3
De nuevo llegó el tiempo de un permiso largo.
Cada licencia era diferente de la anterior y constituía, según los casos, un avance o un retroceso en relación con lo que había pasado antes. En la guerra nada permanece igual en ninguna parte del país afectado. En esta guerra, los años iban pasando y no sólo devoraban los hombres y los tesoros sino que también iban empujando hacia adelante lo que pudiera llamarse la marea normal de la vida. Nada estaba quieto; nada esperaba el retorno de la paz para volver las páginas y comenzar un nuevo capítulo. Los hombres envejecían; las mujeres los amaban más o menos, o quizá volvían a enamorarse de nuevo; nacían niños; vencían las deudas; morían parientes dejando disposiciones testamentarias a veces un tanto inesperadas; la suegra se venía a vivir con uno, y se desconchaba la pintura de los techos de los cuartos de baño. A veces, debido a la distancia y a la separación, era difícil formarse una idea decisiva respecto a la pintura de los techos o al nacimiento del nuevo niño o a esos altibajos amorosos de las mujeres. A los hombres no les quedaba otra solución que esperar, confiar, ser respetados o traicionados y, cuando regresaban, tomar las cosas como las encontraran. Las distancias eran demasiado grandes y los lazos de unión existentes demasiado tenues para que los ausentes pudieran desempeñar en su propio país un papel tan efectivo como el que hacían en el mar, y éste tenía preferencia, lo quisieran ellos o no.
El hijo del marinero de primera Gregg no constituyó precisamente ningún éxito. Estaba preparado para aceptar aquella paternidad más que sospechosa y lo habría hecho, sin duda, si la criatura hubiese sido atractiva, animada o, por lo menos, sana; pero no reunía ninguna de esas cualidades, y él, presunto padre, no pudo por menos que ver, detrás de aquel niño enfermizo y que constantemente estaba lloriqueando, la imagen de aquel fornido individuo llamado Walter no sé cuántos. El marinero había estado pensando con deleite en aquel turno de permiso y en ver a Edith y conocer al bebé; pero ahora ya conocía demasiado bien a aquella criatura pálida, encanijada y sucia que llenaba la casa con sus lloros y la mayor parte de la cocina con sus pañales malolientes. Y respecto a Edith…; en realidad no estaba ahora seguro de si sabía algo en absoluto por lo que a ésta se refería.
Una tarde en que regresaba a su casa después de hacer unas compras, preocupado con aquellos pensamientos, se cruzó con una desconocida que salía de allí. Era una mujer de cierta edad, vestida con el uniforme del servicio voluntario femenino, quien le dirigió primero una mirada curiosa y le sonrió después secamente cuando él le cedió el paso para que saliera a la calle. Gregg se la quedó mirando con incertidumbre mientras se alejaba y después entró en la cocina. La escena era la de costumbre. Cerca del fogón colgaban las ropitas del niño puestas a secar y éste lloraba en la cuna, todo ello en medio de un ambiente recargado con el olor de la comida, orines y pañales hervidos. Edith, sentada junto a la cocina, estaba leyendo una revista de cine.
—¿Quién era ésa? —preguntó Gregg, arrojando la gorra sobre la mesa.
—¿De quién hablas? —preguntó a su vez Edith levantando la vista.
—De esa mujer que…
—¡Oh! Ella… —respondió Edith, que se encogió de hombros con ademán estudiado—. Una vieja entrometida de la Beneficencia.
—¿De qué Beneficencia?
—De la municipal. Las mandan a husmear por todas partes. Supongo que será porque no tienen otra cosa mejor que hacer.
Por una vez, Gregg quiso poner las cosas en claro y se sentó frente a su mujer.
—Pero ¿cómo vino aquí por primera vez?
—Pues empezó a venir —contestó Edith sin mirarlo e iniciando un bostezo—. Debió de ser para ver al niño. Por lo visto eso es una de las cosas de que se ocupan ésas de la Beneficencia.
—¿Pero para qué dijo que venía?
—Pues para cuidar de la criatura.
—¿Para alimentarla, quieres decir?
