5
—Lo que voy a contaros es absolutamente verídico —les dijo Scott-Brown con el asombro todavía pintado en su voz—. Había dos personas sentadas en la mesa inmediata a la mía. Un hombre ya viejo con el pelo blanco, del estilo de los que se dibujan en el Esquire, y una joven de busto opulento con un abrigo de visón. Estaban hablando de esto y de lo de más allá (no podía evitar oírlos), cuando de pronto, el anciano se acodó en la mesa (era la hora del almuerzo y el sol brillaba alegremente) y le dijo a su acompañante: «Querida, me gustaría poseerla».
—¿Y cuál fue la respuesta?
—Pues —contestó Scott-Brown elevando hasta el máximo su acento de asombro—, ella le dijo: «Cariño: Ahora precisamente estoy cepillando y peinando mis hormonas».
—Desde luego —afirmó el hombre del bar— nosotros, los norteamericanos, mantenemos unos puntos de vista sobre las mujeres completamente distintos de los que tienen ustedes.
—Así lo estimo, en efecto —le contestó Raikes, el oficial de navegación, que había permanecido en aquel bar más tiempo que la mayoría de la gente.
—Sí, señor —siguió afirmando el otro, que estaba allí desde hacía más tiempo aún—. Las colocamos muy alto, encima de un pedestal.
—Es una medida muy sabia —convino Raikes—. Así podrán ustedes admirarles mejor las piernas.
—Y después —prosiguió su interlocutor, que pareció no prestar atención a las últimas palabras— les regalamos flores y bombones y las respetamos.
—Ahí está el truco —dijo Raikes.
—Por esta razón, Norteamérica es el único país del mundo donde las mujeres están completamente seguras siempre. Nuestras muchachas —siguió, desenvolviendo el tema con verdadera delectación— son puras y decentes, y no acarician en su mente ni un solo pensamiento descarriado, y esto sucede especialmente en el estado de Missouri, de donde soy yo. Nuestros hogares norteamericanos son sagrados; nuestras madres norteamericanas, honradas en todas partes, y la mujer norteamericana, en suma, considerada como la más pura del mundo.
—Muy bien dicho —comentó Raikes.
—Pero —preguntó el hombre de pronto, interrumpiendo su perorata—, ¿no dijo usted algo, Capitán, respecto a piernas?
—Sí —contestó Raikes.
—Pues, cuente, cuente… Yo soy, también, algo mujeriego.
—¿Y qué bebiste? —preguntó Lockhart con curiosidad.
—Peppermint helado —contestó el guardiamarina.
—Una bebida de putas.
—¿De veras, señor? —dijo el joven con acento de sorpresa—. Pues fue por indicación de ella…
—Amo a mi marido —afirmó la joven, apoyando su torneado brazo sobre la almohada—; pero estoy enamorada de ti, ¿sabes?
—Estupendo —contestó Allingham.
—Pero, cariño, ¿no te haces cargo? Es una cosa muy importante.
—Me doy perfecta cuenta de todo, preciosa. No te muevas.
—Fue entre dos bailes —confesó Raikes, modestamente—. Salimos al jardín y ella dijo: «Bienvenido». Y lo fui.
—Me di cuenta de que no te llevó mucho tiempo —observó Scott-Brown.
—Parecía que ella tenía cambio de velocidad en el talle. No hubo la menor dificultad.
—Mientras eso no perjudique a las buenas relaciones angloamericanas.
—¡Bah! —replicó Raikes—. Eso no es nada comparado con lo que los yanquis les hacen a las nuestras.
—No se parecen en nada a nosotros —dijo Johnson severamente—. No saben en absoluto lo que es la moral.