7

La fabulosa evacuación de Dunkerque fue para ellos la señal de entrar en batalla. En lo sucesivo casi todos los convoyes que escoltaron sufrieron algún ataque, bien por parte de los submarinos o de la aviación, y la pérdida de barcos empezó a ser una secuela inevitable de los viajes. Después de Dunkerque, como era de esperar, las cosas cambiaron mucho en el Atlántico. Para la evacuación se necesitaron muchos barcos, tanto destructores como corbetas, sacados de las fuerzas regulares de escolta de convoyes, y algunos de esos buques fueron hundidos, otros sufrieron daños considerables y hubo también necesidad de que, posteriormente, otras unidades tuvieran que permanecer en aguas inglesas para estar a mano en caso de una tentativa de invasión. La escasez de barcos de escolta resultaba ridícula en aquel período, a pesar de la llegada de los cincuenta destructores en desuso que los Estados Unidos cedieron a los Aliados. Los convoyes salían al Atlántico amparados sólo por una débil cortina de protección, meramente simbólica, para resguardarlos de la creciente pujanza de los sumergibles enemigos. Cuando, después de Dunkerque, la Armada enfocó de nuevo su atención hacia las grandes operaciones navales, se encontró con que su dominio del campo de batalla estaba seriamente amenazado por un ataque implacable que, de mes en mes, crecía y se intensificaba.

Existía también otro factor en aquel estado de cosas profundamente alterado. El mapa les ofrecía un cuadro melancólico y amenazador, con Noruega perdida, Francia perdida también, Irlanda constituyendo un elemento dudoso a las mismas puertas de Inglaterra y España manteniendo una neutralidad ambigua. Casi toda la costa europea, desde Narvik a Burdeos, era accesible a los submarinos alemanes y, lo que era aún peor, podía servir como base aérea para los aviones de gran radio de acción. La aviación podía seguir la pista de los convoyes hasta muy adentro del Atlántico, avisando a los submarinos para que atacaran mientras desde el aire se mantenía un círculo de fuego. Aquella combinación de fuerzas resultó ser pronto desastrosa para los Aliados. En los tres meses que siguieron a Dunkerque fueron hundidos unos doscientos barcos por la unión de aquellas dos armas y las pérdidas continuaron a razón de unos cincuenta barcos por mes hasta el fin de aquel año. Los medios para contrarrestar esas actividades enemigas estaban en camino en forma de armas nuevas, más buques de guerra y de escolta y más aviación; pero la ayuda no llegó a tiempo y en el intervalo sucumbieron y perecieron muchos hombres, y muchos convoyes llegaron a puerto con grandes brechas en sus filas. En uno de esos funestos convoyes, de regreso a la patria y cerca de Islandia, fue cuando la Compass Rose recibió su bautismo de sangre.

Cuando sonaron los timbres de alarma, un poco antes de medianoche, Ferraby abandonó el puente, donde había estado haciendo la guardia de prima junto con Baker y se dirigió a popa hacia las cargas de profundidad. Era él mismo quien había dado la señal de alarma tan pronto como el ruido de la aviación y las ráfagas de las balas trazadoras desde el lado opuesto del convoy le indicaron la existencia de un ataque; pero aunque estaba preparado para el violento ruido de armas y mecanismos prestos a entrar en acción, y para el redoblar de pisadas sobre cubierta de hombres que corrían a sus puestos de combate, no pudo dominar un sentimiento de estremecedora sorpresa ante aquella excitación que se adueñó del barco en la primera alarma grave que se producía. La noche era tranquila y la luna brillaba en pleno cuarto creciente, bañando la cubierta superior con su fría luz y destacando los barcos más inmediatos del convoy, que mostraban limpiamente sus perfiles. Era una noche perfecta para lo que él sabía que había de suceder y se daba cuenta de que, al correr a lo largo de la Compass Rose, iba rápidamente hacia lo que podía ser su muerte. Comprendía perfectamente que, si hablaba ahora, su voz temblaría; que, en pleno día, se hubiera podido ver que tenía la cara pálida y los labios temblorosos y que, en resumen, no se hallaba preparado para aquel momento, a pesar de los meses de aprendizaje y de la agudeza de la tensión que gradualmente podía habérsele ido formando. Pero aquél era el momento y, fuera como fuese, había que hacerle frente.