—Sí. Y para estar con ella todo el tiempo.
—Pero ¿es que tú no lo estás?
—Claro que sí. Y no sigas por ese camino, Tom. Te digo que no hace más que meterse donde no la llaman. ¡Puta descarada! Se ve que nadie le ha querido hacer nunca un bebé. Y todo por una citación…
—¿Una citación? —exclamó Gregg, que se levantó con el ceño fruncido.
—Hubo una denuncia —continuó Edith de mala gana, después de una pausa—. Una noche el niño estaba llorando…
—Bueno, ¿y qué más?
—Pensaron que lo había dejado solo en casa. Pero es que estaba dormida, Tom; te lo juro. No lo oía, ésa es la verdad. Y alguien lo denunció.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Iba a molestarte con esas historias? —dijo ella ligeramente—. A ti no pueden hacerte nada. Todo esto es una tontería.
—Pero tú no puedes querer una cosa así…
Se preguntó, como tantas veces lo había hecho antes, qué era lo que podía creer. Solamente le cabía conjeturar, a tientas, lo que podía pasar mientras él estaba fuera. Sólo le era dado pensar en el terreno de las probabilidades…
Se acercó a la cuna y se inclinó para mirar al niño, que estaba chupando una cuchara de madera. Tenía una cara pequeña y demacrada, con pupas alrededor de la boca. Las piernecillas parecían palillos entre las ropas de la cuna, sucias y arrugadas. Pensó que le gustaría que aquella criatura pudiese hablar. Volviéndose hacia su mujer, le dijo:
—No lo dejas solo, ¿verdad? ¿O es que sales por las noches?
—Claro que no.
—¿Pues cómo es que no lo oíste llorar?
—Ya sabes que me duermo muy profundamente.
Lockhart, que estaba también en Londres, hizo cuatro cosas y después se sumió en una inactividad completa. Fue a un concierto; visitó al director de un periódico donde había escrito antes de la guerra y le entregó un artículo sobre las corbetas, sujeto a la previa censura del Almirantazgo; se tomó un baño turco y se hizo un uniforme nuevo adornado con el emblema de las pequeñas hojas de encina que indicaba que había sido citado en los partes de guerra. Todo aquello le ocupó dos días, después de los cuales se dio cuenta de que, aunque tendiera la vista a su alrededor en busca de otras cosas, en realidad no tenía nada más en perspectiva. No era que estuviese aburrido, porque ningún londinense se aburre jamás en Londres. Era, sencillamente, que cuando estaba de permiso su existencia parecía carecer por completo de todo objetivo. Su verdadera vida estaba en la Compass Rose y nada más. Fuera del barco se sentía como si flotara en el vacío, esperando que llegara el tiempo en que pudiera dejar aquella vida sin sentido y retornar a su duro trabajo.
Aquello era, desde luego, una equivocación, y debería haber podido aprovecharse de sus vacaciones; pero en tierra echaba algo de menos, algo que pudiera distraerlo en aquel intermedio, alguien, por ejemplo, a quien pudiera decir adiós al volver al barco…
Más tarde, sin embargo, cuando cogió el tren en Euston y presenció en el andén número trece las despedidas de los que regresaban a la guerra, ya no estuvo tan seguro de aquellos deseos. En aquel ambiente general de despedidas había algo que parecía que podía corromper tanto el pasado como el futuro. Las lágrimas, los besos apasionados de última hora…, todo ello daba a entender que el tiempo del permiso había sido triste, siempre con el espectro de la partida delante, y que el futuro sería, para ambas partes, solitario y desgraciado por la misma razón. No era difícil comprender lo que esta tristeza significaba para un hombre en plena guerra, por lo que respecta a su estado de ánimo y a su eficacia. Era una inevitable consecuencia de la contienda pero, a la vez, retardaba su final. Para los marinos no deberían existir en absoluto lazos que los unieran a tierra, si es que se quería que rindiesen su máximo esfuerzo cuando llegara el momento. Aquellas periódicas visitas al hogar sólo podían ser un obstáculo en los instantes en que el corazón de los hombres tenía que ser firme y la mirada clara.
