La Habana
24 de febrero, 12.00 h
De sombrero panamá, guayabera celeste, pantalón de lino y mocasines suizos, prendas adquiridas en una tienda en dólares con la tarjeta dorada, Cayetano Brulé llegó hasta el restaurancito sintiendo un insoportable ardor en la rodilla izquierda. Había caminado por el Malecón contemplando a los bañistas y el horizonte difuminado por nubes vaporosas. El Mirador estaba en el portal de un edificio desconchado, frente al mar.
Ocupó una mesa y examinó el menú disfrutando la brisa. Desde allí la primera hilera de casas de la ciudad parecía una foto en sepia del álbum de una abuela.
—Chico, tráeme un mojito, pero con ración doble de ron —le dijo al mozo, un tipo joven, de camisa blanca y arete en una oreja. No había nadie más en ese paladar de siete mesas.
Al echarle un vistazo a la carta se entusiasmó con la entrada de calamares en su tinta y unas masitas de cocodrilo en salsa de mostaza como plato de fondo. Definitivamente no le convencía que Esteban Lara se hubiese hecho humo. Carecía de sentido cruzar medio mundo de ida y vuelta solo para visitar a la carrera La Habana y después ir a México. Algo desafinaba en la presurosa salida de Lara de Cuba y en la interpretación de Chuck sobre los acontecimientos. ¿Además cómo encajaba en ese rompecabezas la muerte de Bento?
—¿Le apetecería un filete de kaguama? —preguntó el mozo sacándolo de sus disquisiciones—. Le ponen aquello como una mandarria.
—No, chico, yo no como nada que esté en peligro de extinción —repuso Cayetano y recordó a la preciosa sueca ambientalista que había conocido años atrás en Estocolmo y le había inculcado aquella preocupación.
—Las que servimos ya están muertas, acere —insistió el mozo—. Si no, no las servíamos.
—Prefiero asumir mis años, compadre. Además que hasta ahora no he recibido reclamos. Tráeme mejor lo que te pedí, y quedo feliz como un titi.
No había sido fácil dar con aquel restaurancito privado que los cubanos denominaban paladar. Saboreó el mojito y se dijo que si LL no trabajaba allí, absorbería el fracaso y continuaría buscando miradores en La Habana.
—El mojito está literalmente de chuparse los bigotes —le dijo al mozo mirando hacia la corriente del golfo, que fluía azul y maciza a lo lejos—. ¿Quién es el barman?
—Está adentro, en la barra.
—Merece una felicitación —dijo Cayetano tratando de establecer cierta confianza con el mozo. Necesitaba soltarle la lengua—. ¿Cómo se llama?
—Pase a la barra, mejor, porque los calamares y el cocodrilo tardan su poco.
Cayetano entró al edificio y desembocó en una salita fresca, oscura. En un rincón, detrás de la barra, divisó al barman. Era en verdad una barwoman. Pelirroja.
—Preparas el mejor mojito que he probado —afirmó cruzando sonriente la sala. El sitio estaba vacío—. Solo comparable a uno que hacen en un local chileno, al otro extremo del mundo.
—Dudo que los chilenos sepan mucho de mojitos —repuso ella—. ¿Se sirve otro?
—Solo si te queda tan bueno como este. ¿Cómo tú te llamas, chica?
—Lety. Lety Lazo —respondió ella y cortó en dos un limón pequeño.
—Pues bien, vine a felicitarte por el mojito —dijo Cayetano y se acodó en la barra—. Y también para que hablemos de un amigo mutuo que se hospedó en el Ambos Mundos…