Wainwright, el joven torpedista, se hallaba ya en la popa quitando los mecanismos de sujeción de las cargas y tan pronto como aquél habló, aunque sólo dijo: «Terminado, señor», Ferraby se dio cuenta de que también el torpedista se hallaba dominado por el nerviosismo… Esto le animó de un modo que no había esperado, puesto que si su propio miedo era una cosa común a todos y no una debilidad vergonzosa personalmente suya, podía tener más fácil remedio. Procurando afirmar la voz, gritó: «¡Preparados para arrojar la primera carga!». Después, mientras se volvía para inspeccionar el grupo a su mando, quedó deslumbrado por las ráfagas resplandecientes de una especie de fuegos artificiales que centelleaban en la sombra nocturna.

El aeroplano atacante volaba muy bajo, por encima de la parte central del convoy, perseguido y acosado por el fuego que hacían, a la vez, docenas de barcos. No se podía ver el avión, pero la rapidez de su avance podía ser seguida por medio de las trayectorias luminosas de los proyectiles trazadores que se elevaban sobre el convoy como un gigantesco abanico. El estrépito era formidable. El avión rugía en la oscuridad, cientos de armas disparaban a la vez y algunos barcos hacían sonar sus sirenas de alarma. El centro del convoy, llameando de disparos que se prodigaban sin cuento contra el aeroplano, en vuelo bajo, y sin tomar en consideración cualquier otra cosa que pudiera hallarse en la línea de fuego, parecía un infierno. De pie en la popa, cerca de las aguas que huían formando estela, vigilaban y se preguntaban en qué forma daría la vuelta el aeroplano al llegar al final de su línea de ataque. Encima de ellos, en la plataforma, el grupo de artilleros al servicio del cañón de dos libras permanecía inmóvil, con los cascos puestos, silueteándose en el fondo de la noche. Pero la oportunidad no llegó y las municiones preparadas permanecieron ociosas porque hubo alguna otra cosa que se les anticipó.

Fue como si el estruendo monstruoso que venía del centro del convoy llegase al máximo. Sobre la cabeza de la columna central de barcos y ya al final de su línea de ataque, el aeroplano lanzó dos bombas. Una de ellas cayó en el mar levantando una enorme columna de agua que brilló a la luz de la luna, pero la otra hizo blanco, cayendo, con un crujido metálico, sobre algún barco que no podían ver y que sabían que ya no tendrían ocasión de poder ver nunca, porque, después de la primera explosión, se produjo otra segunda, una enorme llama de color naranja que iluminó todo el convoy y todo el cielo con un relámpago fantasmal. El barco, fuera el que fuese su tonelaje, debió de quedar pulverizado en un segundo, conforme pudieron comprobar por las pruebas visibles de una lluvia de fragmentos desmenuzados que caían en el mar con trágico chapoteo en un círculo de una milla mientras el avión desaparecía en la oscuridad dejando una estela de ruido que parecía rubricar aquella mortal destrucción.

—Debe de haber sido un buque cargado de explosivos —comentó alguien en la sombra, rompiendo el silencio temeroso y lleno de conmiseración—. ¡Pobres hombres!…

—No deben de haberse dado ni siquiera cuenta. Es el mejor modo de morir.

Ferraby, para sus adentros, se dijo que aquello era una tontería, y temblando sin poder contenerse pensó que nadie quiere la muerte.