«Si yo estuviese enamorado de alguna mujer de esa manera…», pensó Lockhart mirando de reojo a uno de los cabos fogoneros de la Compass Rose, cuyo abatimiento al despedirse de su esposa era parejo al dolor que se reflejaba en las facciones de la mujer; «si siempre que volviera al barco tuviese ese sentimiento, ¿cómo podría cumplir con acierto mi deber?». Pero, incluso cuando se estaba formulando aún estos pensamientos, se dio inmediata cuenta de su perfecta trivialidad, y cuando el tren partió de Euston en dirección al norte empezó en seguida a preguntarse si podía formularse alguna regla de carácter general de esta clase. Hay hombres a quienes puede ser necesaria la ternura de un amor o la vida feliz del matrimonio como un recurso para aguantar las duras pruebas de la guerra. Esto podía ser, en efecto, lo único que los mantuviese en pie y les hiciera soportable el tiempo que habían de permanecer en filas. Otros, por el contrario, sólo conseguían verse desvitalizados y distraídos por cualquier interrupción de la dura disciplina, y éstos deberían verse obligados a suscribir una especie de votos monásticos si se quería que prestasen alguna utilidad en una contienda bélica.
Él mismo…; pero ni siquiera estaba completamente seguro de eso. Había crecido, como quien dice, acostumbrado a la compañía de las mujeres, antes de la guerra; pero parecía haber prescindido de ellas mientras durase la conflagración. Hasta entonces, esta conducta se había mantenido firme; pero últimamente había llegado a preguntarse si no podía hacer también alguna concesión a las exigencias humanas.
Por ejemplo, pensó mientras se arrellanaba en su asiento disponiéndose a pasar una incómoda noche de viaje, allí había una muchacha rubia del cuerpo auxiliar femenino del Ejército, sentada frente a él, cuyas espléndidas piernas no podían desmerecer por muy espartanas que fueran las medias grises que las enfundaban, cuyos hombros convidaban al abrazo y cuyos ojos, que brillaban gratamente en su dirección, tenían incluso en aquellas circunstancias tan poco propicias un encanto lleno de seducción.
Aquel ensueño amoroso en estado de vigilia fue poco a poco convirtiéndose en una adormecida versión nocturna que lo acompañó largo rato en su viaje hacia el norte.
Para Ericson no hubo ensueños en estado de vigilia e incluso los nocturnos escasearon mucho. Cuando le llegó la licencia se encontraba muy cansado, no deseaba más que dormir y descansar, y quedarse en casa hasta que tuviese que volver al barco. Era éste un programa que Grace comprendía perfectamente y al que se adaptaba sin ninguna dificultad; pero el tercer miembro de la familia, su madre, parecía incapaz de apreciarlo en su verdadero valor. Se hacía patente que ella interpretaba la pereza de su yerno como una censura para Grace, para ella misma o, en general, para la casa. La anciana se había ido volviendo, con los años, cada vez más quisquillosa y desde su fortaleza situada junto a la chimenea («Solía ser mi asiento», pensaba Ericson) no cesaba en sus comentarios, críticas y alusiones mordaces que perturbaban los deseos de tranquilidad del Capitán.
—Tu marido debería salir contigo un poco más —dijo en una ocasión, poniendo sobre el tapete un tema que siempre era apropiado para ocasionar una polémica triangular cuando los tres miembros de la familia estaban juntos—. ¿Es que se avergüenza de ir contigo, o qué?
—Yo no quiero salir, mamá —respondió Grace—. ¡Se está tan bien aquí, gracias a ti!
—¡Pues claro que quieres salir! Eres todavía una mujer joven. ¿De qué le ha servido ganar todas esas medallas si nunca las ha de lucir fuera de casa?
Ericson, que ostentaba en el pecho la cinta azul y blanca de la cruz de Servicios Distinguidos brillando con su solitario esplendor, levantó la vista del periódico que estaba leyendo.
