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Parecía que iban a permanecer siempre destinados en Liverpool y pasar a formar parte de las fuerzas de escolta naval de esta base, que se estaban organizando gradualmente. El centro de la actividad naval era Gladstone Dock, en la parte baja del río, lejos de la ciudad. El lugar se hallaba ya lleno de destructores, fragatas y cañoneros, así como de las corbetas que iban saliendo de los astilleros en número considerable. Los bosques de mástiles, el personal naval que se agitaba en los muelles y los tinglados y almacenes que allí se levantaban eran síntomas alentadores de que se iba formando una creciente fuerza de escolta; pero ello iba unido a un constante incremento en el número e importancia de los convoyes, lo que suponía una demanda de potencial marino que era casi imposible de atender. Resultaba evidente que la protección que se les podía dar a los buques mercantes sería deficiente durante mucho tiempo.

Entre las corbetas que llegaron a Liverpool figuraba la Sorrel, que había prolongado su permanencia en Ardnacraish debido a algunas dificultades con el Almirante, y que se unió con su barco gemelo poco después del segundo convoy.

Ericson no estaba muy conforme con que la Compass Rose tuviese por base Liverpool y se sentía inclinado a discrepar de ello sin saber muy bien por qué. En teoría resultaba una cosa admirable: al regresar de un convoy, encontraría a Grace entregada a sus labores en la casita al otro lado del río, esperándolo; pero aquello constituiría una indudable distracción en un momento en que necesitaba concentrarse exclusivamente en sus deberes de marino y, de un modo confuso, le parecía que en ello había algo de fraude. Había abrazado una existencia dura y un trabajo exigente y allí se le presentaba otro atractivo, al fin y al cabo muy grande. No podría aclarar por qué encontraba que aquello no estaba bien y, desde luego, nunca hizo a su esposa una indicación en tal sentido; pero era un hecho que él prefería vivir a bordo mientras permanecían en el puerto y le molestaba un poco tener que buscar excusas para justificarlo.

El hombre a quien mejor le venía aquella situación era Tallow. Su casa se hallaba también en Birkenhead, precisamente en la parte del río correspondiente a Gladstone Dock, y él no tenía falsas nociones respecto a las comodidades de la Compass Rose en comparación con su casa en Dock Road, la que compartía con una hermana viuda, Gladys, que cuidaba de la vivienda desde la muerte de su esposo ocurrida hacía cinco años. Siempre que Tallow regresaba con licencia, encontraba su habitación preparada y se le recibía cordialmente. Gladys Bell (Bell había sido cartero) trabajaba en una oficina de Liverpool y contaba con la ayuda de una pequeña pensión. Era una mujer de unos cuarenta años, sencilla y bondadosa, y ambos hermanos se avenían perfectamente. Tallow había esperado que su hermana volviera a casarse, a pesar de que con ello él resultaría perjudicado, pero no había ninguna indicación sobre tal cosa y poco a poco aquella idea dejó de preocuparle. Si le iba bien con una honorable viudedad, por su parte, nada tenía que oponer.

Cuando fue a la casa, la segunda noche de su permanencia en el puerto, y entró en la pequeña cocina con luz de gas pronunciando un alegre «Bueno, Glad», que había sido su modo de saludarla desde que ella pudiera acordarse, la blanca y ancha cara de la mujer se iluminó con una grata sorpresa. Hacía seis meses que no le había visto.

—¡Bob! ¿De dónde sales, hombre?

—Estaremos en casa por una temporada. Éste es nuestro puerto, y no podía haber otro mejor.

—Bien. Esto es perfecto.

La mente de la mujer voló en seguida hacia la despensa, preguntándose qué podría preparar a su hermano para aquella primera noche pasada en tierra.

—¿Has tomado el té? —le preguntó.

—¿Té? —repitió el marino sonriendo burlonamente—. ¿Es que has sabido tú alguna vez que yo haya tomado el té a bordo cuando puedo llegar a tu cocina sólo con cruzar el río?

En el umbral de la puerta se escuchó una tosecilla que parecía querer llamar la atención.

—¡Oh! —exclamó Tallow disculpándose—. Traigo a un amigo. El maquinista Watts, de mi barco.

—Entren en el gabinete —dijo la mujer después de estrecharle la mano a Watts y cambiar unos saludos—. Esta cocina no es digna de que la vean.