Desde lo alto del puente, Ericson lo había presenciado todo. Vio cómo el barco era acertado de lleno, la lluvia de chispas que señaló el sitio donde cayó la bomba y luego, a los pocos momentos, la formidable explosión que hizo trizas el buque. En el silencio conmovedor que siguió se oyó su voz, que dio una orden rutinaria al timón, con un tono frío y normal, y nadie podría haber adivinado la pena y la ansiedad que le dominaban al ver que una tripulación entera de hombres, como él mismo, había sido barrida de un solo golpe. No podía hacerse ya nada. El aeroplano se había marchado, después de su terrible éxito, y si quedaba algún hombre con vida, lo que apenas resultaba verosímil, la Sorrel, a quien correspondía el servicio de escolta a popa, ya haría por ellos todo lo que estuviera a su alcance. Había sido todo tan rápido, tan brutal… Quizá hubiera podido pensar algo más acerca de lo sucedido, lamentarse de ello con más detenimiento, si una segunda explosión no hubiera sobrevenido inmediatamente. Apenas había levantado el Capitán los prismáticos para examinar de nuevo al convoy, cuando el barco que se hallaba más próximo a ellos, a unos noventa metros de distancia, se conmovió por efectos de una repentina explosión y después, inmediatamente, escoró con una inclinación fatal.

Esta vez fue un torpedo. Ericson lo oyó e incluso, mientras se precipitaba al teléfono de comunicación interior para ordenar el aumento de la velocidad y que se empezase a navegar en zigzag, pensó que si el proyectil procedía de la parte de afuera del convoy debía haberles errado a ellos solamente por unos pocos pies. Desde el interior del departamento del sonar, Lockhart oyó la explosión y empezó a hacer funcionar el mecanismo detector hacia el sitio de donde venía el peligro sin necesidad de que nadie se lo ordenase, pues tal era la práctica y hasta en aquellos momentos de sorpresa y crisis, todavía les dirigía la práctica. Morell lo oyó desde el castillo de proa y dio órdenes a los artilleros para que cargasen el cañón con un obús luminoso. En la cabina del timón, Tallow aferró con más firmeza la rueda gritando a sus ayudantes: «¡Atención al telégrafo!». Junto a las cargas de profundidad, Ferraby oyó también la explosión y no pudo evitar un fuerte temblor. Miró hacia abajo, hacia las negras aguas que huían tras ellos y luego el barco atacado que podía ver con toda claridad, anhelando entrar en acción para poder anular su propia personalidad en el conjunto fragoroso de una lucha, despojándose del temor que le dominaba. Abajo, en la sala de máquinas, el primer maquinista Watts oyó la explosión mejor que nadie. Pareció como si un gigantesco martillo golpease el costado del barco abriendo una profunda brecha y cuando, momentos después, el telégrafo repiqueteó ordenando un aumento de velocidad, su mano estaba ya en la palanca. Se daba cuenta de lo que había pasado y de lo que podía venir después; pero lo mejor era no pensar en lo que había sucedido fuera. Allí dentro, encerrados bajo la línea de flotación, tenían que aguardar, que confiar y que dominar los nervios.

Ericson hizo que la Compass Rose describiese un gran círculo hacia estribor, separándose del convoy, persiguiendo al sumergible en la dirección de donde suponía que había venido el torpedo, pero no consiguieron establecer contacto alguno y no tardó en retroceder, también haciendo un círculo, hacia el barco que había sido torpedeado, que, como un pájaro herido en una cacería, se había separado de la bandada mientras los demás buques proseguían su marcha. Se estaba hundiendo rápidamente y sus hélices salían ya del agua, disponiéndose a dar la terrible voltereta. Se escuchaban los gritos de pavor de los hombres y se notaba un pesado olor a petróleo. Por un momento, cuando pudieron ver el barco destacando su silueta a la luz de la luna, contemplaron una masa de hombres que se apiñaban en la empinada popa, agitando los brazos y gritando mientras sentían que, bajo ellos, la embarcación se iba deslizando hacia la tumba. Ericson, procurando sobreponerse con fría decisión a aquel momento de angustia, se enfrentaba con un pavoroso dilema. Si se detenía para recoger a los supervivientes, se convertiría, él mismo, en un blanco inmóvil y perdería todas las probabilidades que pudiera tener de dar caza al submarino mientras que si, por el contrario, proseguía ésta, tendría que abandonar a aquellos hombres a la muerte, teniendo en cuenta también que la Sorrel se hallaba atareada por algún otro sitio. Optó por una fórmula de compromiso que no era demasiado peligrosa, haciendo botar una lancha para que recogiese a los supervivientes que pudiera, mientras la Compass Rose viraba hacia estribor para continuar sus pesquisas. Pero había que darse prisa.

