7

Aunque hacía mucho tiempo que el resto de la cubierta superior se hallaba ya desierta, a Lockhart no le extrañó encontrar a Ericson en el puente. Su enorme figura, destacando de pronto en la oscuridad, no le produjo el menor sobresalto. Debía de haber adivinado ya dónde estaría el Comandante en aquella hora final. Ericson se volvió cuando oyó los pasos de su segundo y dijo: «¡Hola, Lockhart!», como si él tampoco sintiese la menor sorpresa. Permanecieron juntos, en la fría oscuridad, sin decir nada durante un rato, participando de aquel momento de descanso y de la grata calma que los rodeaba.

Acababa de anochecer apenas, pero reinaban ya las sombras. La luna iluminaba los aparejos y, una por una, se iban encendiendo las luces de la costa como estrellas de paz, las primeras luces que se encendían desde que la guerra había empezado. Podía distinguirse las riberas de la ensenada y las montañas sombrías que se alzaban encima. Detrás de ellos, los submarinos yacían silenciosos e inmóviles como negras manchas en el agua inquieta. Fuera del abrigado fondeadero rugía el viento, como si todavía quisiera devorar a la Saltash, y en la lejanía, el mar cruel batía la entrada de la ensenada.

Lockhart sabía por qué permanecían juntos allí los dos, apoyados en el costado del puente bajo el cielo claro y helado, aunque no estaba seguro de que el momento pudiera ser debidamente estimado. Permanecían allí porque era el último día de la guerra en que ambos habían participado. La batalla del Atlántico había terminado y secretamente ambos deseaban rememorarla aunque fuese solamente por vagas alusiones y aunque no se pronunciara ni una sola palabra. Era el momento de que ambos se entretuvieran juntos en tejer un poco los hilos de aquella historia. Pero Lockhart pensó que quizá había demasiados hilos, que podían tenerse que decir demasiadas cosas y que intentarlo podía convertirse en una charla insustancial que no sería digna del momento… Aunque aquel hombre, hacia el cual sentía un afecto tan enorme, no acostumbraba a charlar sin sentido ni a perder el tiempo con palabras huecas.

—Han pasado cinco años —dijo Ericson de pronto—, casi seis. ¿Cuántas millas habremos navegado durante tanto tiempo?

—En la Compass Rose las había sumado —contestó Lockhart satisfecho del giro que tomaba la conversación—. Fueron noventa y ocho mil. Pero en la Saltash no he llevado la cuenta. Me pareció de mal agüero hacerlo.

Los ruidos habituales del barco les llegaban de un modo vago. Como era costumbre en el puerto, sonaba en algún sitio una radio, se oía el chasquido de alguna pequeña ola que se alzaba e iba a estrellarse contra el casco y, de vez en cuando, resonaban los pesados pasos de algún cabo que hacia su servicio de ronda. Los submarinos, las negras sombras que ya no podían inspirar terror, quedaban ahora bajo los rayos lunares y parecían constituir un espectáculo creado para la distracción.

—Quisiera que alguno de los otros pudiera haber visto esto —dijo Lockhart de pronto—. John Morell o Ferraby.

—Sí. Se lo merecían —asintió Ericson.

—Tallow, el cabo Phillips, Wells…

—¿Quién era Wells?

—El jefe de señales de la Compass Rose.

—¡Ah, sí!

—Acostumbraba a decir a sus subordinados: «Si os encontráis en algún apuro, llamadme y subiré inmediatamente».

—Ahora es cuando se les echa de menos.

—Sí. Pero son demasiados para poderse acordar de ellos como merecían. Los nombres no son más que etiquetas, al fin y al cabo. El joven Baker, Rose, Tonbridge, Carslake… Todos los de la Sorrel. Las chicas del servicio femenino que perdimos en aquel funesto convoy a Gibraltar.

—Julie Hallam —dijo Ericson de repente, tocando aquel punto por vez primera.

—Sí, Julie…

Lockhart sólo experimentó, al oír aquel nombre, una punzada dolorosa en el corazón y después nada. Le sorprendió. Quizá, al cabo de un año, ella realmente dormía ya y él también. Era muy parecido a lo que había pasado con la Compass Rose. Debía de existir una clase especial de memoria para las cosas de la guerra que, misericordiosamente, se desvanecía con rapidez, hundiéndose para siempre bajo el peso del dolor.

—A usted no le han concedido ninguna medalla —dijo Ericson, cambiando de conversación—. Por mi parte, hice todo lo posible porque lo condecoraran.

Lockhart se sonrió en la sombra.

—Puedo pasarme sin ellas… ¿Se acuerda de cuando almorzamos juntos en Londres y le dije que quería ir con usted a la Saltash?

—Sí. Para mí fue una gran distinción por su parte.

—Pues eso ha sido lo principal para mí.

Al menos se había anudado un hilo de aquellos recuerdos. Al fin y al cabo, una de las cosas que tenían que decirse se había dicho ya felizmente.

Ericson volvió a suspirar.

—Sólo pudimos hundir tres submarinos. Tres, en cinco años.

—Bien sabe Dios que procuramos no darles cuartel.

—Sí.

Ericson se quedó pensativo, apoyado pesadamente en uno de los rincones del puente donde había pasado tantos cientos de horas. Al fin, desde la oscuridad, y con aquel tono de voz que, después de sesenta y ocho meses, resultaba todavía impresionante escuchar, dijo:

—Tengo que confesar que estoy endiabladamente cansado.

Hermanas, Cape Province,

Johannesburg, Transvaal.

Abril 1948 - Mayo 1950.