeos, cuando divisó en la vereda opuesta a una mujer de saya corta y blusa holgada, que paseaba una perrita.
Cruzó la calle y le preguntó a boca de jarro:
—¿Eres de aquí?
—¿Por qué?
Tenía los rasgos toscos y una melena aleonada, y aunque Lucio prefería las mujeres menudas, sintió que el deseo lo corroía después de tanto tiempo de abstinencia. Le calculó unos cuarenta años, caderas estrechas y un caminar nada sensual, pero bajo la blusa adivinó unos senos que bien merecían ser explorados.
—¿Sabes dónde ofrecen alojamiento en este barrio?
Ella frunció el ceño y miró los alrededores mientras la perrita husmeaba cerca de una palmera.
—Aquí lo que hay son hoteles —dijo ella—. Nunca oí de pensiones.
—¿Y tú, siendo de estos lados, no sabes quién alquila cuartos aquí?
—Sé dónde hay paladares, pero no pensiones. Raro que siendo extranjero no tengas aún dónde vivir, muchacho.
—Pues es así, aunque soñé que una pelirroja me ayudaba a encontrar cuarto —dijo Lucio fijando en ella sus ojos verdes—. Todo lo que necesito es un cuartico, chica. Vamos, que tú puedes ayudarme a conseguirlo en este reparto, ¿verdad?