Ferraby, llamado al tubo acústico de popa, procuró imprimir a su voz la mayor firmeza.

—Ferraby, señor.

—Vamos a botar una lancha, alférez. ¿Quién está de cabo con usted?

—Tonbridge, señor.

—Dígale que escoja una pequeña tripulación, no más de cuatro hombres, y que reme hacia el barco. Que vigile con cuidado hasta que el buque se hunda. Puede que ellos hayan botado alguna lancha y, en otro caso, tendrá que hacer todo lo que pueda. Volveremos a recogerlo cuando hayamos dado otra vuelta en persecución del sumergible.

—Muy bien, señor.

—Dese toda la prisa que pueda, alférez. No quiero detenerme mucho tiempo.

Ferraby puso él mismo manos a la obra con una energía que constituyó el mejor alivio para todos sus demás sentimientos. La lancha fue descolgada con tal rapidez que cuando la Compass Rose la abandonó a su difícil misión el barco torpedeado no se había hundido aún, aunque apenas podía decirse que se mantuviera a flote, oscilando entre el mar y el cielo antes de dar la postrera zambullida, y cuando Tonbridge empuñó la caña del timón y miró en aquella dirección para tomar la orientación, se produjo un ruido desgarrador que se extendió claramente por la superficie del agua y el barco empezó a sumergirse. Tonbridge escudriñó las sombras, lleno de ansiedad y temor. Nunca había visto nada igual y nunca había hecho antes un trabajo de esta naturaleza, que, evidentemente, exigía que se llevase a cabo con el mayor acierto, lo que suponía un esfuerzo imponderable. Ya era bastante angustioso el verse bajados desde la Compass Rose y abandonados en la oscuridad mientras la corbeta se desvanecía en la sombra, quedándose solos en una pequeña lancha, bajo las estrellas; pero entonces, cuando el barco torpedeado desaparecía ante sus ojos, los náufragos gritaban y gemían mientras se lanzaban al agua y el olor a petróleo les rodeaba densa y sofocantemente, aquello parecía una pesadilla más que otra cosa. Tonbridge tenía treinta y tres años y era un producto de los barrios bajos de Londres, disciplinado por siete años de servicio naval; enfrentado con aquella prueba, el hecho de que no la esquivase y que, por el contrario, se mantuviese firme y eficiente, era algo que iba más allá de lo normalmente verosímil.

Hicieron lo que pudieron: remando a través de la oscuridad guiados por el griterío, aterrados por los lamentos de los hombres que se hundían antes de que pudieran ser socorridos; agotaron sus esfuerzos en la labor de salvamento. Recogieron catorce hombres de los que uno era ya cadáver, otro se hallaba agonizando, ocho estaban heridos y el resto en un estado lamentable de agotamiento y postración. Estuvieron a punto de llegar a los quince y, en realidad, Tonbridge llegó a asir al que hacía este número, que resollaba penosamente en el último grado del terror y del agotamiento; pero la capa de petróleo que recubría su cuerpo desnudo hizo imposible que pudiera ser sujetado y se deslizó de las manos hundiéndose antes de que se le pudiera amarrar con una cuerda. Cuando ya no hubo más bultos flotando en el agua y dejaron de escucharse gritos que pudieran servirles de orientación, los marineros descansaron sobre los remos y esperaron, solos en la enorme masa sombría del Atlántico, solos entre los restos desperdigados del naufragio y el vaho del petróleo. La Compass Rose los halló así, poco después.