—Creo que usted confunde las cosas —dijo con aire tolerante—. Me concedieron esta condecoración por hundir un submarino, no por pasearme arriba y abajo por Lord Street en compañía de Grace.
—Eso no me parece natural… —replicó acremente la anciana—. Además debería llevarte a ver el barco. ¿No es él su capitán?
—¡Mamá! —exclamó Grace en tono de reproche.
—El barco está en reparaciones —dijo Ericson secamente.
—Pues podrían, sin duda, preparar una buena cena. Eso le serviría a Grace de distracción y sería un cambio para ella —afirmó la suegra.
—Es que yo no quiero ningún cambio —alegó su hija.
—Si, al fin y al cabo, hay que comer carne en conserva, prefiero comerla aquí que en un comedor de barco, frío como una losa —dijo Ericson.
—¿Y qué pasa con la carne en conserva? —preguntó la anciana con tono belicoso—. Estoy segura de que Grace hace todo lo que está en sus manos para prepararte cosas buenas. Todo el día se lo pasa esclavizada en el fogón, sin posibilidad de ir a ninguna parte. Cuando tu padre vivía —añadió dirigiéndose a Grace— acostumbraba a salir conmigo dos veces a la semana.
«Pobre desgraciado», pensó Ericson embebiéndose de nuevo en la lectura del diario. «Seguramente por eso fue tan prematura su muerte». Como de costumbre, había hecho mal en mezclarse en la conversación. El hacerlo no conducía a nada y daba ocasión a la anciana para replicar, argüir y dar vueltas a las cosas. Más tarde, cuando Ericson se encontró a solas con Grace, volvió a tratar del tema que de momento lo había enojado, preguntándole:
—¿Prefieres, realmente, salir por las tardes en lugar de estarte en casa?
—Quiero hacer lo que a ti te parezca mejor —le aseguró Grace, sonriendo con agrado—. Me doy cuenta de que, cuando vuelves, estás algo fatigado.
Ericson le oprimió el brazo con un ademán cariñoso, poco frecuente en él.
—No sé lo que haría sin ti, Grace… Pero tu madre, a veces hace que me enfade; siempre quejándose de todo, hagas una cosa o no la hagas…
—Ya es vieja, George.
—Todos nos vamos volviendo viejos —contestó él con cierta irritación—. Yo mismo soy ya un viejo; pero eso no quiere decir que tenga que pasarme la vida refunfuñando para demostrar que vivo todavía.
—Tú eres distinto.
—También tú lo eres.
—Se dice que las hijas —contestó Grace, sonriendo de nuevo— van volviéndose como sus madres, para acabar, al fin, por ser iguales a ellas.
—Entonces, ¡que Dios me asista dentro de una veintena de años!
—Bueno, George… ¿Qué vas a hacer esta tarde?
—Dormir —y añadió riendo, mientras dirigía a su mujer una mirada cariñosa—. Supongo que te hubiera gustado realmente ponerte hecha un brazo de mar para salir a hacer visitas.
—No —respondió ella seriamente—. Vete a dormir. Te has ganado el descanso. Ya iremos de visita cuando todo se haya acabado.
Tallow y Watts, sentados en una cervecería de Lime Street, bebían cerveza mirando a los que jugaban a tirar dardos al blanco. Las gorras de los dos suboficiales descansaban, visera con visera, en la mesa, frente a ellos. Sus uniformes, de corte impecable, con los botones y los emblemas dorados brillando a la luz, parecían demasiado elegantes y solemnes para aquel lugar. El local estaba atestado y era oscuro e incómodo. Una bomba, que había caído en las cercanías durante uno de los grandes ataques aéreos, había hecho añicos los cristales de las ventanas y éstas permanecían constantemente cerradas, de modo que, aún en pleno mediodía, había que tener las luces encendidas y el ambiente estaba enrarecido. Cada vez que se abría la puerta haciendo que un vientecillo desagradable enfriase las piernas, un hombre bastante borracho que se hallaba en un extremo del mostrador, gritaba: «¡Ojo con la luz! ¿Queréis que nos hagan migas esos malditos aviones?». Aquel individuo había estado diciendo aquello prácticamente todas las noches del año, lo que en algunas ocasiones le había valido protestas y hasta reyertas, pero generalmente se le tomaba a broma. La puerta era giratoria y estaba envuelta en pesadas cortinas, lo que, además, contribuía a aumentar la lobreguez del establecimiento.