La mujer encendió el gas en el gabinete y la atestada habitación pareció adquirir vida, como si el silbante ruido del fluido hubiera sido la señal para levantar un telón. Aquélla era la mejor estancia de la casa, vieja y gastada, y resplandecía por su limpieza y cuidado. Los sillones eran cómodos y la mesa de caoba ocupaba sólidamente el centro, mientras que los adornos eran principalmente recuerdos traídos a casa por el propio Tallow desde Gibraltar, Hong Kong y Alejandría. Unos visillos de encaje daban al cuarto una suave familiaridad aun a costa de privar de las tres cuartas partes de la luz aprovechable. Desde la repisa de la chimenea, Tom Bell, el cartero, les miraba con aires de importancia, como si trajera certificados para cada uno de los presentes.

Gladys bajó un poco la brillante luz de gas y miró con satisfacción a los dos hombres. Ambos iban impecablemente uniformados con sus guerreras sin una arruga, sus insignias doradas y sus pantalones con la raya planchada como el filo de un cuchillo. Se preguntó, y no por vez primera, cómo se las arreglarían aquellos hombres para ir tan bien vestidos teniendo que vivir en los estrechos alojamientos de a bordo.

—¿Cómo es el nuevo barco? —preguntó Gladys a su hermano.

Los dos hombres se miraron y Tallow contestó:

—Me atrevería a decir que no vivirá lo bastante para llegar a viejo.

Watts se rió, rascándose la calva.

—Tiene aproximadamente el tamaño de este cuarto, señora Bell —dijo—. Puedo asegurarle que hemos hecho un viaje bastante raro.

—¿Resultó muy penoso?

—Nunca había hecho otro igual en mi vida —contestó Tallow—. Fuimos zarandeados de una parte a otra como, como… —trató de buscar un símil adecuado, sin conseguirlo—. ¿Te acuerdas de que te escribí sobre lo pequeño que era? —añadió—. Pues no te decía ni la mitad. Hemos estado cabeza abajo durante la mayor parte del tiempo.

—¿Y qué pasó con los submarinos?

—Nosotros fuimos los que navegamos bajo el agua, podría decirse —respondió Watts que, sintiéndose a sus anchas en aquel ambiente amistoso, hablaba con una locuacidad rara en él—. No sacamos la cabeza fuera del agua durante días enteros. Ésta debe ser la nueva arma secreta: la corbeta que navega por debajo del agua.

Gladys se mordió los labios.

—Bueno. Yo nunca… Deben ustedes tener necesidad de un poco de descanso, ¿verdad?

—De lo que tenemos necesidad es de un buen trago —dijo Tallow jocosamente—. ¿Qué dices a eso, Glad? ¿Hay algo en la despensa?

Su hermana movió la cabeza.

—No te esperaba, Bob. ¿Por qué no se dan una vuelta por Los Tres Toneles mientras yo preparo el té?

Tallow guiñó un ojo a Watts.

—¿Qué dices a eso?

—Conforme —asintió el maquinista.

—Les doy sólo media hora —dijo Gladys con firmeza—. Ni un momento más o se echará a perder todo.

—¿Qué vas a darnos? —le preguntó su hermano.

—¿Y a ti qué te importa?

Los marinos cogieron sus gorras y se encaminaron hacia la puerta con paso mesurado, como chicos que quieren evadirse de la escuela y simulan que van a hacer otra cosa. Ella los miró con aire regocijado mientras se marchaban. ¡Los hombres…! No cabía duda de que se habían ganado aquella expansión. Gladys entró en la cocina y trabajó rápida y alegremente para poderles dar la merecida bienvenida cuando regresasen. Más tarde, en el confortable gabinete, al calor de un abundante fuego, todos disfrutaron de un rato agradable. Los dos hombres charlaron sobre el viaje pasado y sobre otros viajes, mientras la mujer permanecía sentada escuchándolos y haciendo, de vez en cuando, algún comentario. Dijo que no le gustaba aquel nombre de Compass Rose, pero cuando lo dijo, sin rebozo, los dos hombres se apresuraron a justificar tal nombre con curiosa celeridad buscando razones para ello y dando toda clase de explicaciones. ¡Hombres, al fin y al cabo…! Pero resultaba muy placentero tenerles allí y saber que se hallaban descansados y contentos después de los penosos momentos pasados.