Ferraby, de pie en el combés mientras se aferraba el bote, se preguntaba qué era lo que vería cuando los supervivientes apareciesen por encima de la borda. No se hallaba espiritualmente preparado para el horror y la lástima que esa aparición había de ocasionarle. Primero surgieron aquellos que pudieron trepar por sí mismos; media docena de hombres temblorosos y lívidos, vestidos con las ropas improvisadas que habían podido coger al producirse el desastre, sucios y empapados de petróleo. A uno le chorreaba por la cara la sangre que fluía del cuero cabelludo y otro se sujetaba un brazo desollado desde la muñeca hasta el hombro por el vapor hirviente. Miraban en torno suyo asombrados y aturdidos por la rapidez del desastre, por su salvación milagrosa y por la sólida cubierta donde apoyaban los pies. Luego, mientras los llevaban al calor del rancho de la tripulación, se preparó una eslinga para izar a bordo, en camillas, a los heridos graves. Unos permanecían silenciosos, otros se quejaban y a otros les hacía toser el petróleo que habían tragado y que estaba abrasando y envenenando sus entrañas. Puestos en hilera en la cubierta, formaban una masa de dolor y sufrimiento que se mostraba tan al desnudo que era casi una crueldad contemplarla. Después, mientras la lancha se balanceaba aún al costado del barco, en la impresionante oscuridad, se oyó la voz de Tonbridge que decía: «¡Cuidado!… Queda todavía un muerto aquí abajo».

Ferraby no había visto nunca un cadáver y tuvo que hacer un esfuerzo para mirar aquella lamentable reliquia del mar, aquel cuerpo frío como el mármol que empezaba a ponerse rígido, con la cabeza gris bamboleándose mientras lo pasaban, como un fardo, por encima de la borda. Se trataba de un marinero viejo con un aspecto que no evocaba su profesión y que la muerte hacía desagradable. Ferraby hubiera querido huir, ponerse enfermo, librarse de algún modo de aquel espectáculo y observaba con estremecido asombro a los dos marineros que transportaban el cadáver. ¿Cómo podían soportarlo?, se preguntaba. ¿Cómo podían tocarlo? Tras él oyó la voz de Lockhart que decía: «Llevad a todos al castillo de proa. Aquí no se ve nada».

Ferraby se alejó para dirigir la maniobra de izar la lancha, sin mirar tras él la procesión de hombres destrozados y malheridos. Cuando la lancha quedó a bordo debidamente asegurada, regresó satisfecho de haber podido evadirse de la contemplación de parte de aquel horror. No quedaban ya más huellas que el acre olor a petróleo y las manchas de sangre y de agua que salpicaban la cubierta pero, con un estremecimiento de terror y repulsión, vio que también quedaba allí otra cosa: el cadáver en el suelo sujeto junto a la borda, a unos pasos de él, moviéndose a compás de los balanceos del barco en espera de que llegase el día para ser sepultado. El joven oficial huyó corriendo hacia popa, perseguido por el terror.

En el espacioso rancho de la tripulación y bajo las lámparas de luz velada, Lockhart estaba haciendo cosas que nunca hubiera imaginado posibles. De vez en cuando recordaba, con algo de satisfacción, sus anteriores dudas. Había allí bastante sangre para que cualquiera pudiera desmayarse, pero ahora las cosas no iban por ese camino. Había cosido una herida de la cabeza a uno de los hombres, desde la nariz a la raíz del pelo y mientras sacaba del sobrecito el hilo de suturar, pensaba que sería mejor si incluyeran algunas instrucciones para su uso. También había entablillado una pierna rota usando para ello un trozo de madera procedente de un banco. Vendó otras heridas y magullamientos e hizo cuanto estuvo a su alcance respecto al hombre que tenía el brazo desollado y que se había desvanecido por el exceso de sufrimiento. En otros casos no pudo hacer más que vigilar a los heridos, procurando mitigar sus dolores, y tuvo que ver cómo se moría lentamente un marinero cuyos intestinos, y quizá también los pulmones, se hallaban saturados de petróleo. Algunos hombres de la Compass Rose le rodeaban, observando y auxiliándolo cuando les solicitaba alguna ayuda. Los dos camareros trajeron té para los supervivientes, ateridos y conmocionados, otros ofrecieron trajes secos y Tallow, al cabo de un par de horas, bajó para traerle el mayor vaso de ron que había visto en su vida y que, sin embargo, no encontró excesivo en aquella ocasión… Una vez llegó, desde el exterior, el ruido de una explosión; levantó la cabeza y en aquella atmósfera sofocante del castillo de proa, entre las filas de los heridos vendados, de los demás hombres que todavía tiritaban, del cadáver contraído y de la confusión de aquella horrible noche, se encontró con la mirada del cabo Phillips. Involuntariamente ambos se sonrieron para indicar el único pensamiento que en aquel momento podía hacerles sonreír: si les acertaba un torpedo había muy pocas probabilidades de que nadie se salvara y todo aquel trabajo médico sería tiempo perdido.