Tallow y Watts pasaban allí todas las tardes de su permiso. Aquel sitio era tan bueno y tan malo como pudiera serlo cualquier otro del barrio y era el que estaba más próximo a la residencia de la Asociación de Jóvenes Cristianos donde se alojaban. Aunque no expresasen en voz alta sus pensamientos, ambos se condolían recordando el pasado y las comodidades y acogedora simpatía de la casa de Dock Road. Antes existía un atractivo en desembarcar, un aliciente para disfrutar de los días de licencia; ahora sólo tenían el recurso de aquella cervecería, una cama en un cuarto de alquiler y una taza de té y una empanada en el café de la esquina. Era una diferencia con el pasado a la que no habían acabado de acostumbrarse.
Para Watts, había otra diferencia que, pasadas las primeras semanas de la desgracia, no había vuelto a mencionar: el modo como había muerto Gladys Bell, precisamente cuando las cosas parecían que iban a mejorar para ellos.
No podía pretender, ni siquiera ante sus propios ojos, que la bomba que había caído en la casita de Dock Road hubiera destruido un idilio apasionado y romántico, pero podría haber sido un matrimonio feliz, y esto era lo que necesitaba… Lamentaba la muerte de la mujer del mismo modo que Tallow lo hizo cuando el Repulse, su viejo navío, fue hundido. Aquella tragedia había destruido un pasado prometedor; era una pérdida irreparable que había dejado un vacío que nada podría llenar.
La puerta de la cervecería se abrió, la corriente removió el serrín del suelo y el borracho volvió a gritar: «¡Ojo con la luz! ¿Queréis que nos hagan migas esos malditos aviones?».
—¡Maldito loco! —exclamó Tallow con aspereza.
—Paciencia —dijo Watts.
Volvieron de nuevo a su silencio. Bebiendo, sin hablar, miraban a un hombrecillo con una gorra de paño que colocaba sus dardos donde quería, con una destreza que levantaba un murmullo de aprobación entre los demás jugadores. De pronto Watts dijo:
—Debe de haber estado practicando.
Después se levantó y fue a llenar sus vasos vacíos.
Ferraby estaba en el jardín jugando con la criatura; pero ésta era ya diferente y Ferraby también.
La niñita tenía ahora dieciocho meses y empezaba a hablar. También comenzaba a tener voluntad propia y esta voluntad parecía estar dirigida contra su padre. Era como si aquel estado de tensión y de nerviosismo que el marino no podía ahora desahogar se comunicase a la niña nada más tocarla. Corría hacia su madre siempre que deseaba compañía y calor, pero nunca hacia él, y si Ferraby la cogía en brazos se retorcía hasta liberarse en seguida y crear entre ellos una prudente distancia. Solía mirarlo con recelo y en su infantil carita se pintaba un principio de miedo. Aunque esta actitud lo agraviase, Ferraby no dejaba de formularse algunas preguntas. ¿Cómo podía la niña darse cuenta de su terrible desasosiego? ¿Qué podía significar para una criatura el nerviosismo que hace temblar las manos de un hombre? ¿Cómo se explicaba que, tan pronto como se acercaban uno a otro, aquella mente tan tierna pudiera sentir la aspereza de su inquietud, el caos de sus pensamientos?
Ferraby reconocía ese caos. Sabía, aunque no pudiera dominarla, la dirección que su mente iba tomando, siempre sumida en una terrible pesadilla con la obsesión de la muerte violenta constantemente ante sus ojos. En el cuerpo delicado y tierno de la niña, veía otros cuerpos que no eran ni suaves ni tiernos: cuerpos destrozados y quemados que se deshacían en pedazos al asirlos para sacarlos del agua. Bajo los rizos castaños de su hija, veía una calavera blanqueada y bajo sus lindos hombros redondeados, los huesos descarnados de un esqueleto. Veía, en su hija, la imagen de la muerte, y en su esposa cosas todavía más atroces.