Tan pronto como se terminó el primer viaje, Ericson pidió que se destinase otro oficial al servicio del barco. Era evidente que existía un exceso de trabajo para un primer oficial y para dos alféreces, sin contar con que la posibilidad de un accidente o una enfermedad pudiera reducir más aún el número. Presentó su solicitud, discutiéndola primero con un oficial del Estado Mayor que, con cierta arrogancia, parecía creer que las corbetas eran una especie de barcos destinados a la defensa local, y sometiendo después la resolución al fallo del Almirantazgo. La solicitud dio el resultado apetecido, pues las señorías del Almirantazgo dictaminaron antes de tres semanas y, finalmente, destinaron al alférez Morell a la Compass Rose «con carácter adicional para los servicios de guardia», debiendo incorporarse inmediatamente.

Morell llegó directamente de la Escuela Naval y acompañado de un equipaje cuyo volumen resultaba más que impresionante. Era un joven muy atildado, tan correcto y confiado que parecía absurdo que hubiese sido asignado a una corbeta. Antes de la guerra era un joven abogado, producto de aquel otro Londres que constituía un contraste tan grande con el Londres bohemio donde Lockhart había vivido y trabajado. Éste, en efecto, sólo podía representarse a su nuevo camarada con chaqué negro y pantalón de rayas, yendo desde los tribunales de Lincoln’s Inn a una seria comida de fiesta en el Savoy, o más tarde, impecablemente vestido de etiqueta, acompañando, en el ambiente elegante del Ciro’s o el Embassy, a alguna joven distinguida que hacía su presentación en sociedad. Era un joven serio, de movimientos comedidos y sumamente cortés. Con su flamante uniforme, magníficamente cortado, parecía una figura mucho más adecuada para brillar en un salón diplomático que en la modesta cámara de la Compass Rose. Era un viviente reproche a todo lo que pudiera suponer cualquier exceso emocional. No cabía duda de que procedía en línea recta del colegio universitario de Winchester.

En modo alguno podía pensarse que el nuevo oficial congeniase con Bennett. Durante la comida de la primera noche, Morell lo miró con una expresión de asombro, que a Lockhart le pareció burlona, mientras el primer oficial dedicaba a las salchichas en conserva su habitual saludo, se anudaba la servilleta bajo la barbilla y entraba a saco en aquel plato deplorable. Morell no hizo ningún comentario, pero era palpable que aquella escena le llamó poderosamente la atención. Más tarde, cuando él y Lockhart se quedaron solos en la cámara, aquél dijo:

—Me parece que el teniente debe de proceder de los dominios.

Esta frase, que pronunció sin expresión alguna, tenía, ya de por sí, un sentido significativo.

—De Australia —repuso Lockhart con igual tono de reserva.

—¡Ah!… He conocido a uno o dos australianos, víctimas de algún hábil timador. No se les puede convencer nunca de que en Londres es fácil que se topen con gentes de ingenio más aguzado que el suyo.

—Es asombroso cómo todavía la gente puede caer en esas trampas.

—No es tan extraño como parece —repuso Morell después de un momento de reflexión—. Por lo menos puede decirse que constantemente tenemos ocasión de extrañarnos por ello… ¿Hay, a menudo, salchichas en conserva para comer, sea dicho entre paréntesis?

—Muy a menudo.

—Sea esta guerra larga o corta —dijo Morell después de una nueva pausa reflexiva—, va a parecer larga.

Éste fue el único comentario que hizo y que pudo sonar a crítica de alguna manera. Pero a pesar de esa discreción, no podía por menos de tener que chocar en seguida con Bennett. La noche siguiente, después de terminar el trabajo, buscó a Lockhart y le pidió, con cierta formalidad, una orientación.

—El teniente ha usado una expresión que es nueva para mí —comenzó—. Desearía que me explicaras su significado.

—¿Cuál es? —le preguntó Lockhart con la misma seriedad.

—Pues dijo: «No me eche los perros encima» —contestó Morell frunciendo los párpados—. «Echar los perros…». Debo confesar que hasta ahora nunca había oído tal expresión.

—¿De que se estaba hablando?

