5

Así terminó la batalla y así acabó la lucha en todo el Atlántico, con un final que resultaba extrañamente insulso después de cinco años y medio de lucha encarnizada. No hubo ninguna resistencia numantina, ningún ataque a vida o muerte contra un barco, ningún intento individual de piratería después de la fecha de la rendición. La terrible guerra se deshizo en burbujas, con una rendición sombría y la lacónica orden de «síganme». Pero ninguna frialdad, ningún final oscuro podía atenuar la sensación de triunfo ni el orgullo de una victoria que se había logrado al precio tan enorme de treinta mil marinos muertos y tres mil barcos hundidos solamente en el Atlántico, con la contrapartida, enorme también, de setecientos ochenta submarinos hundidos para nivelar la balanza.

La batalla del Atlántico pasaría a la historia por su duración y por su ferocidad nunca atenuada. Viviría en el recuerdo de los hombres por lo que les hizo pasar a ellos mismos, a sus amigos y a los barcos que habían amado tanto. Sobre todo, viviría en la tradición naval y se convertiría en una cosa legendaria a causa de aquel servicio vital prestado a una isla en guerra, del precio de tantas vidas de marinos y de su logro inestimable: la línea vital, nunca interrumpida, de unión con el mundo exterior.