En seguida volvió a inclinarse y siguió sondando una herida en busca del fragmento de acero que debía de tener dentro todavía, a juzgar por el grito de dolor que produjo el movimiento. Aquél era un momento en que sólo se podía pensar en cosas esenciales, y allí estaban todos aquellos heridos con él y entregados a sus cuidados.

Casi era ya de día cuando terminó y subió al puente para informar sobre lo que había hecho, andando tan lentamente que más bien podía decirse que se arrastraba completamente agotado. Encontró a Ericson en la parte superior de la escalera. Ambos habían estado trabajando sin descanso durante toda la noche y se miraron mutuamente en silencio, con visibles muestras de fatiga pero sin que en sus demacradas facciones se pintara ninguna otra expresión que no fuera la del mutuo reconocimiento de su respectiva competencia. En las manos y en las mangas de la guerrera de faena de Lockhart había manchas de sangre, que a la luz fría del amanecer tenía una especie de brillo extrañamente metálico, lo que obligó a Ericson a fijarse bien para cerciorarse de su verdadera naturaleza.

—Ha debido de estar usted muy ocupado —dijo el Capitán con voz tranquila—. ¿Cuál es la situación allá abajo?

—Hay dos muertos, señor —respondió Lockhart con Voz ronca que procuró aclarar tosiendo—, y creo que morirá otro. Ha tenido que nadar y moverse con un brazo terriblemente abrasado y el sufrimiento ha sido insoportable. Hay otros once hombres. Creo que éstos podrán mejorar.

—Catorce… La tripulación era de treinta y seis en total.

Lockhart se encogió de hombros. Era la única respuesta que podía dar y si podía haber otra, no supo encontrarla en aquellos momentos. Aquellas horas pasadas viendo y palpando los sufrimientos habían embotado en él todos los sentimientos normales. Miró a su alrededor y vio los barcos más cercanos del convoy, que empezaban a hacerse visibles a medida que aumentaba la claridad.

—¿Cómo han ido las cosas por aquí arriba? —preguntó.

—Perdimos otro barco en la otra parte del convoy. Con ése, fueron tres.

—¿Actuó más de un submarino?

—Creo que sí. El otro debió atravesar la formación.

—Buen trabajo para una noche —comentó Lockhart, que no podía expresarse de otra manera que con una lamentación puramente formularia—. ¿Quiere usted retirarse ya, señor? Yo puedo acabar la guardia.

—No. Usted necesita dormir un poco. Esperaré a Ferraby y Baker.

—Tonbridge se portó muy bien.

—Sí. Y usted también, señor primer teniente.

—En la mayor parte de los casos —respondió Lockhart moviendo la cabeza con aire de duda— ha sido un poco difícil. Tendré que estudiar alguna obra que trate de heridas. Va a ser necesario si las cosas siguen así.

—No hay razón para que cambien —dijo Ericson—. Ninguna razón, al menos, que a mi se me alcance. Tres barcos en tres horas y un centenar de muertos, seguramente, y con qué facilidad.

—Sí —repuso Lockhart con ademán afirmativo—. Un comienzo muy animador. Después de la guerra tendremos que preguntarles cómo se las arreglaron.

—Después de la guerra —observó Ericson—, espero que sean ellos los que nos lo pregunten a nosotros.