Durante varias semanas no se había atrevido ni siquiera a abrazar a su esposa. Experimentaba la terrible sensación, el miedo loco de algo que le parecía volver a ver en sus menores detalles. Le asaltaba el temor de que podría causarle un daño irreparable con sus caricias, de que el cuerpo adorable de su esposa podría deshacerse entre sus brazos como un cadáver corrompido y abrirse de arriba a abajo reventando de putrefacción.
Ahora, en el tranquilo jardín, la niña, señalando el árbol que se alzaba sobre sus cabezas, balbuceó «hojas». Ferraby repitió la palabra con acento de aprobación y le dio, con dulzura, un suave pellizco en la pierna.
—¡No! —gritó la niña inmediatamente, apartándose de él y quedándose mirándolo recelosamente, seria, apartada, en guardia.
—No quiero hacerte daño, amor mío —le dijo tranquilizadoramente su padre.
La niña vaciló y dio un paso; pero fue un paso hacia atrás y antes de que pudiera remediarlo, la empezó a ver de modo diferente por completo, como si se desvaneciera.
Vio, en el desnudo piececito, una extremidad entablillada asomando por debajo de una manta, y en el dedo que la niña se metía en la boca con ademán indeciso, los dedos que un hombre se introducía desesperadamente en sus fauces para provocar el vómito que le librase el estómago del petróleo que lo estaba envenenando.
Se separó de su hija y se tumbó en el suelo, sintiendo que su cuerpo temblaba contra la tierra porosa del jardín.
Morell estaba lavándose las manos en los servicios de un club nocturno cuando escuchó casualmente la conversación de unos oficiales de las Fuerzas Aéreas que hablaban de su esposa. A causa de ello, cuando llevó finalmente a Elaine a casa tuvieron una gran pelea que duró varios días y que estaba todavía por resolver cuando el permiso llegó a su término, excepto en el fatal sentido de lo que pudiera significar para él la rendición y la derrota.
Los dos oficiales de las Fuerzas Aéreas estaban algo bebidos y habían entrado en los servicios un momento después que Morell, sin verlo, mientras éste se hallaba inclinado sobre el lavabo. El animado diálogo fue, sin embargo, lo suficientemente claro para que el marido no perdiera una sola palabra.
—Qué alivio —dijo la primera voz.
—La mía es ginebra pura —contestó el otro.
—Mejor avéntaselo al matasanos mañana por la mañana.
—Ya lo sabe… Por cierto, ¿quién es la tía con pinta de puta del vestido rojo?
—Mujer de teatro… Se llama Elaine Swainson.
—¡Ah! Es ella… ¿Y es asequible?…
—Antes sí. Ahora apunta más alto. Prefiere a los que llevan muchos galones bordados en la gorra.
—¿Lo hace bien?
—Eso dicen… Prueba suerte, si quieres. A lo mejor se siente caritativa.
—¿No está casada?
—Eso no es impedimento. Su marido es un bobo.
Se oyó una carcajada.
—¡Colosal, muchacho!
—Creo que voy a escribir un libro sobre esto… ¿Vas a intentarlo con ella?
—Puede que sí.
Los interlocutores volvieron a reír ruidosamente.
—Préstame una libra, muchacho.
—¿Una libra? —repitió el otro con tono burlón—. Di mejor un billete de diez, y no pienses en devoluciones de cambio.
—Es de las que cobran, ¿eh?
—Tiene la caja registradora debajo de la cama… Vámonos. Volvamos a examinar el ganado.
Morell no se olvidó nunca de aquel diálogo. Su recuerdo lo acompañó al mar y podía reproducir en su memoria cada una de sus palabras y la inflexión de voz que las matizaba. Evocaba hasta el olor del antiséptico que flotaba en aquellos aseos y la mirada de sórdido descontento que brilló en los ojos del encargado cuando se marchó de allí sin darle propina. Pero además de esa conversación hubo la pelea con Elaine, que fue lo peor de todo.
