La Habana

19 de febrero, 11.40 h

Cayetano Brulé llegó en taxi hasta una cafetería atestada del barrio Náutico. Según Gloria, en ese local del oeste de La Habana, donde los taxistas suelen reunirse bajo la sombra de un jacarandá frondoso, encontraría al hombre hasta hace poco encargado de la adquisición del alimento y las bebidas del Comandante. Renato Menéndez había caído en desgracia por deslizar comentarios irónicos sobre su patrón, y ahora sobrevivía como taxista.

Alcanzó la barra de aluminio y ordenó un café. Según Gloria, tendría que armarse de paciencia, pues Menéndez era impuntual, pero estaba dispuesto a darle una manita siempre y cuando la oferta resultara apetitosa. En Cuba los tronados son un enigma, pensó Cayetano, a veces se tornan enemigos a muerte del régimen y a veces colaboran con la seguridad del Estado para redimirse. Y era desde luego sospechoso que Menéndez lograse conseguir videos de hoteles internacionales, los que eran grabados por la seguridad del Estado. En verdad, podía tratarse perfectamente de un agente provocador.

—¿Cayetano? —dijo alguien a su espalda. Iba ya en el tercer café.

Se dio vuelta y vio a un hombre de unos setenta años, de guayabera manchada con salsa de tomate, mejillas sudadas y mal afeitado. Por entre los gritos de los clientes llegaba una canción de Los Van-Van.

—¿Tú eres Menéndez?

El tipo asintió y luego, palmoteándole el hombro, como si fuesen amigos, le dijo:

—El mismo. De carne y hueso.

Al menos, después de su caída vertical, no había perdido la dignidad, pensó Cayetano, o lo simulaba bien. Lo vio beber agua a borbotones y después vaciar una tacita con deleite.

—Vamos mejor, que el día está cargado —dijo Menéndez, y Cayetano lo siguió.

En una calle cercana tenía su taxi, un Plymouth modelo 1957, corroído ya por el óxido. Sus asientos recubiertos con plástico ardían, y Cayetano temió que se le evaporara el cerebro. Actuó, por lo tanto, sin circunloquios, suponiendo que Menéndez estaba acostumbrado al estilo ejecutivo. Mientras Menéndez intentaba hacer arrancar el motor uniendo a chisporrotazos dos alambres pelados bajo el volante, le explicó lo que quería: simple y llanamente el video de un marido infiel, al que seguía por encargo de su mujer engañada.

—¿Y cuánto ofreces por ese milagro? —preguntó Menéndez preocupado, como si estuviese robando el Plymouth.

—Lo que pidan y suene razonable.

—Para que lo sepas, Brulé, solo este viajecito te saldrá por lo menos cincuenta dólares —anunció mientras le metía primera al carro, que se estremeció como casa en terremoto.

—Vámonos a la vuelta de la rueda y me cobras veinte, que no vendo petróleo —dijo Cayetano sintiendo ganas de fumar al oler el Lanceros del ex funcionario.

—No nos vamos a pelear por nimiedades —repuso Menéndez y apoyó el codo en el marco inferior de la ventana y la mano contra su parte superior, como si apuntalara el techo. Era el estilo cubano de manejar, que en el invierno chileno causaría reumatismo galopante a cualquiera—. ¿Y el camaján está instalado en el Ambos Mundos?

—Supongo.

—¿Cómo que lo supones, chico?

—Digo que lo supongo porque puede andar bajo otro nombre.

Menéndez chasqueó la lengua, escupió una hebra de tabaco y dijo:

—Eso complica aún más las cosas, guajiro. Y si no sabes bajo qué nombre circula, ¿cómo quieres que lo ubiquemos?

—Ando con una foto del tipo.

—Déjala ahí en el asiento, que cuando manejo este tanque que se cae a pedazos no puedo atender ni a los semáforos —dijo Menéndez frenando para ceder el paso a un dromedario atestado de pasajeros—. Pero dime, chico, ¿tú eres cubano?

—Nací aquí, pero vivo en Chile. Soy cubano y chileno, una mezcla de Caribe y Cono Sur. Tengo lo jodedor de cubano y lo kantiano de los chilenos.

—Estás jodido por todos lados, entonces. ¿Y por qué vives en Chile?

—Porque en los setenta me fui de Florida a participar en la revolución de Salvador Allende y me cogió allá la dictadura de Pinochet. Las pasé negras.

—¿De Miami a Chile? —gritó incrédulo Menéndez y lanzó una bocanada de humo contra Cayetano—. Pero a ti te bailan los guayabitos en la azotea, chico. Todo el mundo arriesga su vida en el Caribe o el desierto de Arizona por llegar del sur a Estados Unidos, y tú te vas de Estados Unidos al sur… ¿Casado al menos?

—No, pero eso no significa que no le vea el ojo a la papa. Lo que pasa es que como proletario de la investigación la vida no es fácil.

Menéndez frenó bruscamente ante un carretón que entró de súbito a la calle empujado por un viejo negro. El motor del Plymouth se apagó con un ruido terminal y Menéndez soltó un par de imprecaciones que el viejo le respondió sin amilanarse.

—Pues escucha lo que te voy a decir para que lo sepas, Cayetano —continuó Menéndez, el motor no arrancaba—. Si el camaján que buscas se fue ya del Ambos Mundos, la cosa está entonces más que fea. Pero tiene remedio, chico.

—¿Tú crees?

—¿Que si creo? —aspiró el humo en gesto teatral y miró unas muchachas en uniforme que iban por la vereda batiendo mucha cadera—. Todo tiene solución en esta vida, chico, menos la muerte. Y en este caso el asuntico depende del medicamento que puedas comprar, de la ley de la oferta y la demanda, mi hermano.

—Veo que también en Cuba reina esa ley ahora.

—Reina en todo el mundo, compadre. Lo único que ya no se vende es lo que ya se vendió, aunque aquí hay quien vende todo dos veces. Estamos en el remate de la isla. Lo que no compraron los españoles o canadienses es porque lo tienen reservado acá los macetas de arriba.

—¿Estaríamos entonces? —preguntó Cayetano sin interesarse por la crítica tardía de Menéndez al poder del que había formado parte.

—Dame cuatro mil, y un video del camaján será tuyo.

—Pero ¿cómo? ¿Acaso vas a alquilar extras para montar los cuadros? Dos mil…

—Es que tengo que convencer a varios personajes —ahora el Plymouth arrancaba a corcoveos—. Y en esta isla, como bien tú sabes, los turistas tienen privacidad garantizada y yo estoy alejado de todo eso. En resumen, no es fácil, socio, no es fácil, pero trataré de ayudarte de alguna forma solo porque eres cubano.

Halcones de la noche
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