—Estábamos tratando de la mejor manera de graduar la instalación del sonar. ¿No será ésta una materia demasiado técnica para ti?

—No —respondió Lockhart—. Pero quizá sea demasiado técnica para Bennett. Ha hecho su aprendizaje en una escuela un tanto ruda.

—Seguramente será así. Entonces, eso de «echar los perros…».

—Significa que probablemente le hiciste alguna corrección en forma demasiado vivaz.

Morell se sonrió. Era la primera vez que Lockhart le veía hacerlo.

—No pude ser más diplomático —dijo aquél.

—Pues debes haberte extralimitado algo.

—Resulta muy extraño —suspiró Morell— encontrarse con Escila y Caribdis en pleno Atlántico… Quizá debería explicarte esa alusión. Había…

—No, ya lo he entendido —le interrumpió su compañero, imitando el acento de Bennett—. «No me eches los perros encima».

—¡Ah! —exclamó Morell—. Ahora lo comprendo.

Los dos jóvenes se echaron a reír. Lockhart estaba muy satisfecho con la incorporación de Morell. El recién llegado prometía animar el ambiente de la cámara, aunque tuviera poca intención de hacerlo, y no cabía duda que a la cámara le vendría bien toda la animación posible.

El mismo Lockhart tuvo un choque personal con Bennett poco después. Una nueva orden del Almirantazgo dispuso que los alféreces que tuvieran más de veintiocho años de edad y contaran con tres meses de servicio en el mar podían ascender a la categoría superior si eran propuestos por sus jefes. Cuando Lockhart, a su debido tiempo, presentó su solicitud por el conducto reglamentario, es decir, por medio de Bennett, se encontró con tantas dificultades y con tales muestras de desprecio y sarcasmo, que apenas pudo contener la ira.

—¡Santo Dios, alférez! —exclamó el teniente—. Me parece que quiere usted ir demasiado aprisa. ¿Quién va a proponerlo para teniente después de un par de convoyes nada más?

—Espero que lo haga el Capitán —respondió Lockhart suavemente—. Cae de lleno dentro de lo dispuesto, tanto por lo que respecta a la edad como al tiempo de servicio en el mar.

—Cree usted que está en condiciones de desempeñar mi trabajo, ¿eh?

Lockhart no contestó nada.

—Bueno. Pues yo no lo haré —prosiguió el teniente después de una pausa—. No lo haré hasta que pase mucho tiempo aún.

Señaló con el dedo la instancia en la que Lockhart había formulado su petición en los términos reglamentarios exigidos.

—Yo no puedo firmar ese maldito papel —dijo con tono displicente—. Es demasiado pronto. Espere todavía un poco.

—Quiero que se la entregue al Capitán —dijo Lockhart obstinadamente.

—No quiero hacerlo.

—Usted no puede negarse.

—Puedo hacer lo que me dé la gana —gritó Bennett coléricamente—. Estos mocosos me sacan de quicio al pretender el ascenso cuando apenas han tenido tiempo de probarse el uniforme. Supongo que Ferraby no tardará mucho en tener las mismas aspiraciones.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Lockhart enfadándose a su vez—. Ésta es mi demanda y se halla de acuerdo con la orden del Almirantazgo. ¿Va usted a darle curso?

Bennett trató de poner dificultades. Realmente carecía de autoridad para retener la solicitud. Estaba, simplemente, procurando fastidiar todo lo que podía.

—Ya lo veré. No hay prisa —dijo.

—Exijo que se curse al Almirantazgo antes de que zarpemos de nuevo.

—¿Qué es lo que le hace pensar que el patrón quiera proponerlo a usted para el ascenso? —gruñó Bennett—. Ha estado haciéndole la pelotilla, ¿verdad?

—No más que usted —repuso secamente Lockhart.

La polémica, lejos de aminorar, continuó en semejantes términos hasta que al fin, Bennett, de muy mala gana, no tuvo más remedio que cursar la instancia. Al fin ésta siguió sus trámites, con la propuesta favorable de Ericson, y Lockhart consiguió el ascenso. Desde entonces, Bennett se dirigió siempre a él con ironía destemplada, llamándolo Teniente Lockhart; pero esto no tuvo ninguna importancia, el joven había dado un paso más en su camino y ese propio camino empezaba a parecer más despejado.