Empezó en un taxi, de regreso a casa, y continuó dentro del hogar. Sus consecuencias motivaron que él durmiese aquella noche solo, en un sofá; pasando la peor noche de su vida. Por la mañana no hubo tregua ni tampoco alivio alguno para sus sombríos pensamientos. Ella no quiso dar ninguna explicación ni reconocer nada y ni siquiera se dignó negar de un modo resuelto sus sospechas. Estaba claro que a la mujer parecía tenerle sin cuidado todo aquello y que, según el argot de las tablas, él sabría lo que tendría que hacer.
Lo malo era que él no sabía nada en absoluto. Podía creer o dejar de creer que ella le fuese fiel o no lo fuese, pero en definitiva no podía decir, con absoluta verdad, si quería a Elaine en cualquier forma o sólo a cambio de una conducta honorable. Su mujer lo sabía, y esto le daba una fuerza invencible.
—Puedes pensar lo que te dé la gana —le dijo desdeñosamente aquella mañana, ya más tarde—. Estoy harta de todas esas preguntas y de todos esos dramas que montas cada vez que vienes a casa.
—Querida, esto no es ningún drama.
La miró mientras permanecía de pie, junto a la ventana, vestida con una bata de dibujos de flores verdes. Entre el borde de la bata y las finas pantuflas que calzaba, se veían los pliegues de su camisón de dormir. Después de aquella noche separado de ella, Elaine se le mostraba más atractiva, más deseable que nunca; pero mientras parecía que el cuerpo femenino le llamaba a su lado, la fisonomía dura y terca contrarrestaba aquella invitación.
—¿Pero no puedes comprender mis sentimientos? —preguntó Morell acongojado—. Es natural que sienta celos cuando oigo que la gente habla de ti de ese modo.
—Podrías concederme, cuando menos, el beneficio de la duda.
—No debería existir ningún motivo que me hiciese dudar.
—¡Dios mío! —exclamó ella con un ademán de impaciencia que Morell le había visto repetir mil veces en el escenario—. No digas más disparates. ¿Crees que voy a pasarme todas las noches en casa sólo para que estés contento?
—Lo harías si me quisieras… ¿Me quieres?
—Cuando te portas como debes. Pero no me gusta que nadie me haya de dar permiso para lo que tenga que hacer. No quiero que nadie disponga de mí.
—Tú puedes disponer de mí…
Elaine asintió con un ademán. De momento no respondió nada. Lo que él había dicho era una cosa que apenas había constituido una novedad para ella la primera vez que la oyó. Al cabo de un rato, dijo:
—Eso quizá no sea lo que yo quiera.
—Pero, querida, estás casada conmigo… —alegó Morell, sorprendido. Vislumbró algo superior a su voluntad, contra lo que no podía luchar. Morell cerró los ojos a todo. Estaba desarmado, tenía que esforzarse en recuperar a su mujer, no podía perderla… Cuando, al fin, se declaró vencido, pidió clemencia y suplicó que lo siguiera amando, ella apenas le concedió una aquiescencia puramente superficial. Para Morell era una cosa evidente, salvo cuando lo cegaba la pasión o la esperanza, que él no representaba nada para su esposa. Ésta gozaba de la posición más fuerte que hay en el mundo: la de la mujer intensamente amada que sólo necesita del amor cuando le conviene y que, a la menor contrariedad que pretenda imponerse a su capricho, vuelve, sin dificultad alguna, a su original frialdad.
Morell necesitaba besarla, tomarla en sus brazos…; pero ignoraba cuál sería su respuesta y pensaba que quizá se viera rechazado. Apartó los ojos de la mujer para recorrer con la mirada el cuarto amueblado con blanda coquetería, lleno de almohadones por todas partes, impregnado de un perfume incitante de feminidad y, por una paradójica asociación de ideas, se acordó de pronto del puente del barco bombardeado, tapizado de sangre y de despojos cadavéricos. Y, sin saber por qué, se le ocurrió pensar que aquel gabinete femenino, con toda su encantadora blancura, era lo mismo que aquel macabro puente del barco abandonado: un matadero.
Baker, por vez primera, no pasó la licencia en su casa y ni siquiera le comunicó a su madre que disfrutaba de permiso. Le escribió que el barco permanecería en el puerto poco tiempo y después, cuando le llegó su quincena de libertad, alquiló una habitación en un hotel de los barrios bajos de la ciudad y se aposentó allí. No tenía una idea muy clara de lo que iba a hacer, salvo en una cosa: en lo que durante tanto tiempo había venido siendo el objeto de sus sueños.
Tenía que realizarlo en aquel permiso. Ya se había pasado el tiempo de los vanos sueños. Todos los demás iban con mujeres, hablaban de ellas y se referían siempre a ese tema como a la cosa más natural del mundo.
La primera noche de su permiso, permaneció dudoso en el exterior de la Estación Central, junto a la parada del tranvía, mirando a su alrededor. Se daba cuenta de que no tenía ni la más mínima noción respecto de lo que se proponía hacer y ahora que había llegado al punto culminante, lo dominaban la indecisión y el temor. Debería haber preguntado a alguien, haber prestado mayor atención cuando la gente trataba de aquel asunto en lugar de soñar despierto. ¿Cómo se aborda a una mujer? ¿Qué se hace luego? ¿Cómo puede distinguirse a una prostituta de otra que no lo sea? ¿Había que hablar en seguida de la cuestión monetaria o se reservaba este punto para otro momento más oportuno? ¿Cómo podría saber lo que tenía que dar? ¿Recibiría alguna indicación previa, más o menos directa?… Las más diversas y disparatadas preguntas, dudas y confusiones acudían a su mente, hasta que, finalmente, receloso y sudando un poco pero con una desesperada resolución se lanzó a la ventura por las calles mirando a las mujeres con las que se cruzaba… Llevaba veinticinco libras en el bolsillo; por esa parte quería sentirse seguro.
Cuando los oficiales volvieron a encontrarse en la cámara la última noche del permiso, participando de un trago bastante silencioso después de la cena, Lockhart dijo de repente:
—He estado examinando algunas cifras.
—Seguro que sí —dijo Morell suavemente levantando la vista de su diario—. Te ruego que nos ahorres los detalles.
—Pues son muy interesantes y me ha llevado la mayor parte del día obtener estos datos de los cuadernos de bitácora. ¿Sabéis que el convoy con el que salimos mañana hace el número treinta y uno y que llevamos pasados en el mar cuatrocientos noventa días, es decir, cerca de año y medio?
Un silencio malhumorado saludó aquella información.
—No lo sabía —comentó Morell al fin—. Ahora ya lo sé. Dinos algo más.
Lockhart consultó el papel que tenía en la mano.
—Hemos navegado noventa y ocho mil millas y hemos salvado a seiscientos cuarenta náufragos.
—¿Cuántos hemos sepultado? —preguntó Ferraby.
—Prescindo de ello… Cada uno de nosotros ha hecho cerca de un millar de guardias.
—Y no hemos hundido más que un submarino, con todas estas cosas —interrumpió Morell—. ¿Es que estás tratando de desanimarnos?
Se levantó, estirándose. Estaba pálido y más bien demacrado, como si su licencia la hubiera pasado o demasiado bien o demasiado mal.
—Mañana saldremos con otro convoy, y luego con otro y con otro… Me pregunto de qué nos moriremos al final.
—De tantas impresiones —contestó Baker.
—De viejos —aventuró Ferraby.
—De alguna intoxicación alimenticia —opinó Lockhart, que había comido demasiado.
—De nada de eso —afirmó Morell bostezando—. Un buen día alguien tocará la campana y dirá que la guerra se ha terminado y que nos podemos ir a casa, y entonces todos nos moriremos de sorpresa.
—En tales circunstancias —aseguró Lockhart sonriendo—, no sería una muerte mala.
—No. No lo sería en absoluto —asintió Morell con un ademán—. Pero no creo que eso vaya a suceder mañana.